La carretera, después de algunos kilómetros, se arrima a Colorado, y el río nos hace compañía un buen trozo, él serpenteando por los cañones y nosotros plegados sobre las grandes curvas que imitan los meandros fluviales. Lentamente el paisaje cambia, estamos pasando de Colorado a Utah, las montañas se espacian y se levantan de repente, como si alguien hubiera pulsado el botón de un ascensor, retales de llanura tan perfectamente horizontales que parece que las hayan dibujado. Durante muchísimos kilómetros nos sentimos como si estuviéramos dentro de un gigantesco cómic. Sospechamos que las cuatro palabras que cruzamos aparecen encerradas en globos. Es increíble lo familiar que resulta América gracias a las películas, como si su territorio no fuera otra cosa que una secuencia larguísima de escenas y decorados vistos mil veces con una entrada al cine de la parroquia. Pero ni todas las películas del mundo habrían bastado para prepararnos para el espectáculo del Monument Valley, un conjunto de fortificaciones antiquísimas, dejadas allí millones de años antes para velar por aquellas extensiones polvorientas y rojas de óxido. —Andre, ¿has visto?, parecen las sillas de unos gigantes. Estamos fascinados, sin aliento. Además, no hemos llegado con el típico grupo de turistas, con una guía regordeta metida en unos gruesos vaqueros que expeditivamente carga a todos en el autocar inmediatamente después del desayuno, huevos y beicon, ¿estamos todos?, ¿habéis terminado?, nos pone en fila para contarnos, cada uno en su sitio, nos mete un buen rollo sobre las bellezas que vamos a ver de tal manera que nos dormimos durante el viaje y adiós al estupor. En cambio, para nosotros ha sido toda una revelación, como un dragón volador, una cascada de polen. Eso es el estupor. Estupor, qué palabra tan bonita. —¿Está sorprendido? —me preguntó el especialista hace quince años. No contesté enseguida, estaba aturdido, autismo no es una palabra con la que te cruzas todos los días. —¿Está sorprendido? —volvió a preguntarme el médico. —¿Si estoy sorprendido? No. ¿Debería estarlo? Busco en mi vocabulario el significado de sorpresa y me pregunto si abriría los ojos de par en par si viera un enjambre de estrellas fugaces muchos meses después de la noche de San Lorenzo. Es posible. Pero puedes tener una sorpresa una vez a la semana, si tienes suerte incluso dos. En cambio, un hijo autista entra dentro de otra categoría. Paramos la moto, levantamos los brazos hacia el cielo para desentumecernos. Andrea da unos pasos y se aleja de la carretera. Mira a su alrededor. Es posible que él, ahora, me observe, vea a su padre inmóvil al lado de esta extensión de tierra y se pregunte por qué motivo no me pongo a correr por ella, por qué no me meto feliz bajo los arbustos, como los famosos gusanos del desierto, por qué no aferro esta luz para llenar una caja y abrirla cuando los días de invierno se vuelvan sombríos demasiado pronto. —Eh, cuidado con los coyotes —bromeo. —Coyote bonito. Así es, para él todo es bonito. ¿Se trata sólo de una repetición mecánica? ¿O bien significa que lo que consigue filtrar y asimilar lo aprecia de tal manera que percibe la magnificencia de cada esquirla dorada que llega del mundo? Prefiero pensar que es así. Después seguimos el viaje, porque Andrea pide «dar una vuelta en moto»; a pesar del largo trayecto, para él es como si acabara de subirse. Llegamos a Tuba City hacia las ocho de la tarde, con el sol que empieza a declinar, y nada cansados. Estamos en territorio navajo. Entre Andrea y yo hay una sintonía perfecta, no necesitamos nada más, como cuando sientes que el amor se va extendiendo y tiene el sabor de un líquido dulce. EN EL BOSQUE DE ARÁNDANOS Ni rastro de tipis, caballos, mujeres pieles rojas o niños entrenándose con el arco y las flechas. Da un poco de impresión levantarse por la mañana y encontrarse en medio de los navajos metidos en caravanas y casas prefabricadas de color gris y azul claro, con un montón de trastos desperdigados alrededor y las chimeneas de las estufas un poco oxidadas. Los jóvenes no tienen reparo en pedir algunos dólares. Algunos muestran curiosidad por nuestra moto y les hablamos de nuestro viaje, de dónde venimos y cuántas millas nos hemos tragado. Nos invitan a tomar algo en su casa. Es evidente que, incluso sentados en los escalones desvencijados, los viejos parecen haber soñado con las praderas o al menos haber hecho de extra en algún western. Un anciano, sirviéndose de su nieto como traductor, quiere que sepamos que ha actuado en siete obras maestras, una de ellas, como no podía ser de otra manera, con John Wayne. Hace como si llevara una pistola y entrecierra el ojo para apuntar, se pone de pie y hace ver que cabalga. La imagen es increíble: un viejo navajo con vaqueros, bien erguido sobre un caballo invisible, con la piel arañada y una coleta de cabellos grises que apenas se mueve, como si tuviera el viento de cara. Sus ojos brillantes te transportan al pasado, es realmente encantador. De otras viviendas salen algunas mujeres, sienten curiosidad, las más viejas rodean a Andrea y esta vez son ellas quienes lo tocan a él, sin decir ni una palabra. Le ponen las manos en los brazos, en la espalda. Yo las interrogo con los ojos, pero no abren la boca. Andrea da vueltas sobre sí mismo, como para responder a esa curiosidad, y acaba encontrándose en medio de un pequeño círculo, con la cabeza agachada. Se siente observado. Una mujer extiende el brazo y deja que la mano vibre, enseguida es imitada por las demás, empieza una suave cantinela. Andrea, en ese momento, sale disparado hacia una caravana, el tubo de la estufa está torcido y tiene que ponerlo bien como sea. Las mujeres hablan entre ellas. Me acerco, intento preguntar a una de las mujeres ancianas si han visto o percibido algo. La mujer contesta con palabras incomprensibles. Busco ayuda, pero los chicos están lejos. —¿Qué habéis visto? —insisto. Autistic guy, digo, pero ese sonido no significa nada para ellas. Me observan intensamente. Una mujer me pone la punta de un dedo en el corazón y otra me muestra un pequeño colgante para llevar al cuello. Pero señala a Andrea, es un regalo para él. Antes de volver a subir a la moto se lo pongo. Indios en caravana. Hemos visto muchos americanos en caravana. Pocos kilómetros antes hemos cruzado un tramo de carretera sembrado de numerosos buzones, cada uno en un poste, un bosque plantado frente a las casas móviles. Había otros buzones que se habían quedado a vigilar pequeñas porciones de tierra abandonada. Muertos de curiosidad, nos hemos detenido y los hemos mirado, algunos estaban repletos de cartas. Tal vez las abran dentro de un año o dos, quién sabe. Me ha parecido precioso pensar que alguien mande misivas aun sabiendo que esas frases no serán leídas hasta mucho tiempo después. Son palabras que se dejan madurar. O tal vez son líneas perdidas, llenas de grandes amores y súplicas, que han acabado en el sitio equivocado. Los carteros no tienen el valor de tirarlas y las van dejando allí, en el cementerio de los mensajes destinados a no ser leídos nunca. —¿Quieres que nosotros también echemos una carta? —le he preguntado. Y Andrea ha contestado que sí, y me parecía tan convencido que he buscado hojas de papel, aprovechando lo que tenía a mano: he reciclado unos post-it, he roto y doblado como he podido una bolsa que había contenido bebidas y que se había quedado por casualidad en una mochila. He encontrado un bolígrafo. —¿Qué quieres que escribamos? Andrea ha dudado. —¿No ponemos palabras? ¿Prefieres colores? —Colores bonitos. Tenemos el tradicional dentífrico y también hay tierra de color ocre. Con un poco de agua hemos empezado a mezclarlo, a Andrea le ha apasionado, ha creado una pasta pictórica de un color indefinido, pero perfumada. He alineado los trozos de papel y él ha trazado rayas finísimas, con una pequeña curvatura al final, parecían mangos de paraguas. He escrito la fecha con el bolígrafo. Hemos distribuido las cartas en varios buzones, explican que hemos pasado por aquí. Después he visto un buzón de un azul descolorido. He metido dentro, sin pensarlo, uno de los escritos de Andrea. ANDREA, ¿TE ACUERDAS DE CUANDO DURANTE EL VIAJE TE HE HABLADO DE LA VIDA, DEL FUTURO Y DE LAS COSAS DE LAS QUE DEBERÍAS OCUPARTE? ¿QUÉ PIENSAS DE LO QUE TE HE DICHO? Andrea escucha lo que dice papa Intento ocupar mi mente cada día pero lucho en vano me desespero por mi autismo Pido ayuda ¿QUÉ PODRÍA AYUDARTE? No pidas tanto me cuesta seguir tantas ordenes Dolor de cabeza Papa perdóname yo no controlo mi cuerpo LAS EXCUSAS NO SIRVEN PARA NADA Lo sé Tienes que entender mi malestar Mucha ansiedad tengo ¿QUIERES QUE REFLEXIONE SOBRE ALGO? Soy un hombre prisionero de los pensamientos de libertad. Andrea quiere curarse. Hileras de coches y de autocares anuncian que nos acercamos al Gran Cañón, Andrea me besa repetidamente la mejilla izquierda, quizás para agradecerme este escenario de ensueño. Adelantamos a una enorme cantidad de turistas, nos ponemos en la cola para echar un vistazo desde la terraza panorámica. El vacío y la confusión hacen palidecer a Andrea. No puede abrir bien los brazos, no puede dar saltitos, lo empujan. Del abismo emergen ondas gravitacionales que se le quedan atrapadas en el pensamiento. Creo que esta ración de Gran Cañón es suficiente. Además, nos espera la mítica Ruta 66. —Andre, estamos en la Route sixty-six. —Sisti si. —Y no sabemos adonde... —... ir. Atravesamos pueblos detenidos en los años cincuenta y sesenta, Elvis está por todas partes e incluso la gente parece haberse quedado estancada en esa época, quizás ingenuamente feliz. Adolescentes ya viejos, clientes asiduos de esos bazares que llamamos gasolineras, con letreros de los tiempos de la Guerra Fría y repletos de objetos abandonados por la moda, confusamente amontonados. Parada en Seligman, un gran bistec para Andrea, fish and chips para mí. Antes de acostarnos intento charlar un poco por escrito. ¿CÓMO TE SIENTES HOY? Andrea no se mueve, ha ido a coger arándanos a sus bosques inventados. A veces es doloroso sentirse al margen, cómo me gustaría encontrar el pasaje que me permitiera cruzar a través de ese entramado espinoso y sorprenderlo mientras juega feliz en un claro. ¿No sería un buen sitio donde descansar también para mí? Me cuesta aceptar que haya un límite infranqueable. Que Andrea sea inalcanzable. Al final me contesto yo mismo, esperando acertar la respuesta. Es como tener una doble vida, una forma de embarazo no biológico. Andrea me sigue siempre con una sonrisa. Significa que así le va bien. Espero. Después apago la luz. Buenas noches.