Ostende 
I 
El sobrecargo recogió el último billete y, desde la 
escalerilla de desembarco, se quedó mirando a los viajeros 
que, con las manos en los bolsillos y el cuello del abrigo 
levantado, atravesaban los muelles relucientes por la lluvia, 
sorteando la maraña de vías y pasando por entre los vagones 
abandonados. Tras las ventanillas del largo expreso, las 
luces encendidas formaban una sarta de perlas azules. Una 
grúa gigantesca comenzó a evolucionar, girando sobre su eje 
y descendiendo luego lentamente. El rumor de la cabria 
ahogó por un momento el de la lluvia, que caía de un cielo 
plomizo azotando los flancos del buque y los muelles. Eran 
las cuatro y media de la tarde. 
—¡Vaya día de primavera! —dijo en voz alta el 
sobrecargo. tratando de olvidar las desagradables horas 
acabadas de pasar, la imagen de la cubierta mojada, el 
áspero olor de petróleo y el agrio de la cerveza del bar, y 
sobre todo aquel insoportable «frufrú» del vestido de la 
camarera, yendo de aquí para allá con las jofainas de 
hojalata. 
Se puso a mirar el brazo de acero de la grúa, la 
plataforma y la diminuta silueta del hombre con mono de 
trabajo azul que hacía girar un gran volante, y tuvo envidia. 
Diez metros de niebla y de lluvia separaban al sobrecargo 
del conductor de la grúa, de los pasajeros y del 
interminable expreso iluminado. No puedo escapar de esos 
«tipos», pensaba, recordando al joven judío embutido en un 
grueso abrigo de pieles, que se había quejado de que, sólo 
para un par de horas, le hubiesen dado un camarote de dos 
camas. 
—Por ahí no, señorita —advirtió a una joven que había 
venido en segunda—. La Aduana está allí... 
Su ceño fruncido se distendió un poco al ver aquel 
rostro joven y desconocido; por lo menos ésa no se había 
quejado durante la travesía. 
—¿Quiere usted un mozo para que le lleve la maleta, 
señorita? 
—No, prefiero llevarla yo. No pesa mucho y además 
no entiendo lo que dice esa gente. A no ser que desee 
llevarla usted, capitán. 
Una ligera sonrisa se dibujó en la comisura de sus 
labios casi cubiertos por el cuello de un deslucido 
impermeable blanco. Le gustó su descaro. 
—¡Ah, si yo fuera joven! No le faltaría a usted un 
ayudante. Los jóvenes de hoy en día no sé en qué piensan. 
Meneó la cabeza. Acababa de ver al joven judío que 
seguido de dos mozos cargados de maletas salía de la 
Aduana y caminaba por entre los raíles con gran precaución 
para no ensuciar sus zapatos grises de ante. 
—¿Va usted lejos? 
—Hasta el final —dijo la joven echando una triste 
mirada más allá de los raíles, de las pilas de equipajes y de 
las lámparas del coche restaurante, a los vagones del 
expreso. 
—¿En coche—cama? 
—No. 
—Pues tendría que ir usted en coche—cama si va 
hasta el final. Tres noches seguidas en un tren no es cosa 
agradable. ¿A qué va usted a Estambul? ¿A casarse? 
—Que yo sepa, no. 
Y al decir esto asomó a sus labios una sonrisa que 
participaba de la melancolía de la marcha y del temor a lo 
desconocido. 
—Nunca se sabe lo que puede ocurrir, ¿verdad? 
—¿A qué se dedica usted? 
—Bailo. Variedades. 
Se despidió del sobrecargo y se alejó. El 
impermeable ceñido revelaba la esbeltez de su silueta que 
no se descomponía al tropezar con los raíles. Se apagó la luz 
roja dando paso a la verde. Se oyó un prolongado silbido. El 
recuerdo de la joven, sus modales atrevidos y desenfadados 
y su rostro sereno pero picaresco llenaron por un instante 
la imaginación del sobrecargo. 
—Acuérdese de mí —le gritó—. Volveré a verla 
dentro de un mes o dos. Pero demasiado sabía que él 
olvidaría primero. Demasiados rostros se asomarían durante 
las siguientes semanas a la ventanilla de su despacho: 
pasajeros pidiendo camarotes, cambio de moneda, camas..., 
demasiados para acordarse de todos. Y además aquella 
chica no tenía ningún rasgo característico. 
Cuando volvió a subir a bordo habían baldeado ya las 
cubiertas para el viaje de regreso, y le gustó ver el buque 
libre de gente extraña. Así hubiera querido verlo siempre, 
con aquellos mocetones a quienes dar órdenes en su lengua 
materna y alguna camarera con quien beber una caña de 
cerveza. Chapurreó algunas palabras en francés a los 
marineros, y éstos le contestaron con una sonrisa. La 
delicada sensibilidad del sobrecargo se sintió herida al oír 
el obsceno estribillo que canturreaban, en el cual se oía con 
frecuencia la palabra «cornudo». 
—¡Mala travesía! —dijo en inglés el mayordomo jefe. 
Este había sido camarero en Londres, y el sobrecargo 
no decía en francés más que las palabras estrictamente 
indispensables. 
—¿Le ha dado buena propina ese judío? 
—Qué va. ¡Seis francos! 
—¿Ha estado enfermo? 
—No. Quien ha estado enfermo durante todo el viaje 
ha sido el viejo de los bigotes. Y ahora que me acuerdo: 
vengan diez francos. He ganado la apuesta. Era inglés. 
—Quién iba a decirlo con ese acento tan extraño ... 
—He visto su pasaporte: Richard John, profesor. 
—¡Qué raro! —dijo el sobrecargo—. ¡Qué raro! —
repitió luego para sí, soltando a regañadientes los diez 
francos. Acudió de nuevo a su mente la imagen de aquel 
hombre entrecano, de andar cansino, alejándose 
apresuradamente de la barandilla en cuanto retiraron la 
palanca y el mugido de las sirenas intentaba en vano 
desgarrar la niebla. Le había pedido un periódico de la 
noche. «A esta hora, en Londres todavía no deben haber 
salido», le había dicho el sobrecargo, y ante esa respuesta 
el hombre quedó absorto, como sumido en un sueño, 
atusándose sus largos bigotes grises. Mientras le servía a la 
camarera un vaso de Bass antes de repasar las cuentas, el 
sobrecargo pensó de nuevo en el profesor y por un instante 
se preguntó si aquel hombre llevaría en su interior alguna 
tragedia; si sería uno de esos seres agobiados y acosados 
que se encuentra uno en las novelas. De todos modos, el 
pasajero no había hecho ninguna reclamación y esto le hacía 
más fácil de olvidar que al joven judío, al grupo de turistas 
de la Agencia Cook, a la mujer enferma, vestida de malva, 
que había perdido una sortija, o al anciano caballero que 
había pagado dos veces su litera. Hacía más de media hora 
que el sobrecargo se había olvidado de la joven. Esta fue la 
primera circunstancia que la unió a Richard John, pues, 
como éste, se sumió en la oscuridad que se produjo en la 
mente del sobrecargo, abrumado por el trepidar de pasos, 
el olor del petróleo, el titilar de las luces de señales, los 
semblantes preocupados, el tintineo de los vasos, columnas 
de números... 
Amainó el viento por espacio de unos segundos, y el 
humo que llevado de acá para allá por las mudables ráfagas 
se había esparcido por el muelle y los tinglados, quedó por 
un instante suspendido en el aire. A Myatt, mientras se 
abría paso por el barro, le parecía que el humo era como las 
tiendas grises de los nómadas. 
Se había olvidado de sus estropeados zapatos de 
ante y de los impertinentes comentarios del aduanero 
acerca de sus dos pijamas de seda. Fuera del alcance de la 
grosería de aquel hombre, de sus desdeñosas palabras, 
«judío», «judío», se adentró en la sombra protectora de 
aquellas enormes tiendas. Aquí se sentía como en su casa. 
No tuvo necesidad para cobrar ánimos de pensar en su 
abrigo de pieles, en su traje de Savile Row, en su excelente 
situación económica o en el puesto que ocupaba en la firma. 
Pero al llegar al tren, sopló de nuevo el viento, se 
deshilacharon las tiendas de vapor y se encontró una vez 
más en el centro de un mundo hostil. Qué de cosas pueden 
conseguirse con dinero, pensó con gratitud. No siempre le 
era posible comprar la consideración, pero sí un rápido 
servicio. 
Despachó el primero en la Aduana para lograr, antes 
de que se presentasen los restantes pasajeros, llegar a un 
acuerdo con el jefe de tren: conseguir para él solo un 
departamento del coche—cama. Le horrorizaba desnudarse 
en presencia de otro hombre, pero no ignoraba que el 
privilegio de estar solo le costaría más caro por el hecho de 
ser judío. No era cosa de una simple solicitud acompañada 
de una gratificación. 
Pasó por delante de las iluminadas ventanillas del 
vagón restaurante. Sobre las mesitas estaban colocados los 
cubiertos para la cena. Destacaba en los manteles el círculo 
luminoso que producían las lamparillas con pantallas color 
malva. 
Ostende, Colonia, Viena, Belgrado, Estambul, recorrió 
maquinalmente la lista de los nombres de esas ciudades. El 
trayecto le era conocido y las capitales iban cobrando en su 
mente la forma de torres, minaretes, cúpulas o domos. 
Ciudades que no ofrecían ningún puerto de refugio 
permanente a su raza. 
Como Myatt se temía, el jefe de tren se mostró 
quisquilloso. «El tren está atestado», dijo; pero Myatt sabía 
que no era verdad. 
La gente no solía viajar en abril y, por otra parte, 
durante la travesía del Canal de la Mancha, Myatt había 
visto a bordo muy pocos pasajeros de primera clase. 
Mientras discutían, desfiló por el pasillo un grupo de 
turistas; damas de edad madura armadas con chales, 
mantas de viaje y cuadernos de apuntes, y un anciano 
clérigo que se dolía de haber perdido el último número del 
Wide World Magazine. «Cuando viajo leo siempre el Wide 
World», decía. Y cerrando el desfile apareció el guía del 
grupo de turistas sudando a mares; pero con rostro 
radiante y exhibiendo ostentosamente el emblema de una 
agencia de viajes. «¡Voila!», dijo el jefe de tren, y con el 
gesto parecía indicar que el tren transportaba una carga 
desacostumbrada. Pero Myatt conocía sobradamente el 
trayecto para hacer caso a tanta palabrería. Por sus 
incontenibles ansias de cultura era fácil adivinar que el 
grupo de turistas formaba parte del vagón con destino a 
Atenas. Cuando Myatt hubo doblado la cuantía de la 
gratificación, el jefe de tren cedió y pegó la etiqueta de 
reserva en el vidrio del compartimiento. Finalmente, Myatt 
se quedó solo y respiró a pleno pulmón. 
Desde su refugio observó el desfile de rostros a 
través del vidrio. A pesar de su abrigo de pieles sentía en 
los huesos la fría humedad del día, y cuando accionó la 
manecilla de la calefacción el vaho de su aliento empañó el 
cristal de tal modo que a través de él los viajeros aparecían 
como una sucesión de rasgos fisonómicos aislados: unos ojos 
inquisitivos, un vestido de seda color malva, un alzacuellos 
clerical... 
Sólo en una ocasión limpió el vidrio con el dedo para 
ver a una muchacha delgada, embutida en un impermeable 
blanco, que desapareció hacia el extremo del pasillo en 
dirección a los vagones de segunda clase.