Al día siguiente, delante de mi padre, mi madre, mi abuela, mi hermana y mi hermano, el abuelo me regaló un arma: una escopeta de cañón único del calibre 20. Era un arma de fuego de verdad; con ella iba un cinturón con cartuchos militares de postas y perdigones para cazar urogallos. Me puse firmes y el abuelo me la colgó al hombro. Yo era tan bajito que la culata de la escopeta tocaba el suelo, pero por lo menos ya no era un niño. A los niños no se les permitía tocar armas de verdad como esa. Por aquel entonces, apenas tenía doce años. De un día para otro, me había hecho mayor. Quien quisiera podía seguir llamándome alfeñique, pero ahora llevaba un arma al hombro. Corría el año 1927 y estábamos en casa de mi abuelo, a orillas del río SaramSakal, en el selsóviet de Yelenovskoie, en la óblast del Bajo Ural. Me hice adulto, o mejor dicho, me convertí en cazador independiente. Mi padre, recordando sus días de soldado a las órdenes del general Brusílov, me decía: —Usa cada bala a conciencia, Vasili. Aprende a disparar y no yerres nunca. Mi consejo te será útil, y no solo para cazar cuadrúpedos. Junto con la escopeta, mi abuelo me había regalado su conocimiento de la taiga, el amor a la naturaleza y su experiencia del mundo. A veces se sentaba sobre un tocón y, mientras fumaba tabaco de cosecha propia con su pipa favorita, se quedaba mirando fijamente un punto del suelo. Gracias a su paciencia, aprendí a ser un cazador. —Imagina que entras en el bosque persiguiendo a un animal —decía—. Quítate el gorro para poder oír todo cuanto ocurre a tu alrededor. Escucha al bosque; escucha el trino de los pájaros. Si las urracas hablan, señal de que tienes compañía. Algún animal grande, así que atento. Busca un buen emplazamiento, guarda silencio y espera: el animal vendrá hacia a ti. Échate totalmente inmóvil y no muevas ni un músculo. Antes de continuar, el abuelo daba una chupada a la larga pipa. —Cuando vuelvas de una cacería, asegúrate de llegar a casa después de que anochezca, para que nadie te vea con las piezas. Y que nunca se te suban los triunfos a la cabeza, deja que hablen por sí solos. Así te acordarás siempre de esforzarte más la próxima vez.