HARPER 28 DE DICIEMBRE DE 1931 Chicago Star. El último baile de la chica que brilla Por Edwin Swanson CHICAGO. En el momento de escribir estas líneas, la policía peina la ciudad en busca del asesino de la señorita Jeanette kLira, también conocida como «la chica que brilla». La pequeña bailarina francesa se ganó una dudosa reputación en la ciudad por brincar desnuda detrás de abanicos de plumas, velos diáfanos, enormes globos y otras bagatelas. Murió víctima de un truculento asesinato en un callejón detrás de Kansas Joe's, uno de los muchos teatros de variedades que atienden a los clientes de gus- los moralmente objetables. Encontraron su cuerpo el domingo, a primera hora de la mañana. No obstante, puede que su prematuro fallecimiento haya sido una bendición, teniendo en cuenta lo que le esperaba: una muerte lenta y dolorosa. La señorita Klara estaba en observación médica, ya que sus doctores sospechaban que sufría un envenenamiento por radio a causa del polvo con el que se ungía antes de cada espectáculo para así brillar como una luciérnaga. «Estoy cansada de oíg hablag de las shicas del gradió», dijo la semana pasada en una entrevista con la prensa que concedió desde su cama del hospital. En ella aprovechó para, alegremente, quitarle importancia a la historia que le habían relatado cientos de veces, la de las jóvenes envenenadas con sustancias radiactivas por pintar con el luminoso Undark las esferas de los relojes en una fábrica de Nueva Jersey. Cinco jóvenes destrozadas por la radiación que les infectó la sangre y después los huesos demandaron a US Radium por 1.250.000 dólares. Llegaron a un acuerdo por el que cada una recibió 10.000 y una pensión de 600 dólares anuales. Sin embargo, murieron una a una, y no queda constancia alguna de que consideraran su muerte bien pagada. «Pogfavog—lloriqueaba la señorita Klara mientras se daba toquecitos en los dientes de un color blanco perla con una de sus uñas pintadas de rojo—. ¿Les paguese que se me caen los dientés? No me tnuegó, ni siquiega estoy enfegma». Sí que admitió tener «ampollitas» en los brazos y en las piernas, así como que solicitaba a su doncella que se apresurara en la preparación de su baño después de cada espectáculo porque tenía la sensación de que le ardía la piel. No obstante, la bailarina no deseaba hablar de «esas cosas» cuando la visité en su habitación privada, que estaba llena de ramos de flores de invierno procedentes, al parecer, de sus muchos admiradores. Pagó por los mejores cuidados médicos posibles (y, según se rumorea en el hospital, también por algunos de los ramos) con las ganancias obtenidas gracias a sus contoneos en el escenario. En vez de hablar del envenenamiento, me enseñó unas alas de mariposa hechas de gasa y pintadas de radio en las que había cosido lentejuelas y que pensaba añadir a un traje diseñado para mi nuevo número en el que estaba trabajando. Para comprender a la señorita Klara, hay que conocer a los de su especie, a los artistas, cuya única ambición es crear una especialidad, algo que no puedan arrebatarle las legiones de imitadores o, al menos, algo que los convierta en los primeros en su campo. Para la señorita Klara, convertirse en la chica que brilla era su forma de alzarse por encima de la competitiva mediocridad que frustra incluso a las bailarinas más ágiles y armónicas. «Y ahogó segué la maguiposá que bgillá». Se quejaba de no tener novio: «OYEN HISTOGUIÁS de la PINTUGÁ \ I'ICNSÁN que los voy a ENVENENAG. POGFAVOG, DÍGALES en su periódico que soy EMBGIAGADOGÁ, no venenosa». A pesar de la advertencia de los doctores, que afirmaron que la radiación le había penetrado en la sangre y en los huesos, y que incluso podría perder una pierna, la diminuta provocadora que una vez actuó en el Folies Bergére de París y (algo más vestida) en el Windmill de Londres antes de arrasar en los Estados Unidos, declaró que seguiría bailando hasta el día de su muerte. Por desgracia, sus palabras resultaron ser proféticas. La chica que brilla hizo sus últimas cabriolas el sábado por la noche y reapareció para un bis. La última vez que se vio con vida a la desgraciada muchacha fue cuando le sopló su acostumbrado beso de despedida a Ben Staples, el gorila del club que vigilaba la puerta de atrás para evitar la entrada de admiradores demasiado entusiastas. Tammy Hirst, una operáría que volvía a su casa después de trabajar en el turno de noche, encontró el cadáver a primera hora del domingo. Explicó que le había llamado la atención algo que brillaba en el callejón. Al ver el cuerpo mutilado de la pequeña bailarina, todavía con su capa de pintura bajo el abrigo, corrió hasta la comisaría más cercana, donde informó con lágrimas de la ubicación del cadáver.