En 1977, uno de los inquilinos que alquiló por un breve tiempo la casa de invitados fue el cineasta español Néstor Almendros. Había venido de Nueva York a pasar un mes en Los Ángeles. Néstor y yo nos conocíamos desde hacía un par de años; era un hombre callado, nada pretencioso, que había viajado desde España a Cuba para estar con su padre, exiliado por su militancia antifranquista. Néstor descubrió en La Habana su amor al séptimo arte. Fundó en la capital cubana un círculo de cinéfilos y empezó a escribir críticas de cine. Para complementar sus estudios cinematográficos se fue a Italia y después, al regresar a Cuba, empezó a rodar películas cortas y experimentales. Los críticos neoyorquinos se fijaron en él y fue a la Gran Manzana para filmar dos cortos muy elogiados. En 1959 su vida cambió radicalmente. Tuvo lugar la revolución cubana. Fidel Castro llegó al poder y Néstor volvió a Cuba. Dos de las películas que rodó allí fueron prohibidas por el nuevo régimen comunista y entonces se trasladó a Francia, donde pronto comenzó a trabajar para los más importantes directores franceses, como Truffaut. Néstor se granjeó rápidamente una reputación de maestro de la luminotecnia cinematográfica. No utilizaba luz para iluminar sus temas, pintaba con ella. Le gustaban las fuentes luminosas tenues, como las velas, las lámparas de aceite, los rayos de un débil sol vespertino, los difusos rayos luminosos que brillaban a través de cortinas de encaje, los cielos oscuros, la penumbra, el delicado juego de luces al reflejarse en superficies ásperas. Sus imágenes eran magistrales, y cada fotograma de cada película suya era una auténtica obra de arte. Hollywood no tardó mucho en interesarse por él, aunque Néstor prefería vivir y trabajar en Nueva York. En 1978 el director Terrence Malick le contrató para su épico drama romántico Días del cielo, protagonizado por Richard Gere, Brooke Adams y Sam Shepard. Néstor pasó mu-cho tiempo en Los Ángeles, especialmente durante los procesos de pre y posproducción. Filmó tests de cámara, comprobó los filtros de color y supervisó el ajuste del mismo y la impresión de la película. Néstor era gay y a pesar de su carácter tímido y retraído a veces le arreglé citas o incluso estuve yo con él. En marzo de 1979 sucedió algo extraordinario. Néstor se llevó un susto tremendo cuando se anunciaron las nominaciones para la quincuagésima primera convocatoria de los Oscar de la Academia y vio que su nombre figuraba en la lista de mejor fotografía por Días del cielo. No podía creérselo. Es más, competía con cuatro de los gigantes del sector de la fotografía, Oswald Morris por The Wiz, Robert Surtees por Same Time, Next Year, Vilmos Zsigmond por El cazador y William Fraker por El cielo puede esperar. Todos habían sido nominados antes o bien habían ganado un Oscar, mientras que Néstor era nuevo en el grupo. Pensó que no tenía ninguna posibilidad de ganar. Aquel año, la ceremonia de entrega de los Oscar se iba a celebrar el 9 de abril. Si la memoria no me engaña, ese día yo estaba trabajando en el jardín de Beech mientras él leía el periódico de la mañana sentado en una tumbona. Hacia mediodía Néstor salió de la casa de invitados de abajo, vestido con unos shorts, una camiseta y chancletas. Nos saludó y se tumbó en una de las hamacas que había en el césped al lado de la piscina. A los nominados, los presentadores y los invitados de la ceremonia de los Oscar se les había pedido que acudieran a las cuatro de la tarde al Dorothy Chandler Pavilion, en el centro de Los Ángeles. Estaba previsto que la pompa y el fasto del llamado desfile «por la alfombra roja» empezara a las cinco en punto, y la ceremonia estaba programada para las seis. El horario era crucial, ya que iban a televisarlo todo en directo, a partir de las cinco hora local, y de las ocho hora de la Costa Este. Sin embargo, allí estábamos los tres en el jardín, como si nada en el mundo nos importara. El tiempo transcurría inexorable hacia la hora prevista, pero Néstor no daba muestras de que tuviera intención de moverse.