INTRODUCCIÓN La España del Parkinson político En diciembre de 2003, aprovechando el treinta aniversario de la muerte de Carrero Blanco publiqué en el diario El Mundo una serie de reportajes sobre el atentado que le costó la vida al presidente del Gobierno. Con el título «Objetivo: asesinar al presidente», destaqué lo sospechoso que resultaba que una treintena de terroristas de ETA se pasearan por Madrid durante un año y nadie del Ministerio de la Gobernación, de las fuerzas de seguridad, de los servicios secretos, de la Jefatura del Estado, del Ejército o del Gobierno se diera cuenta de los planes asesinos de la banda terrorista. ¡Increíble! ¡Incomprensible! ¡E inaceptable! Después de más de dos décadas de investigación sobre el asesinato del almirante Carrero, estoy cada vez más convencido de que el magnicidio se debió a un complot contra el delfín de Franco. La mano asesina fue la de ETA, pero otros le allanaron el terreno. Sin embargo, después de cuarenta años, nadie ha logrado reunir las pruebas para demostrarlo, sobre todo porque desde el principio la investigación nació viciada y contaminada. Ni al Régimen ni, después, a los gobiernos de la Transición les interesó seguir la pista de la trama asesina. Finalmente, la amnistía de 1978 dejó en libertad a todos los encausados por el atentado. La sospecha sobre un complot se debe a un cúmulo de pruebas, a infinidad de contradicciones, a numerosas conjeturas, a testimonios de muchos testigos y protagonistas de la época, a un sinfín de indicios y, sobre todo, a mucho olfato. El magnicidio de Carrero es muy similar al del general Prim, en 1870. El primer presidente asesinado en España. En ambos casos, aunque las motivaciones, las circunstancias y la época son muy distintas, existieron dos conspiraciones: una para acabar con ellos y, más tarde, otra para tapar las pruebas. Para que así cesaran las pesquisas, se lograra la libertad de los autores materiales del crimen, quedaran impunes los inductores y colaboradores necesarios y se soslayaran la ineptitud y la ineficacia de las fuerzas de seguridad y de los servicios secretos. Resulta más grave en el caso de Carrero Blanco porque el mismísimo almirante acababa de crear los servicios de información del SECED, a los que la oposición y en el extranjero calificaban de «temibles». La verdad es que todo es muy diferente a como nos lo han contado durante décadas. En 1973, ni el SECED era tan temible, ni la Policía franquista tan omnímoda, ni el Régimen tan monolítico. El Movimiento, que salió victorioso de la Guerra Civil, atravesaba una grave enfermedad, como el propio Franco. El Parkinson del Caudillo no era sólo fisiológico, sino también metafóricamente político. Esa ausencia del líder, que se quedaba dormido en los Consejos de Ministros, socavó la propia existencia del sistema y provocó una soterrada lucha por la sucesión. Carrero se movía entre los tecnócratas del Opus Dei, los franquistas más moderados y los monárquicos que apoyaban la solución de continuidad de la Corona representada en la figura del príncipe Juan Carlos. En el otro bando sobresalían los más ultras del Régimen, los azules de Falange y el círculo de El Pardo, el más próximo al Caudillo. Destacaban doña Carmen Polo y el marqués de Villaverde, el yernísimo, que reivindicaban para España más mano dura. Para ello, siempre se postularon a favor de don Alfonso de Borbón, el primo del príncipe, y de Arias Navarro, entonces alcalde de Madrid. Todos ellos lograron convencer al Caudillo para que Carrero, en contra de su criterio, nombrara a Arias ministro de la Gobernación. Tras el magnicidio llegaron aún más lejos y lo colocaron al frente de la Presidencia del Gobierno. En medio de ese escenario conspirativo, ETA cruzaba el árbol Malato y desembarcaba en Madrid con toda su artillería. En el verano de 1973, llegaron a reunirse hasta treinta dirigentes y militantes en un piso de Getafe donde celebraron una reunión de su Coordinadora antes de la VI Asamblea de Hasparren. Nadie logra entender cómo los Ezkerra, Txomin, Josu Ternera, Pelotas, Peixoto, Pertur, Pakito… se desplazaron con total impunidad desde el País Vasco y el sur de Francia hasta la capital del Estado, sin que ningún confidente policial o los expertos en antiterrorismo descubrieran sus movimientos. Además, la cúpula etarra tenía la desvergüenza de reunirse en Madrid con los miembros del comando Txikia, que preparaba el secuestro del almirante. Durante los últimos años he tenido la ventaja de poder hablar con Pérez Beotegui, alias Wilson, quien, junto a Argala puso en marcha la misión; Durán, el sindicalista comunista que construyó el sótano de la calle Hogar, donde se escondió el comando tras el atentado; Espinosa, uno de los confidentes que avisó a sus jefes de la presencia de etarras en Madrid; Ugarte, el delegado del SECED en el País Vasco y jefe del Plan Udaberri; Mikel Lejarza, El Lobo, el topo más importante que la Policía infiltró en ETA; Julen Madariaga, uno de los fundadores de la banda; Eva Forest, intermediaria y colaboradora necesaria en el atentado; Stefano Delle Chiae, el neofascista italiano y colaborador de los servicios secretos del almirante; algunos de los agentes policiales que interrogaron a Ezkerra tras su detención; miembros de las fuerzas de seguridad, espías y otros personajes de la lucha antiterrorista; políticos del franquismo y de la Transición y, especialmente, Ricardo de la Cierva, gran historiador y amigo personal de Carrero Blanco. Le atribuyo a De la Cierva un protagonismo especial porque fue el primer investigador en poner el dedo en la llaga con su libro ¿Dónde está el sumario de Carrero Blanco? El ex ministro de Cultura en la primera legislatura de la Democracia denunciaba la falta de voluntad para investigar el crimen, que quedó en una tarea inacabada y olvidada, tras la amnistía a los autores y colaboradores del atentado. A Wilson lo conocí el 25 de abril de 2001 en Vitoria cuando preparaba con otros compañeros el primer capítulo de la serie de televisión Crónica de una Generación. En las dos reuniones que mantuve con él —durante una noche de copas por el casco viejo de la capital alavesa y en un desayuno en un hotel de la cadena NH— me encontré a un personaje pasota y de vuelta de todo. Nada que ver con el temible Wilson de los años setenta. El programa estaba dedicado a la Operación Lobo por la que él había sido detenido en Barcelona en julio de 1975. Y aunque, en un principio, puso resistencia a entrar en las profundidades del atentado de Carrero, finalmente deslizó de forma inconexa algún que otro comentario que, en la habitación del hotel, anoté en un bloc. Algunas de aquellas confidencias las he incluido en el libro. Wilson admitió su presencia en el hotel Mindanao pero me dijo que apenas vio al misterioso personaje que facilitó a Argala los datos sobre la costumbre del almirante de comulgar todos los días y a la misma hora en la iglesia de San Francisco de Borja, en la calle Serrano de Madrid. Después tuve acceso a su declaración judicial en la que ya se extiende con más detalles sobre el encuentro con aquel personaje sin rostro de la oposición al Régimen. Wilson falleció en 2008 y se llevó a la tumba uno de los secretos mejor guardados de la Transición: cómo obtuvieron los etarras en Madrid la información para matar al delfín de Franco. Desconozco si ha dejado escritos sus recuerdos de aquellos años en ETA, pero se me antoja poco probable que un activista se dedique a redactar sus memorias. No me imagino a Pérez Beotegui recopilando en una libreta sus andanzas y fechorías terroristas. Con las muertes de Argala y Wilson desaparecían los dos únicos testigos que habían conocido al personaje anónimo que puso en la diana a Carrero. Es como el cuadro de Dalí, El hombre invisible, que ocupa una de las paredes del Museo de Arte Moderno de Nueva York. Una imagen difuminada e incompleta con un cuerpo en forma de cascada. Ése es nuestro hombre invisible de la Transición. Posiblemente, también lo llegaran a conocer Eva Forest y el etarra Kaskazuri. Pero muerta la mujer de Alfonso Sastre, tan sólo queda el etarra Ignacio Ugalde Aguirresarobe, que llegó a ser responsable de fugas de la banda. En 1993 fue detenido por la policía y, tras pasar por la cárcel, quedó en libertad. En la actualidad se desconoce su paradero, aunque posiblemente resida en Francia. Argala fue asesinado en Anglet por un comando del Batallón Vasco Español, integrado por agentes y colaboradores de los servicios secretos del SECED, en el quinto aniversario de la muerte de Carrero. ¿Quisieron vengar al almirante o quitar de en medio a un testigo incómodo que además, en esos momentos, negociaba con el Gobierno? La España de la Transición también guarda muchas sombras como las del árbol Malato. Muchos hombres invisibles como los de Dalí. La banda jamás ha desvelado la identidad de ese «elegante hombre de traje gris», como lo retratan Carlos Estévez y Francisco Mármol en su libro Carrero, las razones de un asesinato. Posiblemente sea, junto con Golpe mortal de Ismael Fuente, Joaquín Prieto y Javier García y con Todos quieren matar a Carrero de Ernesto Villar, el mejor libro escrito hasta la fecha sobre la trastienda del magnicidio. También me gustaría destacar el libro de Ángel Ugarte y Francisco Medina, Un espía en el País Vasco. Y en el apartado de obras escritas por políticos que conocieron al almirante, resultan imprescindibles los varios volúmenes de las Memorias de Laureano López Rodó, quien fuera ministro del Plan de Desarrollo y de Asuntos Exteriores. Si los periodistas y algunos historiadores hemos pretendido despejar las incógnitas sobre el atentado de Carrero no ha sido así por parte de las instancias judiciales y policiales. Desde un primer momento, alguien de «arriba» ordenó cumplir con decoro el expediente y pasar de puntillas sobre las incógnitas del caso, tanto en los procesos civiles de los sumarios número 3/73 del Juzgado número 21 de Madrid y 142/73 del Juzgado de lo Penal. Y luego en el 73/75 del Juzgado Militar Especial. Las indagaciones para desliar la madeja del caso Carrero supusieron un coitus interruptus. Un verdadero gatillazo jurídico-policial. Duraron tres años, cinco meses y siete días. Las pesquisas tan sólo ocupan 3.009 folios, cuando un sumario de esas características puede alcanzar decenas de miles. La investigación quedó concluida, el 11 de mayo de 1977, por medio de un desolador auto, dictado por el titular del Juzgado de Instrucción número 21 de Madrid. En aquella fecha sólo quedaban tres personas en la cárcel por el magnicidio: Wilson, Goiburu y Ezkerra. Las declaraciones de Ezkerra ante la policía, tras su detención en septiembre de 1975, también han sido una fuente documental muy valiosa para la elaboración del libro. Pude acceder a ellas en 2003, en el transcurso de mi investigación ya citada para El Mundo. Entonces me detuve en los movimientos del comando Txikia en Madrid a partir de la declaración policial de José Ignacio Múgica Arregui, que pude leer en los archivos policiales de la Comisaría General de Documentación, en su edificio de Canillas. Me llamó la atención un dato verdaderamente surrealista y provocador: todos los etarras que se desplazaron a Madrid tenían tras de sí una orden de busca y captura y se relacionaban con grupos vigilados por la todo expeditiva Policía político-social de un régimen dictatorial. La Policía franquista que a menudo efectuaba redadas indiscriminadas entre los grupos de la oposición. Incomprensiblemente, jamás se toparon con un etarra, y eso que los Argala y Cía cometieron infinidad de errores; algunos de ellos, impensables en una red clandestina. La dictadura de Franco, presentada en Europa como la más represiva, dejaba escapar a los asesinos del delfín del Caudillo. Algo asombroso. En 2003, como complemento a la información que había recabado de los archivos policiales, solicité al Departamento de Estado norteamericano la desclasificación de los documentos elaborados sobre el atentado por la Administración de Estados Unidos. Quería comprobar si Washington respondía con la misma transparencia informativa a los periodistas extranjeros que residen a miles de kilómetros de Washington. Les remití una carta para que me facilitaran una copia de los documentos que se pudieron generar en aquellas fechas tanto en la delegación diplomática de Madrid como en la antena de la CIA. El 20 de octubre de 2003 envié la misiva a Margaret P. Grafeld, la coordinadora del Information and Privacy de la Office of Information Resources Management Program and Services del Departamento de Estado, con sede en Washington. Le solicitaba, acogiéndome a la Freedom of Information Act (FOIA), la desclasificación de una serie de documentos: —Los informes elaborados en la Embajada de Estados Unidos de Madrid sobre el atentado y remitidos al Departamento de Estado. —La correspondencia de la Embajada con las autoridades españolas. —Los informes sobre la figura política de Carrero. —Los informes de la CIA sobre el asesinato y sobre la ETA de 1973. Siete días después, el 27 de octubre, recibí una carta del Departamento de Estado, firmada por Richard C. Devine, de la Oficina de Programas y Servicios. Contestaba a mi requerimiento de forma positiva. Me decía que había puesto en marcha mi solicitud, pero que los documentos relacionados con la CIA tenía que pedírselos al coordinador de la FOIA de esa agencia. Me convertía en el primer periodista español que conseguía documentos secretos desclasificados sobre la figura y los hechos que rodeaban el atentado de Carrero. Los funcionarios americanos me decían que la ley les obligaba a borrar todos aquellos datos personales que pudieran afectar a la seguridad o la privacidad de colaboradores de la Administración norteamericana y que disponían de cuarenta y cinco días desde la fecha de la carta para comunicarme los documentos encontrados. Con los documentos de la CIA no tuve ningún problema ya que la Agencia los había desclasificado con anterioridad y los había volcado en su página de internet. Días después recibí un sobre de color amarillo con los documentos. Algunos de ellos me han servido para elaborar el libro que tienen en sus manos y que reproduzco en los anexos. En el proceso de esta obra he tenido, asimismo, la oportunidad de acceder al sumario del atentado de Carrero. Me lo he leído con mucho detenimiento, folio a folio, y, como presuponía, me he encontrado con muchísimas lagunas. Está claro que ningún profesional de la investigación, independiente y serio, habría realizado tal pantomima. En los tres mil folios de sus cinco tomos aparecen las declaraciones de ciento sesenta y dos personas, pero sus interrogatorios están encauzados más a tapar que a descubrir. El magistrado Luis de la Torre Arredondo, en 1973 presidente de la Sección Cuarta de lo Criminal de la Audiencia Provincial de Madrid, se hizo cargo de la instrucción de la causa. De la Torre desveló más tarde a la revista Interviú las presiones que tuvo que sufrir para no investigar una pista que le conducía a la CIA norteamericana y a algunos sectores del búnker. Asimismo, se quejó del poco interés que pusieron las administraciones Arias Navarro y Suárez para que se llegara a descubrir toda la verdad. Al parecer, algunas alfombras permanecieron sin ser levantadas. El magistrado reveló unas palabras de Gutiérrez Mellado que, como él, veraneaba en Suances: «Chico, hay tantos que querían quitarse de en medio a Carrero». La viuda del almirante, María del Carmen Pichot, también se mostró contrariada por el modo en que se había llevado la investigación. Siempre estuvo incisiva sobre un supuesto complot contra su esposo: «Acaso molestaba a alguien. ETA fue la mano ejecutora».