Estaba el L'Aiglon, estrecho y de color crema, en el bulevar Raspail, donde me alojé durante el montaje de la película que Irwin Shaw consideró floja. Frente a la puerta contigua había dejado sus zapatos de lagarto un director de cine famoso, Buñuel. Las neblinosas mañanas de invierno, el cementerio interminable más allá de la ventana, las paredes cubiertas de hiedra. Simone de Beauvoir con sus medias y sus zapatos blancos de enfermera, su belleza ya marchita, dirigiéndose al bulevar desde la cafetería de la esquina donde desayunaba con Sartre. La elegancia y la actitud de París eran los aspectos que uno veía primero, lo que me atraía, cosas venerables por un lado y otras nuevas y lujosas por otro, la vida en las calles y la vida que sobrevive a la agitación y la muerte. El viejo conde que vivía en el Quai Voltaire, en el mismo edificio que todas sus hijas y yernos. Una americana vivía enfrente y le complacía saludarlo. Un día le comentó que se iba de viaje a América, su país. El viejo conde pareció mostrar interés. «L'Amérique—preguntó educadamente—, est-ce que c'est loin?» ¿Está lejos? Las cosas hay que verlas primero de lejos y después de cerca, ése es el orden correcto. París, sin embargo, no podía verse así. Era la ciudad de lo íntimo, o sea, de lo privado, repleta de esos pequeños detalles de la vida, voluble, y no se prestaba a inclinar la cabeza ante nadie. Kerouac estuvo allí una vez, durante dos o tres días, y se marchó diciendo: «París me ha rechazado.»