1 —El muerto no estaba muerto. Estaba vivo, pero no estaba vivo. Esa era la situación. El celador, Calvin Somers, se paró al borde del camino de sirga y miró hacia atrás a lo largo del canal. Era un individuo delgado, tan testarudo y caprichoso como un crío. Gaddis se detuvo a su lado. —Continúa —le dijo. —Fue en el invierno de 1992, en febrero, en una noche de lunes como otra cualquiera. —Somers sacó una manzana del bolsillo del abrigo, le dio un bocado y masticó mientras recordaba—. El paciente se llamaba Edward Crane. En la ficha decía que tenía setenta y seis años, pero no había forma de saber qué era cierto y qué no. A mí me daba la impresión de que andaría por los sesenta y algo. —Echaron a andar de nuevo, dejando huellas en el barro con sus botas negras—. Estaba claro que ellos preferían que lo ingresaran de noche, cuando había menos gente y el personal de día había acabado su turno. —¿A quién se refiere con «ellos»? —preguntó Gaddis. —A los agentes secretos. —Un pato alzó el vuelo en el canal; unas gotas de sus alas salpicaron las aguas cuando giró en dirección al sol—. Trajeron a Crane en camilla, inconsciente, justo después de las diez de la noche del día tres. Yo estaba listo para recibirlo. Siempre estoy listo. Se saltaron la admisión y lo llevaron directamente a una habitación privada alejada de la sala general. En la ficha medica decía que no tenía parientes e incluía la orden de no reanimar en caso de parada cardíaca. Nada fuera de lo corriente. Para nosotros no era más que otro anciano con cáncer de páncreas en fase terminal. Le quedarían unas horas: fallo hepático mortal. Al menos aquella era la historia que el MI6 quería vender, y nos pagó por ello. Somers arrojó la manzana a medio comer hacia una botella de plástico que flotaba en el canal. Falló el tiro por un metro. —En cuanto metí a Crane en la habitación —prosiguió— lo enganché a unos goteros de solución salina y dextrosa. Una bolsa de amikacina que no iba a ninguna parte. Incluso le puse un catéter. Todo tenía que verse impecable por si algún miembro del personal asomaba la nariz por la puerta. —Y ¿alguien la asomó? ¿Vieron a Crane? Somers se rascó el cuello. —No. A eso de las dos de la madrugada, Meisner mandó llamar a un cura. Todo era parte del plan. El padre Brook. No sospechó nada. Llegó, le dio la extremaunción y se fue. Poco después apareció Henderson y soltó su discurso. —¿Qué discurso? Somers se detuvo. No acostumbraba a mirar a los ojos, pero en aquella ocasión lo hizo y habló con tono grandilocuente. Gaddis lo interpretó como un intento de imitar el educado acento de Henderson. —«A partir de este instante, Edward Crane está muerto a todos los efectos. Quisiera agradecerles sus esfuerzos hasta este punto, pero aún queda mucho por hacer». Un hombre en una bicicleta oxidada se acercaba hacia ellos por el camino, avanzando lentamente en el atardecer. —Todos estábamos allí —dijo Somers—. Waldemar, Meisner, Forman. Meisner estaba muy nervioso, parecía a punto de vomitar. Waldemar no hablaba mucho inglés y no parecía entender realmente en qué se había metido. Probablemente no pensaba más que en el dinero. Eso hacía yo también. En 1992 veinte mil libras era un montón de dinero para un celador de veintiocho años. ¿Sabes cuánto nos pagaban los tories? Gaddis no contestó. No le apetecía meterse en una conversación sobre lo mal pagado que estaba el personal sanitario. Quería saber cómo acababa la historia. —Bueno, la cosa es que en un momento dado, Henderson sacó del bolsillo del abrigo una lista y la fue repasando. Primero se dirigió a Meisner y le preguntó si había rellenado el certificado de defunción. Meisner dijo que sí y cogió el bolígrafo que llevaba encajado tras la oreja, como si aquello lo demostrase. Henderson me ordenó que fuera a la habitación de Crane y lo amortajase. «No hace falta que lo lave», me dijo. Por algún motivo, a Waldemar, a quien llamábamos Wally, aquello le pareció terriblemente divertido y no pudo contener la risa. Nos quedamos mirándolo. Entonces, Henderson le dijo que se controlase, y después le ordenó preparar una camilla para llevar al anciano a la ambulancia. Recuerdo que Henderson no habló con Forman hasta que los demás nos marchamos, así que no me pregunte qué le dijo a ella. Posiblemente que se hiciera con la etiqueta de algún cadáver del depósito, algún vagabundo de Praed Street sin identificación ni historial. De lo contrario no se habrían podido salir con la suya. Necesitaban otro cadáver. —Muy útil —dijo Gaddis, creyendo que debía hacer algún comentario—. Esto es muy útil. —Bueno, profesor, uno consigue lo que paga, ¿no? —Somers sonrió con arrogancia—. La parte complicada era que también teníamos que atender a otros pacientes. Era una noche de lunes normal. No todo podía interrumpirse sin más por el hecho de que el MI6 estuviese allí. Meisner era el doctor de guardia, así que tenía que andar todo el tiempo arriba y abajo por el hospital. Creo que hubo una ocasión en que lo perdí de vista durante casi hora y media. Wally tenía trabajo por todas partes. Yo también, y ade- más debía mantener al resto del personal de enfermería alejado de la habitación de Crane, por si a alguien le daba por cotillear. —El camino se estrechó frente a una barcaza y los dos hombres se vieron obligados a avanzar uno detrás del otro—. Al final todo fue como un reloj. Meisner consiguió el certificado. Yo amortajé a Crane, dejando un pequeño agujero en la tela para que pudiera respirar. Wally lo llevó a la ambulancia. Y hacia las seis de la mañana, el anciano desapareció rumbo a su nueva vida. —Su nueva vida... —musitó Gaddis. Alzó la mirada hacia el cielo que se oscurecía, y se preguntó, no por primera vez, si alguna vez llegaría a poner sus ojos en Edward Anthony Crane—. Y ¿eso es todo? —Casi. —En la ya escasa luz, Somers se limpió la nariz—. Ocho días después estaba leyendo el Times y me tropecé con la necrológica de un tal «Edward Crane». No era muy larga. Estaba encajada a la derecha y abajo de la página, en la sección «Recordatorios », al lado de un político francés que la había pifiado en Suez. Describían a Crane como un «hábil diplomático de carrera». Nacido en 1916, con estudios en Marlborough College y luego en el Trinity, en Cambridge. Había ocupado puestos en Moscú, Buenos Aires y Berlín. Nunca se había casado y no tenía hijos. Fallecido en el hospital de St. Mary, en Paddington, después de «una larga batalla contra el cáncer». Empezó a lloviznar. Gaddis cruzó la puerta de una verja y echó a andar hacia un pub. Somers se pasó una mano por la cabeza. —Y eso fue lo que ocurrió, profesor —dijo—. Edward Crane estaba muerto, pero no estaba muerto. Edward Crane estaba vivo, pero no estaba vivo. Esa era la situación. El pub estaba abarrotado. Gaddis fue hasta la barra y pidió dos pintas de Stella Artois, una bolsa de cacahuetes y un doble de Famous Grouse. Se había quedado sin efectivo por culpa de Somers y tuvo que pagar al camarero con la tarjeta de débito. Rebuscó en la chaqueta y dio con el trozo de papel arrugado donde tenía apuntadas sus contraseñas y el PIN, y tecleó el número mientras el encargado mascullaba entre dientes. Antes de que Somers saliera de los aseos, Gaddis se bebió el whisky de un trago y fue hasta una mesa vacía al fondo del pub. Desde allí podía contemplar a un grupo de fumadores temblorosos por el frío apiñados en el exterior, e intentó convencerse de que había tomado una buena decisión al dejar el tabaco. —Le he pedido una Stella —le dijo a Somers cuando este se acercó a la mesa. Por un momento pareció que el otro hombre no se iba a sentar, pero Gaddis empujó la pinta hacia él y añadió—: Y unos cacahuetes. Acababan de dar las seis. West Hyde en una noche de martes. Trajes, secretarias, gente de las zonas residenciales. En la máquina de discos sonaba Andy Williams. En la esquina más lejana de la sala, al lado de una diana de dardos, un cartel naranja clavado con chinchetas anunciaba: miércoles: noche de curry. Gaddis se quitó la chaqueta de pana y la dejó doblada en el brazo de la silla que tenía al lado. —Bueno, y ¿qué pasó después? Sabía que a Somers le encantaba aquella parte: hacerse con el papel central, jugar a ser Garganta Profunda. El celador (celador jefe; no cabía duda de que habría insistido en el detalle) volvió a sonreír con suficiencia y bebió un buen trago de su pinta. Algo en el ambiente cálido del pub le había ayudado a recuperar su acostumbrada autocomplacencia; era como si Somers se recriminase el haberse mostrado demasiado abierto junto al canal. Al fin y al cabo, era él quien tenía la información que buscaba Gaddis. El profesor había pagado tresmil libras por ella. Para él era puro oro. —¿Qué pasó... después? —Eso mismo, Calvin. Después... Somers se recostó en la silla. —No gran cosa.—Pareció insatisfecho con su propia respuesta y la elaboró para darle más efecto—: Seguí a la ambulancia con la mirada hasta que dobló la esquina de la oficina de Correos, me fumé un pitillo y volví a entrar en el hospital. Subí al ascensor, fui a la habitación de Crane, la ordené, tiré las bolsas de las intravenosas y llevé la ficha médica al registro de pacientes. Probablemente pueda echarle un vistazo, si quiere. Por lo que al hospital respecta, un enfermo de cáncer de setenta y seis años ingresó a causa de un fallo hepático y murió durante la noche. Ocurre todo el tiempo. Llegó un nuevo día y un nuevo turno. Hora de pasar a otra cosa. —¿Y Crane? —¿Qué pasa con Crane? —¿Nunca volvió a saber de él? La expresión de Somers fue la de quien escucha una pregunta idiota. Aquel era el problema con los intelectuales: eran así de estúpidos. —¿Por qué iba a volver a saber de él? —Bebió un buen trago y miró al techo. A Gaddis le entraron ganas de darle un puñetazo—. Supongo que le dieron una identidad nueva. Supongo que vivió felizmente otros diez años y murió pacíficamente en su cama. ¿Quién sabe? Dos fumadores, uno que entraba y otro que salía, se cruzaron ante lamesa.Gaddis tuvo quemover una pierna para dejarles pasar. —¿Y nunca habló de ello? ¿Nadie le hizo preguntas? ¿Nadie, aparte de Charlotte, le ha venido con el tema en más de diez años? —Así ha sido. Gaddis se olió que era mentira, pero sabía que no tenía sentido presionar. Somers era de los que enmudecían cuando los atrapaban en una contradicción. —¿Crane llegó a hablar? —preguntó entonces—. ¿Qué tipo de hombre era? ¿Qué aspecto tenía? Somers se echó a reír. —No hace esto a menudo, ¿eh, profesor? 18 19 Aquello era cierto. Sam Gaddis no acostumbraba a encontrarse con celadores en pubs en las afueras de Londres para tratar de sacarles información sobre la muerte fingida de diplomáticos de setenta y seis años, orquestada por individuos que habían pagado veinte mil libras a cambio de un silencio de por vida. Era un divorciado de cuarenta y tres años, profesor universitario adjunto de Historia de Rusia. Pushkin, Stalin, Gorbachov, eran su terreno habitual. Pero aquel comentario colmó su paciencia. —¿Y lo hace usted muy a menudo, Calvin? —replicó para poner a Somers en su sitio. Funcionó. En el entrecejo de Somers apareció un leve fruncimiento de pánico, que el celador intentó ocultar sin éxito. Buscó refugio en los cacahuetes y se manchó los dedos de sal al pelearse con la bolsa. —Mire —dijo—, Crane no habló en absoluto. Antes de ingresarlo le habían dado un calmante que lo había dejado inconsciente. Tenía el pelo canoso, y se lo habían afeitado para que pareciera un paciente de quimioterapia, pero tenía la piel demasiado sana para alguien con su supuesta enfermedad. Pesaría unos setenta kilos. Entre uno setenta y cinco y uno ochenta de estatura. No sé de qué color tendría los ojos, nunca los abrió. ¿Le sirve? Gaddis no respondió de inmediato. No hacía falta. Dejó que el silencio hablase por él. —¿Y Henderson? —dijo finalmente. —¿Qué pasa con él? —¿Qué tipo de hombre era? ¿Qué aspecto tenía? Lo único que me ha contado hasta ahora es que llevaba un largo abrigo negro y que hablaba como una mala imitación de David Niven. Somers giró la cabeza y se quedó mirando a la esquina más alejada de la sala. —¿Charlotte no se lo dijo? —¿Decirme qué? Somers parpadeó rápidamente y dijo: —Páseme ese periódico. En la mesa de al lado, sobre un pequeño charco de cerveza, había un ejemplar húmedo del Times que alguien se había dejado allí. Una joven negra estaba escuchando algo en un iPod de color rosa; Gaddis le preguntó si podía coger el periódico y la joven asintió sonriendo. Gaddis lo alisó y se lo pasó a Somers por encima de la mesa. —¿Ha oído hablar de la comisión de investigación Leighton? —preguntó. Esa comisión investigó ciertos temas de la política del gobierno durante la guerra de Afganistán. Gaddis había oído hablar de ella, y había leído columnas de opinión y visto reportajes en Channel Four News. —Continúe. Somers buscó la página cinco del periódico. —¿Ve a este tipo? Extendió el periódico en la mesa y lo giró ciento ochenta grados. Con un dedo estrecho y con la uña mordida, el celador señaló la fotografía de un hombre que se inclinaba para entrar en un Rover gubernamental en una calle de Londres bastante transitada. Un hombre bien entrado en la mediana edad rodeado por una horda de periodistas. Gaddis leyó el pie de foto: «Sir John Brennan abandona Whitehall tras declarar ante la comisión». Dentro de la foto más grande había un recuadro con la foto formal de Brennan para el Foreign Office. Gaddis levantó la mirada, y Somers se dio cuenta de que había atado cabos. —¿Henderson es John Brennan? ¿Está seguro? —Tan seguro como de que estoy aquí sentado mirándolo. —Somers vació su pinta—. El tipo que hace dieciséis años me pagó veinte mil libras para ocultarlo todo no era un agente secreto cualquiera. El tipo que en 1992 se hacía llamar Douglas Henderson ahora es el jefe del MI6. 20