El tiempo pasó y Alemania quedó dividida, en el oeste tuvo lugar el milagro económico y en el este el socialismo. Los occidentales no querían acordarse de nada, porque estaban ocupados en construir un estado industrial rico; los orientales no tenían que acordarse de nada, porque según la interpretación de la República Democrática Alemana solo había nazis en el oeste. Así pues, apenas nos han llegado chistes políticos sobre la Alemania nazi de finales de los años cuarenta y principios de los cincuenta. En cambio había, tal y como lo relata la superviviente de Auschwitz Ruth Kluger, chistes de muy mal gusto sobre los judíos que regresaban para reclamar las propiedades que les habían sido incautadas. En Viena circulaba la pregunta: «¿Qué? ¿Ya ha vuelto tu judío?». Algunas personas no habían aprendido nada de lo sucedido, no porque fueran estúpidas, sino porque no querían aprender. Así pues, los miserables simpatizantes «al ciento cincuenta por cien» se abrieron paso rápidamente hacia arriba en ambos lados de la Alemania dividida. En pocas palabras, era una época en la que retornó una repugnante superficialidad en la que los alemanes se pusieron anteojeras y siguieron pronunciando groserías antisemitas en los salones. La voluntad de cambio no llegó a la Alemania occidental hasta que tuvo lugar el cambio generacional. En los años sesenta y setenta se superó finalmente el vergonzoso pasado; no porque así lo deseara la generación de la guerra, que se defendía enérgicamente, sino porque los jóvenes lo demandaban. En el transcurso de ese doloroso proceso se abrieron abismos inconmensurables. Los viejos repetían una y otra vez la misma letanía: «¡No sabíamos nada!», una posición que la mayoría mantuvo hasta su muerte. En aquella época de tanta carga emocional no se podían hacer bromas sobre Hitler, habría sido algo inconcebible. En lo que se refiere a la representación del Holocausto en el arte, se configuraron tres leyes tácitas, tres «convenciones» que el anglicista de Nueva York Terrence Des Pres formuló de la siguiente manera: — El Holocausto debe ser representado como una totalidad, como un acontecimiento extraordinario, como un caso especial y un ámbito bien definido, antes o después de toda la historia o separado de ella. — Las representaciones del Holocausto deben ser tan exactas como sea posible para hacer justicia a los hechos y a las circunstancias del acontecimiento; no hay razones legítimas ni artísticas para llevar a cabo transformaciones o manipulaciones. — Uno debe aproximarse al Holocausto como si se tratase de un acontecimiento significativo, tal vez incluso religioso, con una gravedad que excluye cualquier reacción que pudiera oscurecer su extraordinario significado o deshonrar la muerte de tantos seres humanos. Naturalmente se produjeron transgresiones a estas convenciones, pero fueron valoradas de maneras muy diferentes. Ocasionalmente, algunos cineastas y cómicos obtuvieron «licencia» para satirizar el régimen de Hitler. Los críticos alemanes de posguerra no pusieron ningún reparo a El gran dictador. Ninguno de ellos quiso hacer reproches a Chaplin, que no sin razón ya se había convertido en vida en un icono del mundo anglosajón. Se reconocía de forma generalizaba que tenía las mejores intenciones cuando hizo la película. Aunque la cinta se cuenta entre las comedias más divertidas de todos los tiempos, la motivación de Chaplin era muy seria: poner en evidencia la peligrosidad del delirio nazi. También se reconocieron las buenas intenciones de Billy Wilder, en cuya comedia titulada Un, dos, tres, del año 1961, aparecen todo tipo de personajes nazis estrafalarios que golpean marcialmente sus botas. La crítica alemana observó con lupa otras producciones. Pero los criterios según los cuales se valoraba el género de las comedias antihitlerianas fueron cambiando en el transcurso del tiempo. Cuantos más años pasaban, de manera más distendida se contemplaban las representaciones del «ridículo Führer». Kathy Laster y Heinz Steiner añadieron dos reglas más a las convenciones de Des Pres en un artículo sobre la «nueva moral en la representación de la Shoa» con el objetivo de hacer justicia a la nueva mentalidad: — Las representaciones del Holocausto deben tener lugar en el ámbito de la «alta cultura». Los productos populares son automáticamente sospechosos y en cualquier caso menos significativos. Las comedias se dirigen en la mayor parte de los casos a un público que no es necesariamente culto, y por eso es más difícil considerarlas propias de la alta cultura. — El artista debe tener la actitud adecuada y la motivación adecuada: altruismo, las mejores intenciones, las metas adecuadas de orden moral y didáctico. Incluso cuando el producto es cómico, el artista debe dar muestras de una adecuada seriedad. Ya a finales de los años sesenta Mel Brooks se había situado más allá de todas las reglas tácitas. Si bien en su cinta The Poducers (1968) el Holocausto no constituía el centro de interés, el argumento era de todo menos políticamente correcto. Dos productores de Broadway quieren engañar a unas inversoras. Para ocultar sus maquinaciones criminales acuerdan producir un granflop. Su intención es que cuando se produzca el fracaso económico, la contabilidad no sea auditada y las huellas de su engaño queden borradas. Para asegurarse de que la película sea un estrepitoso fracaso, le encargan a un célebre neonazi la tarea de escribir un musical. Cuando aquel tipo estrafalario les entrega la indescriptible pieza Springtime for Hitler, los productores creen que lo tienen ya todo ganado. Pero esa obra escrita con total seriedad por el autor en la que los nazis bailan con ligueros, se convierte en un grandísimo éxito de taquilla. Las artimañas de los dos productores quedan al descubierto y dan con sus huesos en la cárcel. «Seriedad adecuada»: de eso no hay nada en el popular espectáculo de Mel Brooks. Y desde luego tampoco es una película del ámbito de la «alta cultura». Pero esa película atrevida y poco convencional obtuvo una gran acogida entre el público. Mel Brooks incluso recibió el Oscar al mejor guión. «Cuando uno se sitúa en un pedestal y se pelea con un dictador, puede que no gane la pelea [...] Pero si se le ridiculiza y se le bajan los humos, no puede ganarnos.» Como la película resultó un extraordinario éxito, la crítica la apoyó incondicionalmente. Al fin y al cabo, The Producers era una producción americana de éxito y además de un director judío. Si se hubiera tratado de una producción nacional que no hubiera contado con un decisivo «voto de confianza» anticipado, tal vez el veredicto no habría sido tan indulgente. El tema escabroso del «Führer ridículo» no estaba superado, sobre todo en Alemania. El remake menos exitoso que hizo en 1983 Mel Brooks de la película de Lubitsch Ser o no ser también provocó amables reacciones. Pero eso no significa que todas las producciones anglosajonas estuvieran por encima de cualquier crítica. En 1990, una ola de indignación recorrió Alemania. La causa de aquel arrebato fue que el canal británico Galaxy había emitido una sitcom en la que AdolF Hitler aparecía retratado como un burgués suburbano. En Heil, Honey, Iam home, el Führer y Eva Braun, que han sobrevivido a la guerra, viven en una urbanización de chalés adosados. Hitler siempre anda a la greña con sus vecinos, la pareja judía Goldenstein. El dictador aparecía retratado como un tiquismiquis de poca monta, como el protestón de la puerta de al lado; y, partiendo de ese concepto, los autores de la irreverente serie concibieron todo tipo de estúpidos gags. La prensa británica se declaró no amused. Su veredicto fue que la serie trivializaba el Holocausto y ofendía a los británicos que sobrevivieron a los crímenes de guerra. La emisora, asustada por la protesta general, retiró aquella serie de tan mal gusto y solo emitieron el primer capítulo de ocho; en cualquier caso, algunos fragmentos fueron reutilizados en un show producido posteriormente llamado 100 Greatest TVMoments from Hell, una recopilación de los programas de televisión más penosos de todos los tiempos. El fin de un tabú: Adolf, el cerdo nazi de Walter Moers y La vida es bella de Roberto Benigni Unas malas críticas tan unánimes no constituyen sin duda un buen presagio para una estrella de la comedia internacional que se quiere aproximar a un tema especialmente delicado. Roberto Benigni, conocido fuera de Italia sobre todo en su faceta de cómico, rodó en 1997 La vida es bella. El tema de la comedia era el Holocausto. Un número en la cuerda floja más peligroso que este apenas hubiera sido imaginable. Y sin embargo la película de Benigni comienza de un modo relativamente inocente: nos va contando con todo lujo de detalles la historia del encantador Guido, un soñador habitante de la ciudad de Arezzo. Haciendo uso de toda clase de trucos, el héroe consigue quitarle la novia, la bella Dora, al secretario local del partido. Le sirve de ayuda su ingenio con el que consigue hacer realidad lo que parece imposible. El soñador deja fuera de juego al malvado con una gran elegancia. Guido vive tan inmerso en su mundo de fantasía que no se da cuenta de cómo se va enrareciendo el ambiente político a su alrededor. Rapta a la novia a lomos de un caballo que le ha prestado su tío judío; los nazis acaban de pintarrajear el cuerpo del pobre animal con todo tipo de insultos. Pero Guido solo tiene ojos para su idolatrada Dora e ignora el odio de los antisemitas. Entre tanto tiene lugar la boda y Guido y Dora tienen un hijo, Giosue. Un día los nazis ordenan reunir a todos los judíos de la ciudad de Arezzo para deportarlos a un campo de concentración. También Guido, Dora y Giosue son arrastrados. El escenario de las secuencias que siguen es un campo de concentración ficticio que se parece lejanamente a Auschwitz. Guido se da cuenta enseguida de que están en juego no solo su vida, sino la de su mujer y la de su hijo. Como no quiere inquietar al niño, le hace creer que el terror nacionalsocialista es en realidad un gran juego en el que se trata de ganar la mayor cantidad de puntos posible. Le cuenta al niño que le darán puntos, por ejemplo, si se queda escondido todo el día mientras Guido va a realizar los trabajos forzados. Así, Giosue se libra de la cámara de gas sin sospechar nada del espanto que le rodea. Como premio final del juego, Guido le promete al pequeño un tanque de verdad. Y al final lo «gana» cuando los americanos liberan el campo. Pero para Guido es demasiado tarde, las SS lo fusilan poco antes de la llegada de los libertadores. Indudablemente, la historia era dura de tragar: Auschwitz como escenario de una tragicomedia. Eso no se había visto nunca. Hasta entonces, el director y protagonista de la película era famoso por sus cándidas y triviales comedias. Y encima era de Italia, un país que había pertenecido al «Eje». El humor negro, así lo formularon Laster y Steinert, estaba reservado tan solo a las víctimas, no a alguien que no lo hubiera vivido directamente. Aquello hacía el proyecto doblemente problemático. Es de suponer que Benigni era consciente de que corría un gran riesgo. Pero la gran tormenta de la indignación no se produjo. Las pocas críticas negativas estaban formuladas amablemente. Incluso los espectadores más críticos tuvieron que reconocer que el delicado juego de equilibrio se había resuelto con éxito. Benigni había puesto en escena el filme con valentía y con mucha sensibilidad. En ningún momento La vida es bella busca el efectismo o cae en la minimización o el mal gusto. Los reproches que se le hicieron tenían que ver la mayoría de las veces con la representación poco realista del campo de concentración. Es cierto que el Auschwitz de Benigni tan solo se asemeja esquemáticamente al histórico campo de exterminio. Para hacer la película, se limitaron a utilizar una antigua fábrica como escenario. Los violentos desmanes del personal de vigilancia y los asesinatos en masa quedaron más bien al margen. El periódico The New Yorker protestó enseguida diciendo que Benigni había llevado a cabo una falsificación de la historia, que ni en los campos de exterminio reinaba tal sosiego ni en Auschwitz vivían niños. La distribuidora americana reaccionó con nerviosismo y presentó la película con un texto introductorio en el que indicaba de forma expresa al carácter ficticio del argumento. Pero esa medida resultó ser totalmente superflua. En todo momento queda claro que La vida es bella está narrando un cuento. Precisamente es ese enfoque, en el que el Holocausto queda estilizado de una manera tan consecuente, lo que hace que la película sea tan efectiva. Por supuesto todo el mundo tiene en mente las espantosas imágenes de Auschwitz. Lo que en la película simplemente se bosqueja puede ser completado fácilmente por cualquier espectador. Durante la primera mitad de la película, en la que Guido va dando trompicones a través de una enrevesada historia romántica, Benigni alcanza momentos estelares. Cuando la familia es deportada, las tres figuras protagonistas ya se han ganado nuestro corazón. Su caída en desgracia, el paso por el campo de exterminio hitleriano no tienen que ser representados hasta el último detalle como si del campo original se tratase, porque el viraje del destino, la entrada del horror en el cándido mundo de Guido también resultan efectivos de esta manera. Benigni no cae en la trampa de introducir una ruptura fundamental de estilo a mitad de película. Precisamente porque lo fantástico se mantiene de manera consecuente y porque muchas cosas permanecen sin descifrar, la película obra en la fantasía del espectador. La vida es bella es, a pesar del asesinato del protagonista, una película sobre la supervivencia. La esperanza que no se apaga pese al horror se manifiesta en la figura del inocente Giosue. Tras la máscara del mal hay algo ridículo, banal, que es pasajero y que en algún momento será derrotado. Aunque se lleve por delante a Guido, Giosue vivirá y crecerá en un mundo sin nacionalsocialismo. Puede sonar ingenuo, pero los cuentos pueden ser idealistas, es parte de su esencia. La conciliadora, cómica y profundamente triste película de Benigni ganó en 1997 cuatro Oscar, un reconocimiento merecido por ese sensible tratamiento del trauma del Holocausto que en ningún momento roza la trivialidad.