Un bañito en la piscina Obama llegaba tarde. Le esperábamos encerrados en la Sala de Prensa de la Casa Blanca. El nuevo inquilino cumplía con el tradicional rechazo de los demócratas a mirar el reloj. A nadie se le ha olvidado que a Bill Clinton le gustaba jugar a los médicos con sus becarias, actividad que descolocaba con frecuencia las obligaciones de su agenda. La esperanza era que el nuevo inquilino, elegido como gran unificador, conservase en sus actos la puntualidad republicana de George W. Bush. No fue así. La espera se prolongaba. Cuando uno ve por televisión esta sala le parece un escenario imponente, donde las primeras figuras del periodismo se enfrentan al poder de Washington. Siempre he pensado que los portavoces de la Casa Blanca siguen un curso para aprender a apuntar con el dedo al conceder la palabra. Son los mejores señaladores del mundo. En realidad, todo este drama entre plumillas y políticos sucede en un cuchitril de techos bajos habitado por una fauna diversa, que poco tiene que ver con Robert Redford o Dustin Hoffman en Todos los hombres del Presidente. Hablaremos en este libro sobre los colegas que frecuentan este cuarto azul, pero hoy estamos demasiado aburridos de esperar, lo que arruina el ingenio. En estos casos, uno empieza a explorar el espacio hasta el último detalle. Es entonces cuando me encontré con una puerta inesperada. La Sala de Prensa tiene una entrada visible a las cámaras de televisión, que comunica con el Ala Oeste y que es la que utilizan los portavoces o el presidente para acceder. Pero hay otra puerta, detrás de la tarima, que permanece oculta a los ángulos de las cámaras. Después de mirarla durante unos segundos, uno de los técnicos habituales en estas esperas se me acercó: "¿quieres bajar a la piscina?". Le miré pensando que la pregunta no encajaba en este escenario. El caso es que el tipo era serio, de esos que han venido tanto por aquí que se sienten un poco dueños del recinto. Empecé entonces a imaginarme con un speedo haciendo largos con Barack, así que decidí que antes de seguir dando rienda suelta a pensamientos locos lo mejor era aceptar la oferta y salir de dudas. Detrás de la puerta, unas escaleras nos condujeron al sótano. Las paredes estaban cubiertas con kilómetros de cables de todos los colores y en la sala se escuchaba el funcionamiento de enormes aparatos incomprensibles. Pensé que ninguno de los dos debíamos estar allí. En lugar del traje de baño, ahora me veía metido dentro de un mono naranja en el Campo V de Guantánamo. Aquello tenía pinta de ser la instalación eléctrica de todo lo que estaba encima de nosotros, incluido el despacho del presidente, y yo no veía ni una gota de cloro. Entonces mi guía me hizo mirar con detalle a mi alrededor. Todo el suelo y parte de la pared estaban recubiertos de pequeñas baldosas azules. Estábamos dentro de una piscina. Aquí, hasta hace unos años, hubo vida en bañador. **** En 1933 el médico de Franklin Delano Roosevelt le dijo que lo mejor que podía hacer para aliviar los dolores que le provocaba la poliomelitis en las piernas era nadar. En esos años de apreturas económicas por la crisis, la única manera de solucionar el problema fue una colecta popular para construir la piscina. Ya se sabe que cuando el poder pide dinero para yates, palacios, fiestas o piscinas siempre hay millonarios con el monedero abierto. A Roosevelt casi todo el dinero le llegó de sus vecinos de Nueva York, y así se construyó esta pileta de unos veinte metros en un espacio que hasta entonces había tenido usos variados, como el de lavandería, sala de masajes, sauna, almacén y refugio de perros. La obra fue todo un éxito. Roosevelt se lo pasó en grande, pero no solo él. Kennedy, con muchos problemas en la espalda, bajaba hasta aquí dos veces al día. Incluso ordenó pintar un mural de barquitos de pesca en las paredes para ambientar el espacio, como si el subterráneo fuese un bonito puerto mediterráneo. La vida transcurría feliz en este sótano, entre aguadillas y chapuzones de los inquilinos, hasta que llegó "el hombre de negro". Richard Nixon siempre tuvo muchos problemas con la prensa. Más de una vez debió de padecer pesadillas con el debate en televisión frente a John Kennedy el 26 de septiembre de 1960. Mientras el padre de todos los hipsters se movía como pez en el agua de Massachusetts, Nixon estaba agarrotado, aferrado a la silla, sudando, mal afeitado y peor maquillado. Con esas pintas, perdió la contienda entre gotas de sudor y, semanas después, las elecciones. Kennedy, en cambió, cogió carrerilla y cambió la historia. Viendo el filón que suponía sacar a pasear su flequillo delante de las cámaras, el 25 de enero de 1961 organizó la primera Rueda de Prensa de la historia transmitida en directo por la televisión. Fue todo un acontecimiento nacional. A partir de ahí no habría marcha atrás. La prensa era, más que nunca, el cuarto poder. Dos años y medio después, Kennedy era asesinado. Llegaba el turno del "hombre de negro". Cuando Nixon ganó las elecciones y pisó la Casa Blanca, una de sus preocupaciones era tener contentos a los peligrosos plumillas que tanto le habían hecho sufrir. Los encuentros de sus predecesores con la prensa se habían hecho en el despacho del presidente hasta que un día, durante el mandato de Harry Truman, se juntaron 348 periodistas. A partir de entonces, las reuniones se trasladaron a otro edificio próximo, adaptado al enorme número que formaban ya los corresponsales políticos. Nixon pensó en hacerles un regalo: les permitiría regresar a la Casa Blanca, construyéndoles una sala grande y reluciente donde recibirles. Al hombre no se le ocurrió otro sitio mejor donde hacerla que encima de la piscina. Ya entonces le debió de parecer una barbaridad acabar con ese pequeño paraíso de relax, así que ordenó taparla, dejando intactas las paredes por si otros inquilinos querían recuperarla en el futuro. William Bushong, de la White House Historical Association, recuerda la broma que corrió por la ciudad cuando se estrenó la nueva Sala de Prensa. Nixon se habría hecho instalar un botón en el pódium para abrir el suelo y poder arrojar a la la prensa al foso de la piscina. El caso es que el presidente del Watergate acabó con la pileta para construir algo que casi nunca utilizó. La Sala de Prensa quedó prácticamente sin estrenar durante su mandato. ¿Logró el capricho de Nixon acabar con las tardes en bañador? Nada de eso. Gerald Ford hizo suya la causa de recuperar la piscina. Y lo logró, excavándola al aire libre. El día que se dio su primer bañito en bóxers de surfero, Ford invitó a toda la prensa de la ciudad, que también estaba encantada con el cambio porque significaba que podrían conservar la sala que les había construido el inquilino expulsado. Gerald Ford llegó a aficionarse tanto al baño que alguna vez citaba allí a la prensa para hacer declaraciones. A partir de entonces, todo han sido mejoras en la zona de chapuzones de la parcela. Los Clinton, acostumbrados a los balnearios de Hot Springs en Arkansas, hicieron construir un romántico jacuzzi. En el año 2002, los Bush decidieron adecentar los vestuarios e instalaron placas solares para alimentar el recinto. El rincón ha sido siempre un oasis de tranquilidad, salvo cuando a Laura Bush se le apareció una rata en medio del baño. Parece que en ese momento, la antigua bibliotecaria abandonó la natación. **** Empezaba a pensar que algún detector de calor instalado en el sótano por el Servicio Secreto nos habría descubierto y que un par de agentes armados vendrían en cualquier momento para hacernos desaparecer en una cárcel secreta de la CIA. Mi colega me señaló entonces el trozo de la pared convertido en libro de firmas. "Todo el que consigue bajar hasta aquí tiene que dejar su marca". En alguna parte estaba la firma de Bono, Sugar Ray Leonard y hasta la de los Jonas Brothers. La verdad es que, a pesar del sofocón de estar en un lugar prohibido, me encantó la idea. Si no lograba un cargo dentro del equipo del presidente, cosa más que probable, esta iba a ser la única manera de dejar mi huella indeleble en la Casa Blanca. Me pasó un rotulador negro, quise intuir que asentía lentamente con la cabeza para animarme a dar el paso, me acerqué al muro mientras sonaba Carros de Fuego y, después de seleccionar un espacio digno, estampé mi nombre. Podría quedar muy bien diciendo que, en ese momento, toda mi vida de periodista pasó por mi cabeza como un flash y que me sentí contento de haber llegado hasta ese sótano. Mentiría. Para entonces, lo único que quería era salir de allí.