CAPITULO 1 *ún queda sangre por chupar El vampiro, ese sediento humano no muerto-animal que, junto al hombre lobo, nos ha hecho temer a las bestias de la noche. Es del gusto refinado y de rigor histórico hablar de Vlad Tepes, aquel príncipe de Valaquia que en el siglo XV luchó con fiereza contra los otomanos. Sin embargo, el novelista irlandés Bram Stoker, en los estertores del siglo XIX, creó para su novela Drácula un personaje que, todavía tomando ciertas referencias o haciendo guiños al pasado de Vlad —esa necesidad de ser atravesado su corazón por una estaca, que no hace otra cosa que retrotraernos a la querencia por los empalamientos que el auténtico Tepes tenía para con sus enemigos—, lograba tomar un cuerpo totalmente particular y con matices soberanamente marcados. En cualquier caso, y como pasa con este tipo de monstruos en los que no necesariamente se ven delimitados sus poderes y sus puntos débiles, las décadas siguientes, y la entrada en una nueva centena de años, verían transformarse a tan característico personaje de pesadilla. El interés de escritores, dibujantes, cineastas o, incluso, músicos, llevó a dichos creadores a adentrarse en otros escritos, en los orígenes del mito del vampiro, en la etimología de la palabra que sirve para nombrarlo o en otras características que no fuesen las impuestas por la narración de Stoker. En 1922, y llegado desde el expresionismo germano cinematográfico, Nosferatu, una sinfonía del horror se subrayó como el largometraje que capturaba los rasgos principales de esos vampiros que poblaban las historias de terror del folclore de distintos puntos del globo terráqueo, desde China a Bulgaria, Grecia o Rumanía. Max Schreck se metía en el rol del chupasangre bajo las órdenes de Friedrich Wilhelm Murnau; una imagen que, aunque mitificada dentro del conocido cual séptimo arte, tenía unos precedentes hasta en ocasiones adelantados a la obra literaria de Bram Stoker. Es el caso de La mansión del Diablo (1896) de Georges Mélies, uno de los pioneros en lo que a cine se refiere. El que fuese director de teatro y hasta actor, un francés inquieto y amante del ilusionismo, diseñó su abracadabrante artefacto para capturar vida en movimiento, su primera cámara cinematográfica, al no lograr adquirirles a los hermanos Lumiere —padres del invento— su por entonces innovadora creación. Pero incluso Robert G. Vignola, inspirándose en un poema del literato nacido en Bombay Joseph Rudyard Kipling, se acercaría a estas criaturas de la noche por medio del filme de 1913 titulado The Vampir. A continuación se enterará de cómo el cineasta Jorge Grau se atrevió a meterse en ceremonias sangrientas con la mismísima Lucía Bosé y el latin lover Espartaco Santoni. De igual manera viajará a través de las actualizaciones que planearon tanto Guillermo del Toro como John Carpenter para acercarse al no muerto de los puntiagudos colmillos. Comprenderá el porqué Alfred Hitchcock elogiaba con sincero arrojo la danesa Vampyr (Carl Theodor Dreyer) o la razón por la que un director belga cual Harry Kümel, tras rodar el drama Monsieur Hawarden, decide dedicarle una moderna a la par que gótica película a la condesa Bathory. Incluso se explicará la manera en que la trama de aquel Soy leyenda del novelista Richard Matheson es reconstruida, tomándose bastantes libertades, por el guionista William F. Leicester. Háganos caso, no deje al descubierto su cuello.