Empecé apuntándome a Mesa para Ocho, que organizaba una agencia de contactos. Tras un proceso preliminar de emparejamiento claramente ineficaz basado en datos inadecuados, se proporcionó a cuatro mujeres y cuatro hombres, yo entre ellos, la dirección de un restaurante de la ciudad donde se había efectuado una reserva. Metí cuatro cuestionarios en la mochila y llegué a las ocho en punto. ¡Sólo había una mujer allí! Las otras tres se retrasaban. Fue una confirmación asombrosa de las ventajas del trabajo de campo. Esas mujeres podían haber respondido b) un poco antes o c) puntual, pero su verdadera conducta demostraba lo contrario. Decidí admitir provisionalmente la d) un poco tarde, basándome en que una única ocasión quizá no fuese representativa de su comportamiento general. Imaginé a Claudia diciéndome: «Don, todo el mundo llega tarde de vez en cuando.» También había dos hombres sentados a la mesa. Nos estrechamos la mano. Se me ocurrió que era el equivalente a la reverencia previa a un combate de artes marciales. Evalué a la competencia. El hombre que se había presentado como Craig era de mi edad, pero tenía sobrepeso y vestía una camisa blanca de ejecutivo demasiado estrecha. Llevaba bigote y su dentadura se veía descuidada. Danny, el segundo, era algo más joven que yo y parecía gozar de buena salud. Llevaba una camiseta blanca y tatuajes en los brazos, y su cabello negro delataba algún tipo de aditivo cosmético. La mujer puntual se llamaba Olivia y al principio, como era lógico, repartió su atención entre los tres hombres. Nos dijo que era antropóloga. Danny lo confundió con arqueóloga y luego Craig hizo un chiste racista sobre pigmeos. Era evidente, hasta para mí, que a Olivia no le habían impresionado estas respuestas y disfruté de un raro momento de no sentirme la persona más inepta de la sala. Olivia se volvió hacia mí, y acababa de responder a su pregunta sobre mi empleo cuando nos interrumpió la llegada del cuarto hombre, que se presentó como Gerry, abogado, y dos mujeres, Sharon y Maria, contable y enfermera. Era una noche calurosa y Maria había escogido un vestido que presentaba la doble ventaja de ser fresco y explícitamente sugerente. Sharon llevaba el convencional uniforme de empresa, pantalones y americana. Supuse que ambas tenían mi edad. Olivia y yo reanudamos la conversación mientras los otros hablaban de trivialidades, una extraordinaria pérdida de tiempo cuando había en juego una importantísima decisión vital. Siguiendo los consejos de Claudia, había memorizado el cuestionario. Ella me había dicho que plantear directamente las preguntas podría dar pie a una dinámica «equivocada» y que debía intentar incorporarlas sutilmente a la conversación. Le había recordado que la sutileza no era mi fuerte. Entonces me había sugerido que no le preguntara por las enfermedades de transmisión sexual y que estimase por mí mismo el peso, la estatura y el índice de masa corporal. Calculé el imc de Olivia en 19: delgada, pero sin indicios de anorexia. El de Sharon la Contable era 23 y el de Maria la Enfermera, 28. El máximo recomendado saludable es 25. En lugar de inquirir directamente el cociente intelectual, decidí estimarlo por las respuestas de Olivia a mis preguntas sobre la repercusión histórica de las variaciones en la propensión a contraer la sífilis entre las poblaciones nativas de Sudamérica. Mantuvimos una conversación fascinante y me pareció que incluso era posible que el tema me permitiese colar la pregunta sobre las enfermedades de transmisión sexual. Su cociente intelectual estaba, sin duda, por encima del mínimo exigido. Gerry el Abogado hizo algunos comentarios que pretendían ser bromas, pero finalmente nos dejó continuar sin interrupciones. En este punto llegó la mujer que faltaba, ¡con veintiocho minutos de retraso! Aproveché que Olivia estaba distraída para anotar los datos recopilados hasta el momento en tres de los cuatro cuestionarios que tenía en las rodillas. No desperdicié papel en la recién llegada, pues anunció que «siempre llego tarde». Aquello no pareció preocupar a Gerry el Abogado, que seguramente facturaba por intervalos de seis minutos y en consecuencia tendría que haber valorado mejor el tiempo. Se hizo evidente que valoraba mucho más el sexo, a medida que su conversación empezó a parecerse cada vez más a la de Gene. Tras la llegada de la Mujer Tardona, apareció el camarero con las cartas. Olivia echó un vistazo a la suya y preguntó: —¿La sopa de calabaza está hecha con caldo de verduras? No escuché la respuesta. La pregunta me había proporcionado la información crucial: vegetariana. Debió de notar mi expresión decepcionada. —Soy hindú —aclaró. Había deducido que Olivia probablemente era india por su sari y sus rasgos físicos. No estaba seguro de si utilizaba el término «hindú» como declaración de su fe religiosa o como indicador de su herencia cultural. En el pasado me habían amonestado por no saber distinguirlos. —¿Comes helado? —pregunté. Parecía una pregunta apropiada después de la declaración de vegetarianismo. Muy ingenioso por mi parte. —Oh, sí, no soy vegana. Siempre que no lleve huevo. La cosa no mejoraba. —¿Tienes un sabor favorito? —Pistacho. Sin duda, pistacho. —Sonrió. Maria y Danny habían salido a fumar. Con tres mujeres eliminadas, la Mujer Tardona incluida, casi podía dar por concluida mi misión. Llegaron mis sesos de cordero. Corté uno por la mitad y dejé expuesta la estructura interna. Di unos toquecitos a Sharon, que estaba conversando con Craig el Racista, y se los señalé. —¿Te gustan los sesos? Cuatro descartadas, trabajo concluido. Seguí hablando con Olivia, que era una compañía excelente, e incluso pedí una copa más cuando los otros se marcharon con sus parejas recién formadas. Nosotros seguimos charlando y acabamos siendo los últimos clientes del restaurante. Mientras guardaba los cuestionarios en la mochila, Olivia me facilitó sus datos de contacto, que anoté por pura educación. Luego cada uno se fue por su lado. Mientras pedaleaba de vuelta a casa reflexioné sobre la cena. Había sido un método de selección tremendamente ineficaz, pero el cuestionario había resultado muy valioso. Sin las preguntas que había suscitado, sin duda habría intentado una segunda cita con Olivia, que era una persona agradable e interesante. Quizá hubiésemos salido una tercera y una cuarta vez hasta que un día, cuando todos los postres del restaurante tuviesen huevo, habríamos cruzado la calle rumbo a la heladería para descubrir que no tenían pistacho sin trazas de huevo. Es mejor saberlo de antemano, antes de invertir en una relación.