Esta escena inicial ocurrió un domingo por la tarde; uno de esos primeros domingos del año en que hace bueno. Te alegras de ver el sol, por frágil y poco fiable que sea. Mi mujer y yo habíamos invitado a comer a una pareja de amigos, siempre los mismos, la verdad; eran a la amistad lo que nosotros al amor: una forma de rutina. Bueno, un detalle había cambiado: nos habíamos mudado a las afueras, a un pequeño chalé con jardín. Qué orgullosos estábamos de nuestro jardín. Mi mujer plantaba rosales con una devoción casi erótica, y yo era consciente de que colocaba en esos pocos metros cuadrados de vegetación toda su esperanza de un renacer de su propia sensualidad. A veces la acompañaba junto a las flores, y experimentábamos como oleadas de nostalgia de nuestro pasado. Después subíamos a nuestra habitación y, durante veinte minutos, volvíamos a tener veinte años. No ocurría con frecuencia, era un momento valioso. Élise siempre conseguía robarle instantes al hastío. Era tierna, era divertida, y yo me daba cuenta cada día de lo acertado que había estado al elegirla para ser la madre de mis hijos. Cuando volví de la cocina, con una bandeja en la que había puesto cuatro tazas y la cafetera, me preguntó: —¿Te encuentras bien? No tienes muy buena cara. —Me duele un poco la espalda, no es nada. —Cosas de la edad... —dijo en voz baja Édouard, con ese tono irónico del que jamás se desprendía. Tranquilicé a todo el mundo. En el fondo no me gustaba ser el centro de atención. Al menos no me gustaba ser tema de coloquio. Sin embargo, era imposible evitarlo; seguía sintiendo como ligeros mordiscos en la espalda. Mi mujer y nuestros amigos charlaban, y yo era incapaz de seguir la conversación. Totalmente absorto en mi dolor, trataba de recordar si había hecho algún esfuerzo especial esos últimos días. No, me parecía que no. No había levantado peso, no había hecho ningún mal movimiento, no había sometido mi cuerpo a nada fuera de lo habitual que hubiera podido provocar ese dolor que ahora sentía. Desde los primeros minutos de mi mal pensé que podía tratarse de algo grave. Instintivamente, no me tomé a la ligera lo que me ocurría. ¿Es que estamos condicionados hoy en día a ponernos siempre en lo peor? Había oído tantas veces historias de vidas arrasadas por la enfermedad... —¿Quieres más fresas? —me preguntó entonces Élise, interrumpiendo así mi macabra ensoñación. Le tendí mi plato como hacen los niños. Mientras comía me puse a palparme la espalda. Había algo que me parecía anormal (una especie de bulto), pero no sabía si lo que notaba era real o fruto de mi imaginación inquieta. Édouard dejó de comer para observarme: —¿Te sigue doliendo? —Sí... No sé lo que tengo —admití con una pizca de pánico en la voz. —A lo mejor deberías tumbarte un rato —sugirió Sylvie. Sylvie era la mujer de Édouard. La conocí en mi último año de instituto. Hacía, pues, más de veinte. Me sacaba dos años; la diferencia de edad es la única distancia entre dos personas que no se puede alterar. Aunque muy al principio me atraía, ella siempre me vio como un niño pequeño. A veces los sábados me llevaba a visitar insólitas galerías o exposiciones temporales cuyos pasillos éramos los únicos en recorrer. Me hablaba de lo que le gustaba y lo que no, y yo intentaba formarme mi propio gusto de manera autónoma (en vano: estaba sistemáticamente de acuerdo con ella). Ya entonces Sylvie pintaba mucho, y para mí encarnaba la libertad y la vida artística. Todo aquello a lo que yo había renunciado tan rápidamente al matricularme en la Facultad de Económicas. Dudé durante todo un verano, porque quería escribir: bueno, digamos que tenía un vago proyecto de escribir un libro sobre la Segunda Guerra Mundial. Pero al final me avine a la opinión general* y opté por una orientación más concreta. Extrañamente, también Sylvie me animó a que siguiera ese camino, pese a no haber leído nada mío; su consejo no tenía, pues, que ver con que mi trabajo le gustara o no. No debía de creerme capaz de llevar una vida inestable, llena de dudas e incertidumbres. Seguramente yo tenía aspecto de joven estable. El aspecto de un hombre que acabaría, veinte años más tarde, con dolor de espalda, en un chalé a las afueras. Unos meses después de conocernos, Sylvie me presentó a Edouard. Anunció sobriamente: «Es el hombre de mi vida.» Esa expresión siempre me ha impresionado. Aún hoy me sigue fascinando esa elocuencia grandiosa, esa enorme estabilidad con respecto a lo más imprevisible que hay: el amor. ¿Cómo se puede estar seguro de que el presente tomará la forma del siempre? Pero debía de saber lo que decía, pues los años no habían abierto la más mínima fisura en su certeza inicial. Formaban una de esas insólitas parejas cuyas afinidades nadie entiende realmente. Ella, que tanto me había ensalzado el arte de la inestabilidad, se había enamorado locamente de un estudiante de estomatología. Con los años, yo aprendería a descubrir el lado artístico de Edouard. Era capaz de hablar de su trabajo con el entusiasmo de todo creador; espulgaba febrilmente los catálogos de material dental en busca del último grito en tornos. Sin duda hay que estar un poco loco para pasarse la vida contemplando los dientes de los demás. Pero tardé mucho tiempo en darme cuenta de todo eso. Cuando lo conocí, recuerdo haberle preguntado a Sylvie: * Es decir, la opinión de mis padres. 12 —Dime, sinceramente, ¿qué te gusta de él? —Su manera de hablarme de mis muelas. —No, venga, contéstame en serio. —Pues exactamente no sé qué. Me gusta, y ya está. —No puedes querer a un dentista. Nadie puede querer a un dentista. De hecho, uno se hace dentista porque nadie le quiere... Dije eso por celos, o sólo para hacerla reír. Me acarició la cara antes de declarar: —Ya verás como tú también terminarás por quererle. Para mi gran asombro, tenía razón. Édouard se convirtió en mi amigo más cercano. Unos meses más tarde conocí el amor a mi vez. Fue todo muy sencillo. Durante años me había enamorado de chicas que ni me miraban siquiera. Perseguía lo inaccesible, gangrenado por mi propia inseguridad. Ya casi había renunciado a la idea de ser dos cuando apareció Élise. No hay nada excepcional que contar; quiero decir que fue algo evidente. Nos sentíamos bien juntos. Paseábamos, íbamos al cine y hablábamos de nuestros gustos. Después de todos estos años, sigue siendo muy conmovedor recordar esa época en que todo empezaba para nosotros. Tengo la impresión de que alcanzo a tocar con la mano esos días. Y no puedo creer que hayamos envejecido. De hecho, ¿quién puede creer que envejece? Édouard y Sylvie siguen aquí. Estamos almorzando juntos y nos gusta hablar de los mismos temas. La vida no avanza para nosotros. No ha cambiado nada. No ha cambiado nada, excepto una cosa: el dolor que siento ho. y13 Siguiendo el consejo de Sylvie, subí a tumbarme. Me daba vueltas la cabeza, como tras una fiesta en la que hubiera bebido. Sin embargo, apenas había tomado una copa de vino en el aperitivo. Escurridizo, el dolor seguía burlándose de mí. Unos minutos después, Édouard vino a verme. —¿Te encuentras bien? Nos has dejado preocupados, ¿sabes? —Esto no tiene ninguna gracia, hablo en serio. —Lo sé. Te conozco lo suficiente para saber que no eres el típico quejica. —¿Puedo ver dónde te duele? —Aquí —dije, enseñándole la zona en cuestión. —Si quieres, puedo echarle un vistazo. —Pero si eres dentista... —Sí, bueno, pero un dentista es un médico, al fin y al cabo. —No veo qué relación puede tener la espalda con los dientes. —Bueno, oye, ¿quieres que te lo mire o no? Me levanté la camisa, y mi amigo me palpó la espalda. Tras unos segundos en los que flotaba la posibilidad de una mala noticia, anunció de forma tranquilizadora que no notaba nada especial. —¿No notas un bultito? —No, aquí no hay nada. —Pues yo sí que lo noto. —Es normal. Cuando a uno le duele algo a veces se imagina que ha habido un cambio en su cuerpo. Es una forma de alucinación vinculada al dolor. Me pasa muy a menudo con mis pacientes. Les da la impresión de tener la mejilla hinchada, cuando no es así. 14 -Ah... —Lo mejor es que te tomes dos comprimidos de Doliprane y descanses un rato. En mi fuero interno pensé: es dentista. Lo que me acaba de decir es un diagnóstico de dentista. De espaldas no tiene ni idea. Ningún dentista sabe nada de espaldas. Le di las gracias muy poco convencido y luego traté de conciliar el sueño. Extrañamente, los dos comprimidos me sentaron bien, y me dormí. Durante mi siesta pensé que el dolor había sido un espejismo y que todo iba a volver a la normalidad. Cuando desperté, miré por la ventana. Nuestros amigos ya debían de haberse marchado pues Élise estaba de rodillas en el jardín oliendo nuestras flores. No sé cómo puede ser, pero las mujeres suelen percibir cuándo se las mira. Como por arte de magia, la mía volvió la cabeza hacia mí. Me dedicó una sonrisa, a la que yo contesté con otra. Pensé que ese domingo por fin iba a ser un domingo. Sin embargo, al final del día el dolor volvió a ser tenaz.