CAP. I. MEMORIAS DE UNA ESCALERA ESCALERA DE PLAZA DE ESPAÑA. EXTERIOR. A LA CAÍDA DE LA TARDE. Salve, bárbaro. Busquemos un lugar para sentarnos en la parte alta de esta escalinata de Trinitá dei Monti. Una ciudad como yo, con tantas colinas, podría estar horas hablando solo de mis escaleras y, si no la primera, esta es la más célebre. Curas, soldados y putas han sido sus usuarios principales hasta que comenzó la invasión turística que hoy me ocupa toda. Estamos sentados en el centro del huracán hispano-francés que me llevó de un lado a otro desde el siglo XVI al XVIII. Estos dos países tenían aquí una especie de frontera. Mientras abajo aún ondea la bandera española en su embajada ante el Vaticano, a nuestras espaldas está Santa Trinitá, que tiene un carillón cuya melodía está destinada a recordar su patria a los franceses. El hombre que pensó en poner aquí esta gran escalera representaba bien el tira y afloja de las tres identidades entre las que yo vivía: había nacido italiano, se había educado a costa de la familia filoespañola de los Colonna y murió francés. Te hablo de Julio Mazzarino, que fue enviado por el Papa a París cuando el Cardenal Richelieu se estaba jugando Europa con los Augsburgo de Austria y España. Y si algo apasionaba a Mazzarino era jugar. Resultaba imposible levantarle de una mesa de juego hasta que no derrotaba a sus adversarios y empleó todo su encanto, psicología y habilidad en la corte francesa. No dejó de gastar en obras de arte mientras se convertía en el personaje más influyente de París, sucesor de Richelieu y tutor del niño de cinco años que sería Luís XIV. En 1660 ya había amasado una fortuna enorme, había introducido la ópera en Francia, hecho de su pupilo un perfecto absolutista y estaba listo para pagar la construcción de esta gran escalinata… cuando murió sin comenzar la obra. Hube de esperar casi 70 años más, hasta 1726, cuando un diplomático, también francés, dejó en su testamento el dinero necesario. Se necesitaron tres años para terminar los 168 escalones de mármol travertino y del éxito que tuvo la escalera tengo el recuerdo de un cronista que una docena de años después de su inauguración cuenta que «se había puesto de moda un abuso, ahora que la gente por el calor sale a pasear por las calles de noche. En plaza de España y en el monte Pincio se organizaban bailes con música entre hombres y mujeres, sin ser conocidos unos de los otros, de lo que se ha enterado el Cardenal vicario, que ha enviado a sus guardias y ha terminado con el abuso». Hace algún tiempo que las floristas no se venden a sí mismas a los visitantes y a los pintores que las elegían como modelos para sus cuadros y, aunque no han desaparecido las flores porque las azaleas y los lirios convierten la escalinata en un espectáculo de mucho color cada primavera, es difícil que los artistas que buscan clientes lleguen a exponer en el número 21-25 de la escalinata, donde está el recuerdo de mi primera galería de arte, Babington’s. Y también los británicos conquistaron Roma Justo al otro lado de la galería verás, en el número 26, la casa donde vivió y murió John Keats, y que se ha convertido en un pequeño museo homenaje a los poetas románticos ingleses. A principios del siglo XIX subieron y bajaron por aquí Keats, Shelley y Byron. Se enamoraban de los clásicos en Inglaterra, en sus colleges saturados de puritanismo, y luego venían a mí en busca de emociones. A Byron creo que no le gusté demasiado. Venecia se ajustaba mejor a su ideal romántico. Estuvo poco, aquí mismo, en el 66, en la esquina con la via delle Carroze, una calle pequeña que sale a la derecha de la plaza donde una placa lo recuerda. Visitó lo imprescindible, le gustaron los pajaritos fritos y presenció una ejecución pública. No puedo decirte mucho más, apenas dejó recuerdos. Se fue a una guerra de los griegos contra los turcos en la que no combatió una sola vez, pero enfermó y lo remataron cuatro médicos que tenían propensión a curarlo todo con sangrías. Después de hacerle la autopsia, lo embalsamaron y le extrajeron los pulmones, que fueron colocados en una urna y depositados en una iglesia, de donde los robaron. Los demás órganos internos, repartidos en cuatro frascos, llegaron por barco a Inglaterra, junto con el resto del cadáver, y luego de ser expuestos en Londres y de un cortejo fúnebre magnífico que duró tres días, todos los restos fueron enterrados en el mausoleo familiar. Antes del funeral, una comisión de herederos legales y familiares rompió todas las páginas de los dos únicos ejemplares conocidos del manuscrito de sus memorias y quemaron los pedazos en la chimenea de las oficinas de su editor. El albacea de Byron escribió en su diario íntimo que «la totalidad de las memorias sólo eran adecuadas para un burdel y hubieran condenado a Lord B. a la perpetua infamia, de haberse publicado». El poeta Shelley era su amigo aunque no comprendía su parte más promiscua y le reprochaba el gusto por mezclarse con lo que llamaba «sinvergüenzas que le parecían que casi habían perdido los andares y la fisonomía de los seres humanos y que no tenían escrúpulos en admitir prácticas que en Inglaterra no sólo eran innombrables sino que ni siquiera resultaban concebibles». Shelley nunca pudo con lo que él consideraba vulgar, incluyendo el ajo, pero se dejó arrebatar por la terrible historia de los Cenci que te contaré en otra ocasión, y cuando se ahogó en el Tirreno su corazón quedó aquí, enterrado en el cementerio inglés, entre cipreses, palmeras y otros árboles exóticos, cerca del poeta Keats. Si eres un seguidor de aquel romanticismo te gustarán los cementerios, bárbaro, pero no busques a Keats por su nombre. En la lápida solo se lee: “Young English Poet. Here Lies One Whose Name Was Written in Water. Feb. 24th, 1821”. A Keats lo sacaron de la casa roja con 26 años, después de la última hemorragia en sus pulmones tuberculosos. Su poesía no era comprendida, nunca tenía dinero y se sentía tan desgraciado que a veces perdía los nervios y lanzaba los spaghetti por la ventana. Yo creo que le arrebataban los celos viendo pasar a su guapo amigo Isaac Elton, tísico como él, del brazo de la hermana de Napoleón. Paolina Buonaparte, tal y como era en realidad el apellido, no se fijó en Keats. Elegía a sus favoritos con la misma libertad con que había elegido seguir a su primer marido, el general Leclerc, destinado a Haití por Napoleón, para sofocar la rebelión de africanos y reconquistar la isla azucarera más importante de Francia. Los africanos resistieron y la fiebre amarilla mató a 40.000 franceses, la flor y nata del ejército de Napoleón, entre ellos a Leclerc. Paolina era coqueta y caprichosa, escuchaba misa desde la cama a través de una ventana que comunicaba su cuarto con la capilla, usaba a sus criadas como taburetes para poner los pies y tenía un criado negro para que la tomase en brazos y la llevase al baño, donde gastaba los potingues más sofisticados. La posición de su hermano le permitió escandalizar a todo el mundo cuando posó en top-less para el escultor Cánova... respondiendo a sus amigas maledicentes que no pasaba apuro al mostrar los pechos al artista, que se sentía muy cómoda porque Cánova tenía calefacción en el estudio.