en octubre de 1938, Il Duce —a quien Winston Churchill había una vez aclamado como «el más grande legislador de entre los hombres»— introdujo como ley «la declaración de raza.» Ya no iba a permitirse que los judíos enseñaran en las escuelas estatales, se casaran o emplearan a arios, o poseer más de cien hectáreas en propiedades, o servir en el ejército, o publicar noticias de decesos en los periódicos, o la posesión de teléfonos (cuando un tal Mario Fornani, de Ancona, instaló una línea de teléfono a nombre de su doncella, le deportaron a Auschwitz, en donde murió en 1944). Estas disposiciones para «la defensa de la raza» las firmó el rey «por la gracia de Dios y por el bien de la nación». Esta rápida adopción de ideas raciales cogió por sorpresa a los nazis, que se asombraron secretamente de que un pueblo tan racialmente corrupto pudiera ser tan audaz. Una vez Mussolini le insinuó a su yerno, el Conde Ciano, que podía enviarse a los judíos a una concesión en Somalia, en donde podían disfrutar de los recursos naturales, «entre otras cosas, una industria de pesca del tiburón que sería especialmente buena porque podían comerse a muchos judíos». Al final de la guerra, se había detenido a 7.500 judíos en Italia (detenciones realizadas principalmente por italianos) a los que mandaron a los campos de exterminio nazis. Sobrevivieron seiscientos diez. Una consecuencia inmediata de las leyes raciales fue el intento de Mussolini de borrar todo rastro de la relación con su anterior amante, la judía Margherita Sarfatti, a pesar de que el asunto era muy de dominio público. Ciano recibió instrucciones para «decirle a la prensa italiana que ignorara totalmente a Margherita. No se iba a informar de sus apariciones públicas y su nombre no iba a aparecer en ninguna publicación fascista.»