Cuando llegó al final de la callejuela, el inspector jefe se detuvo frente a un restaurante destartalado. El restaurante tenía una puerta de madera roja y las paredes blancas, un par de mesas con bancos toscos en el exterior y varias más en el interior y un molinillo de papel naranja que giraba en la rústica ventana. Fuera había una hilera de vistosos barreños de madera y de plástico. En unos nadaban varios peces; en los demás, anguilas de arrozal. Lo más habitual era meter a las anguilas en barreños sin agua, pensó Chen. Quizá porque ya había pasado la hora del almuerzo, o por el barrio en el que se encontraba el restaurante, el caso es que Chen era el único cliente. Allí sólo había un gato blanco con una mancha negra en la frente, dormitando junto al desgastado umbral. Chen decidió sentarse a una mesa del exterior, sobre la que habían colocado un recipiente de bambú con un puñado de palillos desechables dispuestos como si fueran flores. Era un día caluroso para ser mayo, y Chen había recorrido un buen trecho. Mientras se enjugaba el sudor de la frente, el inspector jefe agradeció la brisa fresca y racheada que soplaba por la calle. Un anciano salió de la cocina, situada en la parte trasera del local. Andaba arrastrando los pies y llevaba una sobada carta en la mano. Probablemente sería el propietario, el cocinero y el camarero del restaurante. —¿Le apetece algo en particular, señor? —Sólo un par de platos pequeños. Cualquier especialidad de la zona, quiero decir —respondió Chen, que no tenía demasiado apetito—. Y una cerveza. —Las especialidades de la zona son los tres blancos —explicó el anciano—. Puede que el pescado blanco de agua dulce sea demasiado grande para una persona. Y no le recomiendo las gambas blancas, hoy no están demasiado frescas. Del viaje a Wuxi que hiciera en su infancia, Chen recordó que su padre se deshacía en elogios sobre los «tres blancos»: las gambas blancas y el pescado blanco de agua dulce eran dos de ellos, pero no conseguía recordar el tercero. Otra de las especialidades locales favoritas de su padre eran los bollos de sopa de Wuxi, endulzados con mucho jengibre molido. Al final de aquel viaje, tanto tiempo atrás, su madre se llevó a casa un cesto de bambú lleno de bollos de sopa. Chen aún recordaba ese detalle, pero no conseguía acordarse del tercer «blanco». Quizá fuera realmente un «gourmet incorregible», tal y como decían sus amigos, pensó con un dejo de ironía. —Entonces lo que usted recomiende. —¿Qué le parece unas costillas de Wuxi con rodajas de raíz de loto rellenas de arroz glutinoso? —Estupendo. —¿Y una cerveza de la región, la Cerveza del Lago Tai? —Muy bien —respondió Chen. El lago era conocido por sus aguas cristalinas, lo cual podía implicar una cerveza de calidad superior. El viejo no tardó más de un minuto en volver a la mesa con una botella de cerveza y una minúscula ración de cacahuetes salados. —La casa invita al aperitivo. Disfrútelo. ¿Así que está usted haciendo turismo por aquí? Chen asintió mostrándole el mapa que llevaba en la mano. —¿Se aloja en Kailun? Puede que Kailun fuera un hotel cercano, pero Chen no lo conocía. —No, en el Centro Recreativo para Cuadros de Wuxi. No está muy lejos de aquí. —¡Caramba! —exclamó el anciano, y se dio la vuelta para dirigirse a la cocina—. Es muy joven para alojarse allí. El dueño del restaurante parecía sorprendido, cosa muy comprensible: en el centro sólo podían alojarse cuadros superiores, en su mayoría ancianos, mientras que Chen aparentaba unos treinta y pico años. Aunque las vacaciones habían supuesto una sorpresa también para él, Chen no respondió. Se limitó a sacar su libro y depositarlo sobre la mesa, pero en lugar de ponerse a leer comenzó a beber la cerveza a sorbos. La vida podía ser más absurda que las novelas. En la universidad había estudiado inglés, pero, tras graduarse, el Estado le asignó un trabajo en el Departamento de Policía de Shanghai, donde, para el desconcierto de otros y el suyo propio, fue ascendiendo hasta ocupar un puesto destacado. En la Escuela del Partido en Zhenjiang, alguien había predicho que Chen tenía una carrera oficial muy prometedora por delante, y que podía aspirar a un cargo mucho mejor que su empleo actual como inspector jefe. Sin embargo, aquí Chen se contentaba con ser un turista anónimo de vacaciones, con una botella de cerveza y una novela de suspense. Su Shi, uno de sus poetas favoritos de la dinastía Song, había afirmado en cierta ocasión que era lamentable «no contar con una identidad propia», pero, al menos de momento, Chen no compartía esa opinión. El anciano trajo los platos que Chen le había pedido. —Gracias —dijo Chen, levantando la vista—. ¿Cómo va el negocio? —No demasiado bien. La gente cuenta algunos chismes, pero la verdad es que pasa lo mismo en todas partes. «¿Qué chismes?», se preguntó Chen. Presumiblemente sobre la mala calidad de la comida. Era algo habitual en las ciudades turísticas, donde los clientes pocas veces iban al mismo restaurante por segunda vez fuera cual fuera su reputación. Pero las costillas sabían deliciosas y estaban cocinadas a la perfección, con mucha salsa mixta de sabor fuerte y color intenso. Las rodajas de raíz de loto, recién hechas, resultaron crujientes y sorprendentemente compatibles con el relleno de arroz glutinoso dulce. Era todo un privilegio ser el único cliente de un restaurante, pensaba Chen mientras masticaba de manera ruidosa otra rodaja rosácea de raíz de loto. Pidió una segunda cerveza sin haber abierto aún el libro, y no tardó en ponerse a divagar. Tantos días, ¿dónde has estado?, como una nube viajera que olvida regresar sin ser consciente de que la primavera llega a su fin. Sacudiendo la cabeza, Chen consiguió frenar la súbita oleada de autocompasión que lo había invadido y sacó el móvil para llamar al subinspector Yu en Shanghai. —Yu, siento no haber pasado por Shanghai antes de irme de vacaciones. Zhenjiang quedaba más cerca de Wuxi. —No se preocupe, jefe. Aquí sólo tenemos casos pequeños, y ninguno de ellos merece ser investigado por nuestra brigada de casos especiales. —¿Ha habido alguna reacción a causa de mi ausencia en el Departamento? —Como fue el camarada secretario Zhao el que organizó sus vacaciones, ¿qué podía decir el secretario del Partido Li? El secretario del Partido Li recelaba cada vez más de Chen, a quien comenzaba a ver como una amenaza para su puesto de delegado principal del Partido en el Departamento. Li tenía cerca la jubilación, pero, si todo iba tal y como había previsto, no pensaba retirarse tan pronto. —Manténgame al corriente, Yu. Puede llamarme a cualquier hora. No creo que aquí tenga nada que hacer. —¿Está seguro? Chen sabía por qué se mostraba tan escéptico su compañero. El inspector jefe se había tomado otras veces unas vacaciones —sin haberlas planeado ni dar explicaciones— que resultaron ser meros pretextos para ponerse a investigar. Además, en cierta ocasión Chen estuvo investigando un caso muy delicado bajo la supervisión de Zhao. —Zhao no me ha mencionado nada —respondió Chen—. ¿Recuerda aquel caso de anticorrupción? Entonces Zhao me prometió unas vacaciones, y creo que son éstas. —Me parece muy bien, jefe. Disfrute de sus vacaciones. No le molestaré a menos que sea una emergencia —dijo Yu, y luego añadió—: ¡Ah! ¿Sabe qué? Tiene un admirador en Wuxi. Hará dos o tres meses conocí a un agente recién salido de la Academia de Policía, el oficial Huang Kang. Me estuvo dando mucho la lata para que le explicara anécdotas sobre usted. —¡No me diga! —Nunca me lo perdonará si no le cuento que está usted de vacaciones en Wuxi. —Antes déjeme disfrutar en paz un par de días. Cuando Huang se entere de que estoy aquí, puede que él y otros como él vengan a verme y me traigan casos que quieran consultar conmigo. Entonces mis vacaciones serán cualquier cosa menos tranquilas —explicó Chen—. Pero dígame, ¿cuál es el número de Huang? Lo llamaré otro día y le diré que usted me insistió para que lo hiciera. Chen anotó el número en su libreta. No corría prisa. Esperaría a que le quedaran uno o dos días de vacaciones antes de llamar a Huang. El inspector jefe se guardó el móvil y centró su atención en el libro que llevaba consigo. Era una novela de título interesante, No apto para mujeres, y un editor de Guangxi lo había estado presionando para que la tradujera. Las novelas de suspense empezaban a venderse bien, y el contrato que le ofrecían por la traducción no era nada desdeñable. Sin embargo, en comparación con las traducciones comerciales que hacía de vez en cuando para algunos empresarios Bolsillos Llenos que conocía, la tarifa resultaba ridicula. No había leído más de dos o tres páginas cuando observó que alguien se acercaba al restaurante. Al levantar la vista se fijó en una joven esbelta que miraba hacia él y agachaba la cabeza como una tímida flor de loto mecida por una brisa fresca. Tendría unos veinticuatro o veinticinco años. Llevaba un blazer negro entallado, blusa blanca, vaqueros y zapatos de salón negros, y una cartera colgada del hombro. La muchacha se dirigió a la otra mesa y se sentó. Llevaba una botella de agua en la mano, pese a que el propietario advertía en un letrero que los clientes del restaurante no podían traer sus propias bebidas. En lugar de pedir la carta, la muchacha gritó: —¡Estoy aquí, tío Wang! —Un momento —respondió el anciano, asomando la cabeza—. ¿Tienes que trabajar este fin de semana, Shanshan? —Sólo debo vigilar una nueva prueba en la oficina, pero se ha complicado un poco. No se preocupe. Como mucho, serán un par de horas por la tarde. Al parecer acudía a menudo al restaurante. El anciano, apellidado Wang, no era pariente suyo. De serlo, la chica no habría antepuesto el tratamiento «tío» al apellido «Wang». El viejo salió de la cocina arrastrando los pies, con un recipiente de plástico humeante que debía de haber calentado en un microondas. Quizá Shanshan había dejado su almuerzo en el restaurante a primera hora, y puede que hubiera llegado a un acuerdo con el propietario. En el curso de las reformas económicas, las empresas estatales habían ido cerrando sus cantinas para empleados porque salían demasiado caras, así que, probablemente, la chica había tenido que arreglárselas para comer en algún otro sitio. Shanshan tomó el recipiente de plástico y Chen alcanzó a ver en su interior una tortilla con mucha cebolleta picada sobre un montoncito de arroz blanco. La muchacha sacó un par de palillos de bambú de la cartera. —La cebolleta es de mi huerto —explicó el tío Wang con una sonrisa desdentada—. La he cogido esta misma mañana. Totalmente orgánica. «Orgánica»: una palabra interesante para decirla en un lugar como éste, pensó Chen mientras bebía la cerveza en silencio. —¡Qué amable, tío Wang! El tío Wang volvió a la cocina y los dejó a solas. Tras añadir una cucharita de salsa picante al arroz, la chica se dispuso a comer sin prisas. Sacó un periódico arrugado del bolsillo de su pantalón vaquero y, mientras iba leyendo, fruncía sus delicadas cejas. Chen no pudo evitar observarla con interés. Era una muchacha muy atractiva, con el rostro ovalado enmarcado por una espesa cabellera negra e iluminado por un rubor saludable. La boca se le curvaba sutilmente bajo la delicada nariz, y los ojos, grandes y de mirada transparente, tenían una expresión melancólica. La frase impresa en su cartera rezaba EMPRESA QUÍMICA NÚMERO UNO DE WUXI. Quizá trabajara allí. De vez en cuando, a Chen le gustaba verse a sí mismo como un esteta imparcial, similar al narrador en aquellos versos de Bian Zhilin: Miras la escena, y el observador de la escena te mira a ti. Era una forma ingeniosa de describir la forma en que la belleza del que mira eclipsa la escena que está mirando. Bian era un poeta contemporáneo al que Chen había estudiado en la universidad, pero se asemejaba más al Prufrock de T.S. Eliot en la vida real. Chen se consideraba muy distinto. Con todo, se convenció de que no tenía nada de malo que un poeta observara :on desapego. Por no mencionar el hecho de que, debido a su trabajo, se encontraba en una posición ideal para observar. Chen no pudo evitar reírse de sí mismo. Un poli agotado en su primer día de vacaciones no podía convertirse automáticamente en un poeta vigoroso. No tenía prisa por irse. Sin embargo, tras acabarse las costillas y la raíz de loto pensó que no sería correcto permanecer allí sentado demasiado tiempo frente a una mesa vacía, así que se levantó y se acercó a las anguilas de arrozal que se retorcían en la palangana de plástico junto a la mesa de la chica. Al agacharse para inspeccionar las resbaladizas anguilas y tocarlas con un dedo, Chen no pudo evitar fijarse en el tobillo bien torneado que resplandecía al fondo, por encima del agua oscura de la palangana. —¿Están buenas las anguilas? —preguntó Chen en voz alta, aún en cuclillas, volviendo la cabeza para dirigir la voz hacia la cocina. La joven se inclinó hacia él inesperadamente y le susurró algo al oído, rozándole el rostro con el cabello. —Pregúntele por qué conserva las anguilas en agua. Chen obedeció la sugerencia. —¿Por qué conserva las anguilas de arrozal en agua? —gritó Chen en dirección a la cocina. —No se preocupe, lo hago para tranquilizar a nuestros clientes —explicó el tío Wang, saliendo de la cocina—. Hoy a las anguilas les dan hormonas y quién sabe qué más, así que yo las conservo en agua durante un día después de que las hayan pescado, para lavar cualquier resto de sustancia química. ¿Acaso era posible eliminar las sustancias químicas tan fácilmente? Chen lo puso en duda, y de repente se le pasaron las ganas de tomar anguilas. —Bueno, tráigame una ración de tofu fermentado —indicó Chen—. Con mucha salsa de pimiento rojo. Probablemente, el tofu fermentado sería una apuesta segura. Chen levantó la mirada y vio que la muchacha sacudía la cabeza con una sonrisa picara. El inspector jefe iba a pedirle que se explicara, pero se contuvo. No sería fácil hablar de una mesa a otra mientras el viejo entraba y salía de la cocina. Aquella chica lo intrigaba. Parecía conocer bien al propietario, pero no dudó en criticar la comida que éste servía. El tío Wang depositó una bandeja de tofu bien dorado sobre la mesa, así como un platillo con salsa de pimiento rojo. —Tofu de la región —se limitó a decir el viejo antes de volver a la cocina. —El tofu está caliente. ¿Le apetece acompañarme? —Chen se volvió hacia la muchacha alzando los palillos en señal de invitación. —Claro —respondió ella, y se levantó. Aún sujetaba la botella de agua en la mano—. Pero me temo que voy a rechazar su tofu fermentado. —No se preocupe —respondió Chen, señalando el banco que tenía enfrente y sacando otro par de palillos para la chica—. Ya sé que algunas personas no soportan el olor, pero una vez que lo haya probado quizá no quiera dejar de comerlo. ¿Le apetece una cerveza? —No, gracias —respondió ella—. Los agricultores de la zona emplean productos químicos para elaborar el tofu, aunque puede que ahora todo el mundo haga lo mismo. Pero ¿qué hay del agua que usan para elaborarlo, y para hacer la cerveza? Debería echarle un vistazo al lago. Está tan contaminado que el agua ya no es potable. —¡Me parece increíble! —exclamó Chen. —Según Nietzsche, Dios ha muerto. ¿Y eso qué significa? Significa que la gente es capaz de hacer cualquier cosa. No hay nada increíble. —Caramba, está leyendo a Nietzsche —dijo Chen, impresionado. —¿Qué está leyendo usted? —Una novela de suspense. Por cierto, me llamo Chen Cao. Encantado de conocerla —dijo Chen, y luego no pudo evitar añadir, exagerando un poco—: Como reza el antiguo proverbio, es más provechoso escucharla hablar a usted durante un día que leer durante diez años. —Me limito a hablar de un tema que conozco bien por mi trabajo. Me llamo Shanshan. ¿De dónde es usted? —De Shanghai —respondió Chen, preguntándose en qué trabajaría la muchacha. —Así que está de vacaciones aquí. Un intelectual muy trabajador que lee una novela en inglés en un restaurante de Wuxi —dijo Shanshan con tono burlón—. ¿Es profesor de inglés? —¿Y qué otra cosa puedo hacer? —respondió Chen, reacio a revelar que era un poli. La enseñanza era una profesión que había considerado durante su época universitaria. Y ahora sentía la necesidad, al menos por algún tiempo, de no ser policía. O de no ser tratado como uno de ellos. El trabajo policial se había apoderado de una parte cada vez mayor de su identidad, le gustara o no. Por ello resultaba tentador imaginarse un yo di- ferente que no fuera inspector jefe, como un caracol despojado de su caparazón. —Los profesores ganan bastante, especialmente con tanta demanda de clases particulares —comentó ella, echando una ojeada a los platos que reposaban sobre la mesa. Chen sabía lo que insinuaba Shanshan: los padres chinos no reparaban en gastos cuando se trataba de costear los estudios de sus hijos, ya que dichos estudios podían resultar cruciales en una sociedad cada vez más competitiva. El subinspector Yu y su esposa Peiqin, por ejemplo, destinaban la mayor parte de sus sueldos a pagar las clases particulares de su hijo. Un profesor podía ganar una pequeña fortuna si impartía clases particulares fuera del horario escolar, apretujando a veces a diez o más alumnos en una pequeña sala de estar. —No, yo no, pero estoy dándole vueltas a la posibilidad de traducir este libro por una pequeña cantidad. —Una novela de suspense —dijo ella, echando un vistazo a la cubierta en inglés del libro. —También escribo poemas de vez en cuando —explicó Chen de forma impulsiva—. Pero actualmente la poesía no tiene lectores. —A mí también me gustaba la poesía, cuando estaba en secundaria —comentó ella—. En un mundo tan contaminado como el nuestro la poesía es un lujo excesivo, como una bocanada de aire fresco o una gota de agua transparente. La poesía no puede cambiar nada, salvo en la imaginación autocomplaciente de alguien. —No, yo no... El sonido estridente del móvil que Shanshan llevaba en la cartera interrumpió la respuesta de Chen. La muchacha sacó un teléfono rosa, se lo llevó a la oreja y escuchó durante unos instantes. A continuación se levantó, súbitamente pálida a la luz de la tarde. —¿Ocurre algo? —preguntó Chen. —No, sólo era un mensaje desagradable —respondió ella apagando el teléfono. —¿Y cuál era el mensaje? —«Di lo que se supone que debes decir, o pagarás un precio terrible.» —Ah, entonces puede que fuera una broma. Yo también recibo llamadas de ese tipo —repuso Chen. «Pero no suelen ser tan concretas», pensó sin decirlo en voz alta. Shanshan volvió a fruncir el ceño. Parecía saber que la llamada no era una broma. —Tengo que volver al trabajo —dijo mirando su reloj —. Encantada de haberlo conocido, señor Chen. Espero que disfrute de unas vacaciones maravillosas aquí. —Que pase un buen fin de semana... El inspector jefe pensó en pedirle su número de teléfono, pero la muchacha ya se alejaba, con la larga melena oscilando de un lado a otro de su espalda. Quizá fuera mejor así. No era más que un encuentro casual, como el de dos nubes sin nombre que se cruzan en el cielo y luego continúan sus respectivos viajes. Puede que ésa no fuera una metáfora de su invención, pero no consiguió recordar dónde la había leído, pensó Chen mientras la observaba alejarse. La muchacha se volvió antes de cruzar la calle y, agitando levemente la mano, le dijo adiós como queriendo disculparse por su marcha repentina.