El edredón se había escurrido, dejando al descubierto su muslo desnudo. La áspera y cálida lengua se desplazó por su piel. Se estaba moviendo en sueños cuando de pronto sintió un cosquilleo. La lengua se convirtió en un pequeño mordisco en el muslo y entonces dio un respingo. Echó al gato de la cama de un manotazo. —¡No! —chilló, no al gato sino al despertador. Se había quedado dormida como un tronco. Además, el chicle se había caído de la cabecera de la cama y se había acoplado a su largo cabello negro. Enervante. Se levantó. Una hora de retraso le trastocaba todo el programa de la mañana. Puso a prueba su capacidad para simultanear tareas, sobre todo en la cocina: el café con leche estuvo a punto de hervir al tiempo que la tostada empezaba a humear y su pie derecho desnudo pisaba un vómito de gato justo cuando sonó el teléfono y un vendedor le habló en un tono de insoportable confianza, por su nombre, asegurándole que no trataba de venderle nada, tan solo quería invitarla a un curso de asesoramiento financiero. Más enervante. Olivia Ronning todavía estaba estresada cuando cruzó el portal en Skánegatan. Sin maquillar, con el cabello recogido en algo parecido a un moño, llevaba la ligera chaqueta de ante abierta, una camiseta amarilla algo deshilachada, sus tejanos desgastados y un par de maltrechas sandalias. Hoy también lucía el sol. Se detuvo un segundo para decidir qué camino tomar. ¿Cuál sería el más rápido? El de la derecha. Echó a correr al tiempo que miraba de reojo la portada del diario en el tablero de la tienda de comestibles: «Otro sin techo gravemente maltratado.» Olivia siguió corriendo. Se dirigía hacia su coche. Tenía que ir a Sorentorp, en Ulrik sdal. A la Escuela de Policía. Tenía veintitrés años y estaba cursando el tercer semestre. Dentro de seis meses solicitaría una plaza como aspirante a la policía metropolitana de Estocolmo. Medio año más tarde sería una agente de policía en toda regla. Llegó resollando ligeramente al Mustang blanco, herencia de su padre Arne, muerto de cáncer cuatro años atrás. Era un cabriolé modelo 1988, asientos de cuero rojo y cambio automático. Un cuatro válvulas que rugía como un V8. El ojito derecho de su padre durante muchos años. Ahora era suyo, aunque no estaba en su mejor forma. Olivia había tenido que asegurar el cristal trasero con cinta adhesiva y la chapa tenía varias abolladuras, aunque casi siempre pasaba la inspección técnica. Amaba ese coche. Con una sencilla maniobra bajó la capota y luego se sentó al volante. Allí casi siempre percibía lo mismo durante unos segundos: un olor muy especial. No provenía de la tapicería, sino de su padre: el descapotable olía a Arne. Solo unos segundos, luego desaparecía. Conectó los auriculares a su móvil, puso a Bon Iver, encendió el motor y arrancó.