Capítulo III Nuestro hombre en París (1925-1928) Primeros pasos ¡París! No es difícil imaginar la euforia de Buñuel al hallarse a finales de enero de 1925 en la capital del arte y del amor. Intuía, quizá, que no tardaría en descubrir en ella su vocación. Entretanto cabía la posibilidad, pronto deshecha, de trabajar para la proyectada Sociedad de Cooperación Intelectual, además de la calurosa acogida brindada por los jóvenes pintores (y algún escritor) españoles que ya residían en la ciudad. Según Mi último suspiro, se instaló primero en el hotel Ronceray, del Passage Jouffroy, en el boulevard de Montmartre, donde creía —tal vez con razón— que sus padres lo engendraran en 1899 durante su luna de miel. Dadas las infinitas ofertas de alojamiento existentes en París, sobre todo para alguien con dinero contante y sonante en el bolsillo, la decisión de hospedarse en dicho establecimiento —si no estamos ante un bluff típicamente buñueliano— se puede relacionar con la fuerte pulsión edípica que le conocemos. «¿A qué ha ido Buñuel a París si no a asomarse a la escena primordial?», pregunta González Requena. «A asomarse a ella, sin duda, pero también a rehacerla, ocupando esta vez en ella el lugar protagonista.» Lo que no dice Buñuel es si procuró averiguar qué habitación del hotel —que existe todavía— ocupó la pareja. Poco después de su llegada se enteraría de que estaba en París Miguel de Unamuno, rescatado por unos simpatizantes franceses de su destierro en Lanzarote, y que el díscolo pensador y removedor de las conciencias patrias se reunía cada día con amigos en La Rotonde, famosísimo café de Montparnasse muy frecuentado por la colonia española. Allí hizo enseguida acto de presencia el aragonés, que luego, en dos o tres ocasiones, acompañaría al adversario número uno del dictador Primo de Rivera a su hotel próximo a l'Étoile («dos buenas horas de paseo y de conversación»). En La Rotonde, además, tuvo Buñuel sus primeros roces con el chovinismo de ciertos parisienses, sucesores de quienes, veinticinco años antes, habían sido feroces enemigos de Dreyfus y que ahora odiaban a los inmigrantes, designados por ellos como méteques. El hecho de que el cambio de divisas favorecía entonces a los españoles añadía leña al fuego. Buñuel abandonó pronto el Ronceray y se trasladó a un hotel recomendado por un cliente de La Rotonde. Situado a dos pasos del boulevard Saint-Michel, en pleno Barrio Latino, el Saint-Pierre estaba en la rue de l'École de Médecine. Al lado había un cabaré chino donde, le aseguró a Carriere, tuvo al poco tiempo un encuentro impactante con una de las «entraíneuses» del establecimiento que, «como era su obligación», lo abordó. La mujer se expresaba con tanta naturalidad y desenvoltura (aisance), con tal ausencia de afectación y de pedantería que el de Calanda se quedó maravillado (émerveillé): «Acababa de descubrir algo que desconocía, una nueva relación entre el lenguaje y la vida. No me acosté con aquella mujer, no sé cómo se llamaba, nunca volví a verla, pero sigue representando, para mí, mi primer contacto auténtico con la cultura francesa». A los pocos días de poner los pies en París, pues, Buñuel comprobaba la veracidad de lo que tantas veces le habrían seguramente dicho: que en la capital francesa la relación de los dos sexos se vivía con una libertad y un desenfado desconocidos en su propio país. Apenas creía la evidencia de sus ojos al constatar que en calles y jardines los amantes se besaban sin el más mínimo rubor y sin que nadie los molestara: «Tal comportamiento abría un abismo entre Francia y España, así como la posibilidad de que un hombre y una mujer pudieran vivir juntos sin haber recibido las consabidas bendiciones». Se podría reunir una antología de declaraciones en el mismo sentido emitidas por un sinnúmero de escritores y artistas procedentes de los más diversos países, desde Picasso hasta Hemingway pasando por Joyce y Gertrude Stein. A París, a partir de la publicación de Les Fleurs du mal y Madame Bovary, a mediados del siglo xix, no sólo no le daba miedo lo erótico: lo asumía como normal, fuente de gozo, de joie de vivre. Los extranjeros tomaban nota de que hasta la palabra amour era intraducible a otros idiomas. No era ni el español amor, ni el inglés love, ni el alemán liebe. Era otra cosa. Je faime sólo se podía decir en francés. ¡Y cuidado si el objeto de deseo te decía je t'aime bien, sentencia de muerte para el enamorado no correspondido, a quien sólo se le ofrecía una buena amistad! Se decía que pululaban entonces en París cuarenta y cinco mil pintores, la mayoría en Montparnasse. Entre ellos, con Picasso —sobre todo Picasso—, Joan Miró y el madrileño Juan Gris a la cabeza, un nutrido grupo de artistas españoles, más o menos «cubistizantes», que incluía a Ismael González de la Serna, Hernando Viñes, Pere Pruna, Manuel Ángeles Ortiz, Santiago Ontañón, Francisco Bores, Joaquín Peinado, Manuel Colmeiro y Pancho Cossío. Con tres de ellos —Viñes, Peinado y Ontañón— Buñuel estableció pronto lazos de amistad, mientras con otros, como Ángeles Ortiz, los reanudó. Hernando Viñes, nacido en París en 1904, era hijo de padres catalanes y sobrino del famoso pianista Ricardo Viñes. Buñuel sería no sólo íntimo suyo sino de su mujer, Loulou Jourdain.8 Joaquín Peinado, rondeño de 1898 y gran aficionado a los toros, había sido compañero de Dalí en la Real Academia de San Fernando de Madrid antes de instalarse en la capital francesa, donde, hacia finales de 1923, se hizo muy amigo de Picasso. En cuanto a Ontañón, santanderino de 1903, vivía en París desde 1920 y allí se quedaría hasta trasladarse a Madrid en 1927. De todo el grupo era quizá el más divertido. Gran raconteur, dotado de una memoria privilegiada, sus evocaciones posteriores arrojan una penetrante luz sobre el ambiente intelectual parisiense en los momentos en que se decidía la vocación de Buñuel. También llegaron a París en 1925 Juan Vicéns y María Luisa González, ya casados. Allí se encargó Vicéns de la Librairie Espagnole de León Sánchez Cuesta, que había vivido en la Residencia de Estudiantes entre 1917 y 1922. Se situaba en la rue Gay-Lussac, número 10 (cerca del Jardín del Luxemburgo) y no tardaría en ser uno de los principales focos culturales de la nutrida colonia hispana de la capital francesa. «Andábamos de tasca en tasca o de cabaré en cabaré con Juan Vicéns», le contó Buñuel a Max Aub. «Juanito, hijo único, tenía mucho dinero. A mí mi madre me mandaba el que yo quería. Vivíamos como turcos, según dicen los franceses. Íbamos a algún bistró, que tienen todas las botellas puestas en fila, y empezábamos por la primera y acabábamos más allá de la veinte...» Ese mismo año llegaría, entre otros exiliados del régimen de Primo de Rivera, el zaragozano Rafael Sánchez Ventura, íntimo amigo de Luis, como sabemos, desde su juventud, compañero de los ultraístas madrileños unos años atrás, «cofundador» de la Orden de Toledo y profesor de arte. Lo seguiría, en 1926, otro exiliado político de pro, el artista Ramón Acín, natural de Huesca y escultor de gran talento, a quien quizá había tratado ya Buñuel en Madrid. Acín estuvo en la capital francesa entre junio y noviembre de aquel año, compartió estudio con el pintor Ismael González de la Serna, conoció a Picasso, y con el doctor Perico Aznar, también maño, vio a Luis con frecuencia en La Rotonde. «Llegábamos al café de los museos, de los laboratorios, de los estudios, de las galerías de arte», escribió Acín en 1930. «En nuestro carnet de Europa cada día habíamos anotado un nuevo saber y una nueva inquietud y cada día teníamos más fe en nuestra firmeza y en nuestros caminos.» Fue en el taller del pintor Manuel Ángeles Ortiz, en la rue Vercingétorix, donde, según le contó a Carriere, Luis conoció a Picasso, quien, a pesar de su llaneza y de su jovialidad, le pareció «bastante frío y egocéntrico», no obstante lo cual se tratarían a menudo. Con Ángeles Ortiz, que era de Jaén y amigo íntimo de Lorca desde sus compartidos días granadinos, Picasso, que en esos momentos iniciaba su aproximación al surrealismo, tenía una relación cálida. Según contaría el maestro años después a su amigo Roberto Otero, lo que más admiraba en Manuel Ángeles era su talento para conquistar a las mujeres guapas, aptitud hasta superior —y le costaba la admisión— a la suya. Luis había hecho sus pinitos de francés muy temprano con los corazonistas de Zaragoza, como vimos, y había desarrollado luego su aptitud para el idioma vecino en el colegio del Salvador y el Instituto. Una vez en París no tardó en tomar clases y pronto lo hablaba con soltura, aunque nunca lograría desprenderse de su fuerte acento aragonés. También se inscribió en una academia de inglés. Sin duda lo ayudó mucho en su empeño de dominar el francés el encuentro, al poco tiempo de llegar a París, con quien, ocho años después, iba a ser su esposa y la madre de sus hijos.