Hay un dinosaurio en el Vestíbulo B de la Terminal Uno de Limited Airlines en el Aeropuerto Internacional O'Hare de Chicago. La primera vez que vi el esqueleto pensé que era un espejismo creado por mi cerebro confundido por el vuelo. 
Odio los viajes en avión. Me gustaría poder optar por el sistema de viajar propio de King Kong: que me adormecieran con sedantes, me pusieran en una caja y me desembarcaran al llegar a mi destino. Mis hábitos no mejoran mi aversión a viajar a 9.000 metros de altura. Cuando viajo solo, estoy tan centrado en llegar al punto B que no me detengo a comer. Habiendo tomado sólo una lata de gaseosa y una diminuta bolsita de galletas saladas en mi primer vuelo desde el minúsculo aeropuerto de Billings, Montana, que era el primer tramo de mi viaje de vuelta a casa en Nueva Jersey después de una excursión a la caza de fósiles en Wyoming, yo deambulaba por las salas atestadas de gente en busca de un asiento en la calurosa zona de espera. Y entonces es cuando vi el dinosaurio. Fijé un momento la vista en el espejismo, a la espera de que se evaporara, pero permaneció allí: un esqueleto magnífico y altísimo de Brachiosaurus.
La reproducción del fósil del Vestíbulo B había estado antes en la sala Stanley Field del Museo Field de Chicago, hasta que Sue, el Tyrannosaurus de ocho millones de dólares, irrumpió.  El día en que yo deambulaba por la terminal, el dinosaurio sobresalía por la parte superior de un pendón que anunciaba el Wi-Fi del aeropuerto, como si estuviera mirando hacia las pistas situadas más allá, comprobando las últimas salidas y llegadas.
Definitivamente, este Brachiosaurus no era el animal pesado e indolente que yo había visto en mis ajados libros de texto de mi escuela elemental. Los pesados hombros y las patas anteriores columnares conferían al dinosaurio un aspecto dignificado, que la larga desviación de los huesos del cuello hasta un cráneo cuadrado y con el hocico redondeado no hacía más que aumentar. Dicho cráneo (y algunas otras partes)32 se tomaron prestados de un dinosaurio diferente y estrechamente emparentado del Jurásico de Tanzania llamado Giraffatitan, pero la amalgamación de huesos facsímiles reflejaba todavía la imponente estatura de uno de los mayores dinosaurios que se haya encontrado nunca. Quizá Brachiosaurus ya no detente el título de peso pesado, pero para mí, un saurópodo de 26 metros de largo es igual de impresionante que uno de 30 metros. Sólo puedo imaginar de qué manera mis diminutos antepasados mamiferianos debían de haber visto a estos gigantes.
Sigo contemplando el dinosaurio, resiguiendo los complejos rebordes de hueso a lo largo de cada vértebra y las rugosas manchas en las patas, en las que debieron insertarse músculos inmensos. Dejo que el ojo de mi imaginación se detenga y empiece a encajar órganos internos dentro de la estructura ósea y recubra con músculos el conjunto antes de envolver al dinosaurio con un dibujo moteado de grandes manchas pardas y líneas blancas, no diferente del de una jirafa. Esto no es muy original, pero sí que es un poco más coloreado que el patrón estándar gris y verde oliva que de joven veía pegado a la piel del dinosaurio. Y después un extraño pensamiento me vino a la mente: ¿cómo tenían relaciones sexuales estos enormes animales?