Allá por 1959 yo había realizado un corto con un amigo… El corto se titulaba Team Team Team y duraba sólo doce minutos. Trataba del fútbol, y un día de ocio, sentados en el campo, nos quedamos estupefactos al recibir la noticia de que había ganado un primer premio en Venecia. Las puertas se nos abrirían en todas partes, comprendimos. No fue así, pero después de conocer a Irwin le mencioné el corto. Él lo vio y le gustó. En aquella época se dedicaba más o menos a la producción de películas a partir de sus relatos —se había hecho ya una, Al estilofrancés—, y en un impulso me propuso que escribiera y dirigiera el guión de otro. El relato que tenía en mente, «Y entonces éramos tres», no era nada del otro mundo, pero de todos modos me pareció que podía sacarle cierto partido. Yo llevaba una carga, como la abeja de patas hinchadas que regresa de la pradera, una carga de conocimientos, casi ninguno práctico, acerca del cine y los directores europeos, en los inicios de sus carreras, que eran los ídolos del momento. Sabía que John Huston había sido boxeador y que, según se decía, había ordenado a su secretaria, cuando mecanografiaba el guión de El halcón maltés, que simplemente copiara los diálogos de la novela. La miscelánea daba seguridad. Al final hicimos la película, Three, que, si bien encontró admiradores entre los críticos, resultó de escaso interés para el público. A Irwin no le gustó. Empezamos con optimismo. Durante caros almuerzos con excelentes botellas de vino, percibí que iba perdiendo la confianza en mí, y también vi alguna vez, después de abandonar yo la mesa y hallarme cerca de la puerta, que se servía mecánicamente en su copa el vino que quedaba en las otras. No participó en la producción en sí. El problema, me dijo en un momento dado, residía en que yo era un autor lírico y él un narrador. En apariencia «lírico» era una palabra que lo incomodaba.