Los dos chiquillos estaban sentados en la arena bajo una palmera azotada por el viento, de espaldas al océano Pacífico, en silencio. A unos metros de ellos había un hombre con un portátil cerrado sobre las rodillas. Estaba sentado en una sencilla silla de bambú delante de una casa desconchada de una sola planta, azul y verde, una especie de restaurante que de vez en cuando vendía pescado y bebidas alcohólicas. Ahora mismo estaba cerrado. Los chiquillos conocían al hombre. Era uno de los vecinos del pueblo. Siempre se había mostrado simpático, había jugado con ellos y buceado en busca de caracolas. Ahora sabían que debían permanecer en silencio. El hombre tenía el torso desnudo e iba descalzo, solo llevaba unos finos shorts de color claro. Su pelo era ralo y rubio y las lágrimas corrían por sus mejillas bronceadas. —El Gran Sueco está llorando —susurró uno de los chiquillos con una voz que se desvanecía en el viento templado. El otro asintió con la cabeza. El hombre del portátil estaba llorando. Llevaba muchas horas llorando. Primero en su casa del pueblo, durante el último tramo de la noche, luego necesitó respirar aire fresco y bajó a la playa. Ahora estaba sentado con el rostro vuelto hacia el mar calmo. Y seguía llorando. Hacía unos años había aterrizado allí, en Mal País, en la península de Nicoya, Costa Rica. Unas cuantas casas a lo largo de una carretera polvorienta que bordeaba la costa. El mar a un lado y el bosque tropical al otro. Nada al sur; al norte, Playa Carmen y Santa Teresa y algún que otro pueblo más. Todos con el mismo atractivo para los mochileros. Largas y fantásticas playas para hacer surf, habitaciones baratas y comida aún más barata. Y nadie que preguntara por ti. Ideal, había pensado entonces. Ideal para esconderse y empezar de nuevo. Siendo un desconocido. Con el nombre de Dan Nilsson. Con un capital de reserva que lo mantuvo a flote a duras penas hasta que le ofrecieron un trabajo de guía en un parque natural cercano, Cabo Blanco. Aquel trabajo le iba como anillo al dedo. Llegaba en media hora con su todoterreno y con sus razonables conocimientos de idiomas podía encargarse de la mayoría de turistas que visitaban el lugar. Al principio unos pocos, algunos más en los últimos años, y en la actualidad los suficientes para tenerlo ocupado cuatro días a la semana. Los otros tres los pasaba con pobladores autóctonos, nunca con turistas o sur feros. No era un hombre de mar y no tenía ningún interés en la hierba. Sobrio y moderado en la mayoría de facetas de la vida, casi pasaba desapercibido, una persona con un pasado que debía seguir allí, en el pasado. Habría encajado en una novela de Graham Greene. Ahora estaba sentado en una silla de bambú con su portátil sobre las rodillas, con dos chiquillos inquietos cerca que no tenían ni idea de por qué el Gran Sueco estaba triste. —¿Le preguntamos qué le pasa? —Mejor no. —¿A lo mejor ha perdido algo que podríamos encontrar? No había perdido nada. Pero sí había tomado una decisión. Entre las lágrimas, una decisión que nunca creyó que tendría que tomar. Jamás. Ahora lo había hecho, por fin. Se puso en pie.