El Rastreador estaba totalmente fascinado. La CIA, la TOSA, el Centro de Antiterrorismo, todos se habían equivocado al pensar que su presa dejó Pakistán para trasladarse a Yemen. Probablemente había estado allí, sí, pero luego había decidido buscar refugio lejos del AQPA (Al Qaeda en la Península Arábiga), entre los fanáticos que controlaban el AQCA (Al Qaeda en el Cuerno de África), llamado antiguamente Al-Shabab y que ejercía un absoluto dominio en la mitad sur de uno de los países más violentos del mundo: Somalia. Había mucho que investigar. Por lo que él sabía, Somalia, aparte del enclave vigilado en torno a la capital simbólica de Mogadiscio, era terreno vedado desde la matanza de dieciocho rangers en el incidente que se conocería como Blackhawk Derribado y que quedó grabado a fuego en la memoria herida de los militares estadounidenses. Si Somalia era famosa por algo, era por los piratas que desde hacía diez años asaltaban barcos y secuestraban cargamentos y tripulaciones exigiendo rescates millonarios. Pero los piratas estaban en el norte, en la zona de Puntland, un semidesierto habitado por clanes y tribus que sir Richard Burton, el explorador de la época victoriana, calificó en su momento como el pueblo más salvaje del mundo. Kismayo estaba en el sur del país, unos trescientos kilómetros al norte de la frontera con Kenia. Durante el colonialismo había sido un importante centro comercial italiano; ahora era un territorio sin ley gobernado por fanáticos yihadistas más radicales que cualesquiera otros en el islam. —¿Sabes qué es ese edificio? —le preguntó a Ariel. —No. Un almacén, un cobertizo grande, no sé. Pero desde ahí el Troll administra la base de admiradores; es donde está el ordenador con el que trabaja. —¿Sabe que tú lo sabes? El muchacho sonrió. —No, qué va. Él no me ha detectado. Si sospechara que le estoy vigilando, habría cerrado la base de admiradores. El Rastreador salió del desván y bajó de espaldas por la escalera metálica hasta el rellano. Ordenaría transferir toda la información a la TOSA. Haría que un drone sobrevolara, invisible y silencioso, aquel cobertizo, atento a cualquier susurro en el ciberespacio, a desplazamientos de calor corporal, fotografiando las posibles idas y venidas. El drone transmitiría todo cuanto viera, en tiempo real, a los monitores de la base aérea de Creech, Nevada, o a la de Tampa, Florida, y de allí a la TOSA. Mientras tanto, él iba a estar muy ocupado con lo que se había traído de Islamabad.     El Rastreador contempló durante horas la fotografía que había tomado a hurtadillas del retrato que la señora Shah guardaba como un tesoro. En el laboratorio habían mejorado la imagen hasta dejarla perfectamente nítida y enfocada. Mirando aquellas dos caras sonrientes, se preguntó dónde estarían en ese momento. El de la derecha daba igual. Toda su atención se concentró en el muchacho de ojos color ámbar, del mismo modo que durante la Segunda Guerra Mundial el general Montgomery había estudiado a fondo el rostro del mariscal Rommel, el Zorro del Desierto, tratando de imaginar su siguiente movimiento. El chico tenía diecisiete años en la foto. Eso era antes de convertirse al yihadismo radical, antes del 11-S, antes de Quetta, antes de abandonar la casa paterna e irse a vivir con los asesinos de Lashkar-e-Taiba y la Brigada 313 y el clan Haqqani. Las experiencias, el odio, los inevitables asesinatos presenciados, la dura vida en las montañas de las Áreas Tribales: todo ello habría avejentado el rostro del sonriente muchacho. Envió una fotografía actual del Predicador, aunque apareciera enmascarado, y otra con la parte izquierda de la foto tomada en Islamabad, a un grupo de investigación muy especializado. El Servicio de Información Criminológica, dependiente del FBI, dispone en sus instalaciones de Clarksburg, Virginia Occidental, de un laboratorio experto en envejecer caras. Les pidió que sacaran una imagen del rostro que tendría aquel muchacho en la actualidad. Después fue a ver a Zorro Gris. El director de la TOSA examinó las pruebas con gesto de aprobación. Por fin tenían un nombre; pronto tendrían una cara. Tenían un país, quizá incluso una ciudad. —¿Crees que vive allí, en ese almacén de Kismayo? —preguntó. —Lo dudo. Es muy paranoico. Apostaría lo que fuera a que vive en otro sitio, que graba sus sermones con una videocámara en un cuarto pequeño con esa enorme tela detrás que vemos en la pantalla, y que luego pasa la grabación a su ayudante, ese al que hemos apodado el Troll, para que la transmita desde Kismayo. Aún no lo hemos atrapado, ni muchísimo menos. —Bien, ¿y ahora qué? —Necesito un avión no tripulado vigilando ese almacén las veinticuatro horas del día. Si no fuera porque estoy seguro de que sería una pérdida de tiempo, pediría una misión de vuelo rasante para sacar fotos del edificio y comprobar si en los laterales o la fachada aparece el nombre de alguna empresa. Pero aun así necesito saber quién es el propietario. Zorro Gris contempló la imagen tomada desde el espacio. Era bastante nítida, pero con tecnología militar podían contarse los remaches del tejado a quince mil metros de altitud. —Me pondré en contacto con los chicos. Tienen instalaciones de lanzamiento en Kenia al sur, en Etiopía al oeste y en Yibuti al norte, y dentro del propio Mogadiscio la CIA dispone de una unidad encubierta. Tendrás tus fotos. Ahora que tienes su cara, que él se empeña tanto en mantener oculta, ¿piensas revelar su identidad? —De momento, no. Se me ha ocurrido otra idea. —Es asunto tuyo, Rastreador. Adelante. —Una última cosa. No estaría mal contar con el respaldo del J-SOC. ¿La CIA o alguien más tiene un agente secreto oculto en el sur de Somalia?     Una semana después sucedieron cuatro cosas. El Rastreador había estudiado un poco la trágica historia de Somalia. Descubrió que en el pasado había habido tres países. La conocida como Somalandia francesa, en el extremo septentrional, era ahora Yibuti. Todavía con fuerte influencia francesa, conservaba una guarnición de la Legión Extranjera y una enorme base estadounidense cuyo alquiler era vital para la economía del país. También en el norte, la Somalandia británica seguía siendo eso, una nación tranquila y pacífica, incluso democrática, pero curiosamente no reconocida como estado soberano. El grueso del territorio de la actual República Federal de Somalia lo constituía la antigua Somalandia italiana, una colonia confiscada tras la Segunda Guerra Mundial, administrada durante un breve período por los británicos y por último independiente. Tras unos años de dictadura, como parece ser de rigor, la antaño próspera y elegante colonia donde los italianos ricos solían pasar sus vacaciones vivió una guerra civil. Peleas entre clanes, entre tribus, entre caciques por la supremacía. Al cabo de un tiempo, la comunidad internacional, con Mogadiscio y Kismayo reducidas a escombros, se olvidó del asunto. Somalia alcanzó cierta notoriedad unos años después, cuando los empobrecidos pescadores del norte empezaron a dedicarse a la piratería y el sur se convirtió al fundamentalismo islámico. Al-Shabab, surgida no como ramificación sino como aliado de Al Qaeda, había conquistado todo el sur. Mogadiscio quedó como una frágil capital simbólica de un régimen corrupto que vivía de la ayuda exterior, pero en un enclave cerrado cuya frontera estaba vigilada por un ejército compuesto de keniatas, etíopes, ugandeses y burundeses. En el interior de ese cerco armado, el dinero extranjero iba a parar a proyectos de ayuda, y espías y agentes varios se dedicaban a fingir estar ocupados en otras cosas. Mientras el Rastreador leía con la cabeza entre las manos, o examinaba imágenes en el monitor de plasma de su oficina, sucedió la primera cosa reseñable: un RQ-4 Global Hawk se colocó sobre Kismayo. No iba dotado de armas porque no las necesitaba para su misión. Era la versión del Hawk llamada HALE (siglas inglesas de gran altitud, larga resistencia). Había partido de las instalaciones en la vecina Kenia, donde unos cuantos soldados y técnicos estadounidenses se achicharraban bajo el sol tropical, aprovisionados periódicamente por vía aérea y viviendo en módulos provistos de aire acondicionado como un equipo de filmación de exteriores. Tenían cuatro Global Hawk, de los cuales dos estaban en el aire. Uno había despegado antes de que llegara la nueva orden. Su misión consistía en vigilar la frontera keniato-somalí y las aguas cercanas a la costa en previsión de ataques e incursiones. La orden que acababan de recibir era la de sobrevolar una antigua zona comercial de Kismayo y vigilar un edificio en concreto. Como los Hawk tenían que turnarse entre sí, eso significaba que los cuatro estaban operativos. El Global Hawk es capaz de permanecer nada menos que treinta y cinco horas en zona. Cuando está cerca de su base, puede sobrevolar el objetivo durante treinta horas seguidas. A dieciocho mil metros de altitud, casi el doble que un avión de pasajeros, puede explorar diariamente hasta cien mil kilómetros cuadrados. O reducir el ámbito de exploración a diez kilómetros cuadrados y acercar el objetivo para tener una imagen absolutamente nítida. El Hawk que sobrevolaba Kismayo estaba provisto de radar de apertura sintética, cámara electro-óptica e infrarroja para operar de día y de noche, con cielo despejado o cubierto. Podía asimismo «escuchar» hasta la más breve transmisión hecha con el mínimo posible de energía y «olfatear» variaciones de fuentes de calor en función del movimiento de seres humanos en tierra. Toda la información llegaba en un nanosegundo a la central en Nevada.