El estado de irascibilidad de la actriz continuó en París cuando recibió la llamada de Olivier, feliz de ser considerado para el honor de caballero de la Orden del Imperio Británico. «No lo aceptarás, ¿verdad?», le dijo ella al otro lado de la línea con tono severo. Olivier y ella habían hablado en innumerables ocasiones de los reconocimientos que debe aceptar un actor y aquella súbita felicidad no le parecía coherente con lo que habían discutido tantas veces. Olivier incluso se lo consultó a Noel Coward. «¿Crees que debería aceptarlo?», le preguntó. «Por supuesto», le dijo el dramaturgo, al que también motivaba artísticamente todo aquello que significase un elogio. Vivien, que en principio quería utilizar cualquier excusa para no estar presente en el gran día de Olivier, no pudo hacerlo. «Quédate tranquila, Vivien. Ese día habrá un parón en el rodaje de Ana Karenina. Podrás asistir sin ningún problema al nombramiento de Larry. Todos estamos muy orgullosos de él», le dijo Alexander Korda. Así, sin ningún motivo que le evitase el incómodo trago de acompañar a su marido al palacio de Buckinham, Vivien acudió al gran día de Laurence Olivier con pereza e insatisfacción, sin creer en el nombramiento y con la sensación de que su carrera seguía a marchas forzadas mientras que la de su marido avanzaba a gran velocidad.