Thomas se acordaba del día en que su padre llegó a casa con la noticia. —Tu amigo el señor Eiffel tiene un problema —anunció—. La ciudad le ha encargado que construya la torre, pero solo le van a dar la cuarta parte del dinero. —¿Y quién la va a pagar entonces? —Eiffel. Él mismo tiene que poner el dinero para la torre. La situación era ciertamente extraordinaria. Para celebrar el centenario de la Revolución francesa, la ciudad de París había encargado una torre y se negaba a costear su construcción. Eiffel, que era un ingeniero talentoso y creativo, demostró que también era un valiente empresario con visión de futuro. «Concédanme los derechos sobre las ganancias que la torre reporte durante los primeros veinte años —reclamó—, y yo conseguiré el dinero.» Mientras se acercaba al solar vacío, Thomas era consciente de que de lo que de allí surgiera dependía no solo el orgullo de Francia, sino el triunfo o la ruina financiera del propio señor Eiffel. Thomas tenía ante sí un vasto barrizal. El gran cuadrado de ciento veinticinco metros sobre el que se erigiría la torre estaba marcado mediante unos enormes hoyos situados en las cuatro esquinas —norte, sur, este y oeste—, donde cavaban las cuadrillas de obreros. Se encaminó a la obra con intención de echar un vistazo. Un hombre con abrigo y bombín se precipitó hacia él y le advirtió con severidad que no podía pasar. Cuando Thomas le explicó que había trabajado para el señor Eiffel en la estatua de la Libertad y que había estado enfermo, cambió de actitud y se ofreció amablemente a hacerle de cicerone. Primero se detuvieron ante las dos grandes excavaciones de las esquinas meridional y oriental, en cuyo fondo se veía ya una base seca en la que se iban a verter los cimientos de hormigón. Después, cuando fueron a ver uno de los hoyos del lado del río, Thomas se quedó asombrado. El enorme hueco que tenía delante era como el pozo de una mina. En el fondo había una gran caja metálica abierta como las que se usaban para impedir la entrada del agua del río durante la construcción de los pilares de los puentes. Adentro, los trabajadores escarbaban la tierra con ayuda de picos y palas. —Ya se encuentra por debajo del nivel del Sena —explicó su guía—. El comité eligió este lugar, pero cuando el señor Eiffel realizó las pruebas, descubrió que en el lado de la orilla el suelo está tan mojado que no acogería unos cimientos normales. Con eso, París tendría su propia torre inclinada de Pisa, aunque cinco veces más alta —comentó en broma. —¿Y se puede construir de todas maneras aquí? —Sí, claro. Tendrá dos cimientos secos y dos de gran profundidad como este. —Esbozó una sonrisa—. Sea como sea, es una suerte que Eiffel sepa cómo hay que construir en los ríos. Thomas siguió trabajando en la tienda durante casi tres meses. La señora Michel era amable con él. Aparte, reparó en algo más. Su hija, una chica de tez amarillenta y cabellos descoloridos llamada Berthe, tenía más o menos su edad. Casi nunca hablaba y se movía detrás del mostrador con un lánguido ritmo que a Thomas le ponía los pelos de punta. Por ello, se llevó una gran sorpresa cuando, en mayo, su padre le anunció: —La viuda te aprecia mucho. —Me alegro. —Y Berthe también —añadió, con una sonrisa, su padre—. Te aprecia mucho. —¿Estás seguro? —Viendo que su padre asentía, acentuando la sonrisa, se vio obligado a precisar—: El sentimiento no es mutuo. —Te podría ir bien allí —prosiguió su padre, como si no lo hubiera oído—. Ella heredará la tienda, ¿sabes? Es un negocio que funciona. Cásate con ella y tendrás la vida resuelta. —Antes prefiero morirme. —Uno tiene que comer todos los días —sentenció su padre—. A tu madre también le parece una buena idea. Era el último domingo de mayo. Aquella tarde había salido a dar una vuelta por Montmartre. Lucía un bonito sol. Al entrar en una plazoleta llamada la plaza du Tertre, vio que varios pintores habían instalado sus caballetes allí. Atraídos por los alquileres baratos y el pintoresco marco, muchos artistas se habían instalado en Montmartre más o menos desde la época en que había nacido él. Había oído decir que el señor Renoir iba al Moulin de la Galette y, en las tardes soleadas, era bastante normal encontrarse con unos cuantos pintores trabajando al aire libre. Thomas recorrió la plaza echando alguna que otra ojeada a los lienzos, aunque sin mucho interés. La mayoría de los artistas estaban pintando la perspectiva que ofrecía, desde la plaza, la calle que desembocaba en el solar del Sacré Coeur, donde los andamios quedaban recortados en el fondo del cielo. Al pasar junto a uno de ellos, advirtió algo diferente. El pintor era un individuo bien parecido de treinta y pocos años, con una barba de color castaño claro y una pipa. Tenía dos caballetes, colocados uno al lado de otro. En uno había un cuaderno de dibujo y en el otro un lienzo imprimado en el que acababa de empezar a trabajar. Thomas miró el bosquejo y se detuvo. —Perdón, señor —se disculpó educadamente—, ¿no es eso la estación de Saint-Lazare? —Así es. —El artista lo observó con una sonrisa de satisfacción—. Es un bosquejo que hice el verano pasado. Aunque es una escena con nieve, hoy me apetecía hacer el cuadro. Es agradable salir a sentarse aquí, al sol. —Yo trabajé allí el año pasado —explicó Thomas mientras inspeccionaba el bosquejo—. Se ven las vías y el vapor de los trenes. Es exactamente igual que en la realidad. —Gracias. —Pero ¿por qué pintar un ferrocarril? —¿Por qué no? Monet ha pintado varias escenas de la estación de Saint-Lazare. —O sea, que… ¿usted es de esos a los que llaman impresionistas? —Puedes llamarme así si te apetece. La palabra empezó a usarse como un insulto, ¿sabes? Pero la verdad es que nadie está seguro de qué significa. La mitad de las personas a las que califican de impresionistas no usan esa palabra. —¿Vive aquí, señor? —Casi siempre. Esta primavera estuve en Holanda, en Róterdam. Puede que regrese allí. —¿Cómo se llama, señor? —Norbert Goeneutte. —¿Conoce al señor Renoir? —Lo conozco muy bien. De hecho, he posado para él. —Yo me llamo Thomas Gascon. Vivo aquí cerca. Soy herrero. Participé en la construcción de la estatua de la Libertad. —Se estrecharon la mano, y Thomas siguió observando el bosquejo—. Todavía no me acabo de creer que pintara un ferrocarril. —¿Qué esperas? ¿Que los artistas pinten siempre dioses en hermosos paisajes italianos? —No sé. —Mucha gente espera eso, pero lo que yo intento hacer, como Monet y como muchos otros, es pintar el mundo que nos rodea, pintar lo que de verdad vemos. —Pero una estación de ferrocarril no es algo bonito… —¿Conoces a algún escritor? —Estuve en el funeral de Victor Hugo. —Yo también. No sé cómo no te vi —bromeó—. Hugo fue un gran hombre, no cabe duda. Personalmente, prefiero a otro escritor de su generación, Balzac. Él trataba de plasmar la realidad exacta del mundo que veía en torno a sí, desde los ricos aristócratas a los más míseros, y a todos los hombres y mujeres que hay entre esos extremos…, abogados, tenderos, prostitutas, mendigos… Eso se llama realismo. Es lo que hacen algunas de las personas a las que califican de impresionistas. Renoir pintó el pueblo que acudía al Moulin de la Galette. Yo pinto muchas cosas diversas, incluidas estaciones de tren. En cuanto a la belleza, ¿qué significa? Para mí, los ferrocarriles son bellos, porque nosotros no vivimos en un mundo de ninfas, cervatillos y dioses mitológicos. Vivimos en un mundo de trenes, de vapor y de puentes de hierro. Eso es algo nuevo y extraordinario, una gran aventura, el espíritu de la época. —Sonrió a Thomas—. Tú construyes los puentes, amigo mío, y yo los pinto. Thomas se quedó mirándolo. Nadie le había hablado nunca de esa forma, pero comprendió el mensaje. Aquel pintor tenía razón. El ferrocarril y los puentes constituían el espíritu de la época. Él, en su condición de humilde herrero, debía ser partícipe de aquello, y allí en París, precisamente, se iba a iniciar la construcción de la mayor estructura de hierro de la historia. —Voy a ser uno de los que levanten la torre del señor Eiffel —declaró de improviso. Norbert Goeneutte, con aire pensativo, posó la mirada en el lienzo y, al cabo de un momento, alzó la vista y dio su veredicto. —Te felicito. Eso va a ser una gran aventura, amigo mío.