Me dije que no podía ser un detective demasiado bueno si tenía el despacho en un lugar así. Pero tampoco tenía que ser demasiado bueno para averiguar lo que yo quería saber, y tampoco quería recurrir a un profesional verdaderamente despierto, muy capaz de tener ideas propias y llevarlas a la práctica. Era alto, de rostro delgado y expresión adormilada. Cuando entré, tenía los gastados zapatos de suela de caucho sobre el escritorio y las manos grandes y huesudas cruzadas sobre el estómago. En la cabeza llevaba encasquetado un arrugado sombrero gris. No se llevó la mano al sombrero ni se movió un ápice durante la media hora o así que estuve en el despacho. —Cosgrove —dijo con una voz suave y profunda—. ¿A qué se dedica usted, Cosgrove? —¿Necesita saberlo ahora? —pregunté. —Tengo que saber si alguien puede estar interesado en matarlo. Si está metido en un negocio, por ejemplo, que pudiera resentirse de su ausencia permanente. —No es el caso. —¿Le debe pasta a alguien? ¿Hay alguien que pudiera perder dinero si un día la palma? —No. —¿No tiene familiares cercanos? ¿No tiene mujer? —No. —Pero ¿piensa que alguien puede haberle hecho un seguro de vida sin que usted lo sepa? —Yo... sí. —¿Por qué? —Bueno, tampoco es que lo piense —respondí—. Sencillamente he pensado que podría ser una posibilidad. No dijo nada durante un par de minutos. Por fin, cuando ya empezaba a pensar que se había quedado dormido, abrió la boca: —Una vez fui al dentista a que me extrajera un diente. Tenía muy claro que si me extraía ese diente, me iba a doler un carajo, así que le dije que me sacara otro. A mí me parece que está siendo usted tan listo como yo lo fui esa vez. Me reí. —No le estoy mintiendo de forma deliberada, Eggleston. Pero hay personas que se lo tomarían muy mal si se enterasen de que he venido a hacerle una consulta de este tipo. No puedo permitir que se enteren. ¿Y? —Hace cosa de un mes, cierta persona me hizo un favor muy importante. Desde entonces me ha hecho otros favores. Yo nunca había tratado a esta persona antes y no se me ocurre que pueda obtener ningún beneficio a cambio de lo que ha estado haciendo por mí. A no ser que me haya hecho un seguro de vida. —Pues pregúntele a esa persona por qué le ha estado haciendo tantos favores. —No se lo puedo preguntar directamente. Me ha dado a entender que ha obrado así por pura filantropía. Pero eso no encaja con lo que yo sé sobre esta persona. Siguió sentado inmóvil, mirándose las manos. —Se me ha ocurrido que tiene que existir algún tipo de registro de aseguradores en el que podría encontrar esa información —continué—. Sin que la persona de la que le hablo llegue a enterarse, por supuesto. —Hum... —musitó—. El encargo le saldrá por veinte dólares, señor Cosgrove. —Me parece razonable —dije. Saqué un billete de veinte y lo dejé en el escritorio. Levantó uno de los pies ligeramente y arrastró el billete con el tacón. —Nadie le ha hecho ningún seguro de vida, señor Cosgrove. ¿Alguna cosa más? —Espere un momento —dije—. Le he pagado para que me proporcione cierta información y... —Una información que acabo de proporcionarle, y con fundamento. He llevado muchos casos de pólizas de seguros. Y a usted nadie le ha hecho una póliza... Siempre que me haya contado la verdad. —Se la he estado contando, pero... —Para que una persona le haga un seguro de vida a otra, tiene que hacer gala de lo que se llama interés asegurador. Esa persona tiene que aportar pruebas razonables de que la muerte del asegurado no le sería de mayor interés que su supervivencia continuada. El fallecimiento del asegurado tiene que suponer una pérdida sentimental, como en el caso de un marido y una mujer, una pérdida monetaria, o ambas a la vez. Por lo que entiendo, nadie puede tener interés asegurador en su propia persona... Según parecía, el detective no tenía mucho más que hacer que dormitar y la cuestión de los seguros venía a ser una afición personal. Siguió hablando durante casi quince minutos, sin apenas moverse o alterar su monocorde tono bajo y suave, exponiendo todos y cada uno de los aspectos del tema que pudieran serme de posible interés. Finalmente se detuvo. Me levanté. —Por cierto, señor Cosgrove... ¿Sí? —Una persona con los estudios que salta a la vista que usted tiene tendría que saber que no estaba asegurada. Quien se mueva un poco por el mundo ha de tenerlo claro. —Es posible que me haya pasado un tiempo sin moverme demasiado —respondí. —Eso me parecía. —Por lo que yo sé —añadí—, tenía bastante claro que nadie me había hecho un seguro, pero se me ocurrió que las cosas habrían podido cambiar recientemente. —No tan recientemente, señor Cosgrove. Usted todavía es joven. No puede haber estado mucho tiempo fuera de la circulación. —Adiós —dije. —Hace cosa de un mes que conoce a esa persona —añadió con su voz monótona—. Esa persona le ha hecho un gran favor. Y usted tiene sospechas. ¿Por qué no se aleja de su compañía? ¿O directamente se marcha del estado, ya puestos? Me detuve y me giré. Asintió con la cabeza; seguía teniendo los ojos adormilados. —No puede irse, ¿es eso? Sí, es eso. No puede irse. Estoy empezando a pensar que quizá tenga motivos muy fundados para albergar sospechas. ¿Otros veinte dólares, por favor? Me acerqué de nuevo al escritorio y dejé caer un segundo billete. Lo barrió hacia sí con el tacón y preguntó: —¿Cuánto tiempo ha estado a la sombra, señor Cosgrove?