El mundo se está transformando con violentas sacudidas en este recodo del siglo. Se habla mucho del progreso en los círculos intelectuales, y también en los que no lo son. El progreso es una palabra que resume muchas cosas y que sirve para explicarlo todo. Desde los neumáticos, que por primera vez se emplean en la carrera París-Burdeos-París, hasta la construcción del canal de Kiel y los misteriosos rayos X, que acaba de descubrir un oscuro profesor de la Universidad de Wurzburgo. Algunos maldicen a la civilización maquinista, que está mudando la faz del globo, y aseguran que es obra del mismísimo diablo, preguntándose con pasmo: «¿Adónde iremos a parar?» Otros alaban el progreso, la máquina de vapor y la electricidad, que son los símbolos de la era industrial, de la nueva civilización de las máquinas, que crece y se multiplica en Manchester, Barcelona, Milán, Glasgow, Lyon... Y de este formidable empuje de la civilización maquinista ha nacido en Lyon, precisamente, la máquina de «imprimir» la vida, como la llamará L'Herbier, y a partir de ella se creará un mundo fabuloso de mitos y de sueños. Satisfechos con los ensayos iniciales, los Lumiere decidieron efectuar una presentación pública de su invento en la capital. Un amigo de Antoine Lumiere, el fotógrafo Clément Maurice, relacionado con el tout Paris, fue el encargado de gestionar la búsqueda de un local idóneo para llevar a cabo la presentación. El local que eligió finalmente Clément Maurice fue un saloncito situado en el sótano del Grand Café, en el número 14 del Boulevard des Capucines, elegante arteria de la orilla derecha del Sena, situada entre la Opéra y la Madeleine. El saloncito había sido bautizado con el presuntuoso nombre de Salon Indien y utilizado como sala de billares hasta que, unas pocas semanas antes, la prefectura de policía ordenó la clausura de las salas de esta clase, que se habían convertido en terreno abonado para fáciles ganancias de los jugadores poco escrupulosos. La sala era de dimensiones reducidas, tal como convenía a los Lumiere, ya que pensaban que un fracaso pasaría así más inadvertido, mientras que un éxito provocaría aglomeraciones sensacionales en la entrada del local. Antoine Lumiere y Clément Maurice visitaron al dueño del Grand Café, que era un italiano llamado Volpini, y le propusieron alquilar la sala, ofreciéndole hasta un 20 % de los ingresos que se obtuvieran en las recaudaciones. Pero Volpini tenía tan poca confianza en aquel desconocido artefacto de Física Recreativa, que rechazó la oferta y estipuló que le pagarían 30 francos diarios y que el contrato sería por un año. Así fue, efectivamente, y los inventores eligieron para la presentación del cinematógrafo la semana de Navidad, durante la cual los bulevares parisinos suelen estar atestados de viandantes, que pasean contemplando los escaparates de los comercios. Se estableció que el precio de la entrada sería de un franco y que se celebraría una sesión cada media hora. Los Lumiere tuvieron la precaución de pegar en los cristales del Grand Café un cartel anunciador, para que los transeúntes desocupados pudieran leer lo que significaba aquel invento bautizado con el impronunciable nombre de Cinématographe Lumiere. La explicación, impresa en letra cursiva, resulta hoy un tanto pintoresca y barroca: «Este aparato -decía el textoinventado por MM. Auguste y Louis Lumiere, permite recoger, en series de pruebas instantáneas, todos los movimientos que, durante cierto tiempo, se suceden ante el objetivo, y reproducir a continuación estos movimientos proyectando, a tamaño natural, sus imágenes sobre una pantalla y ante una sala entera.» La fecha elegida para la presentación del cinematógrafo fue el 28 de diciembre de 1895 y previamente los Lumiere distribuyeron algunas invitaciones entre varias personas cuya asistencia les interesaba particularmente, como M. Thomas, director del Museo Grévin, Georges Mélies, director del teatro Robert Houdin, M. Lallemand, director del Folies Bergere, y algunos cronistas científicos. Sin embargo, tan sólo algunas de las personas invitadas asistieron a aquella proyección histórica y el aspecto de la sala antes de comenzar la sesión no era muy alentador. Algunos transeúntes ociosos, que tenían media hora que perder, decidieron bajar los peldaños que conducían hasta el Salon Indien. Pero la mayor parte de los que tuvieron ocasión de leer el cartel anunciador, se encogieron de hombros y, enfundados en sus abrigos, se perdieron entre la muchedumbre. La recaudación fue muy modesta. Ascendió a 35 francos, cifra que apenas cubría el importe del alquiler del salón. Aseguran las crónicas que flotaba en la sala, antes de comenzar la proyección, un ambiente de frío escepticismo. Este sentimiento duró todo el tiempo que las luces permanecieron encendidas, pues al apagarse, un tenue haz cónico de luz brotó del fondo de la sala y al estrellarse contra la superficie blanca de la pantalla obró el prodigio. Apareció, ante los atónitos ojos de los espectadores, la plaza Bellecour, de Lyon, con sus transeúntes y sus carruajes moviéndose. Los espectadores quedaron petrificados, «boquiabiertos, estupefactos y sorprendidos más allá de lo que puede expresarse», como escribe Georges Mélies, testigo de aquella maravilla. Y Henri de Parville recuerda: «Una de mis vecinas estaba tan hechizada que se levantó de un salto y no volvió a sentarse hasta que el coche, desviándose, desapareció.» Desde aquel momento la batalla estuvo ganada. Los espectadores se hallaban auténticamente anonadados ante aquel espectáculo jamás visto. «Los que se decidieron a entrar salían un tanto estupefactos -narra Volpiniy muchos volvían llevando consigo a todas las personas conocidas que habían encontrado en el bulevar.» Y, sin embargo, las diez brevísimas películas de diecisiete metros que componían los primeros programas presentados por los Lumiere mostraban imágenes absolutamente vulgares e inocentes. Películas que, barajando unas pocas variantes, ofrecían temas bien prosaicos: La salida de los obreros de la fábrica Lumiere (Sortie des usines Lumiere a Lyon), Riña de niños (Querelle de bebés), Los fosos de las Tullerías (Bassin des Tuileries), La llegada del tren (L 'arrivée dun train en gare de La Ciotat), El regimiento (Le régiment), El herrero (Le maréchal férrant), Partida de naipes (Partie d'écarte), Destrucción de las malas hierbas (Mauvaises herbes), La demolición de un muro (La démolition d'un mur), El mar (La mer), etc. Como puede verse, nada nuevo ni nada extraordinario ofrecían estos temas banales, propios del repertorio de cualquier fotógrafo aficionado de la época. Pero, a pesar de ello, el impacto que causaron aquellas cintas en el ánimo de los espectadores fue tan grande que al día siguiente los diarios parisinos se deshacían en elogios ante aquel invento y un cronista, víctima de una alucinación, elogiaba la autenticidad de los colores de las imágenes. Cuando se piensa en las razones por las que el público quedó fascinado ante aquel invento resulta inevitable sentir cierta sorpresa. No fueron los temas. No fue la salida de una fábrica o la llegada de un tren lo que llamó la atención de los espectadores -pues eran cosas vistas mil veces y bastaba con acudir a la fábrica o a la estación para contemplarlas-, sino sus imágenes, sus fidelísimas reproducciones gráficas que, aunque reducidas a las dos dimensiones de la pantalla, conservaban su movimiento real. La maravillosa capacidad de aquel artefacto para reproducir la realidad en movimiento fue lo que provocó el asombro y la perplejidad de los espectadores parisinos. Esta perplejidad que todavía conserva Julián Marías cuando señala la irrealidad de la realidad que muestra el cine, afirmando por ello que es una fantasmagoría, «porque se trata, no de cosas reales, sino de fotografías. Y ni siquiera de fotografías sino de proyección de fotografías; ni siquiera la fotografía del cine es asible, es palpable; se proyecta y no solamente se proyecta, sino que se proyecta en movimiento, es decir, está apareciendo y desapareciendo. Es, por tanto, una pura y simple fantasmagoría. Ahí está toda su limitación y toda su grandeza». Claro que afirmar esto es quedarse en la epidermis del fenómeno físico y con igual criterio podría definirse a la literatura como una agrupación caprichosa de sonidos o de signos gráficos convencionales. Pero la prueba más contundente de que el recién nacido cine no era solamente «una pura y simple fantasmagoría» la suministró en aquella hora temprana la recaudación de 2.500 francos diarios que ingresaban ya los Lumiere a las dos semanas de iniciarse la explotación de su invento y las interminables colas que se formaban ante la puerta del Grand Café y que llegaban hasta la calle Caumartin. En sus primeros balbuceos y con aquellas bandas primitivas, el cine demostraba ya sus extraordinarias posibilidades de reproducción realista. Aventajando en fidelidad a la crónica escrita, al pincel del artista o a la narración oral, la cámara tomavistas se revelaba como el más fiel e imparcial narrador y testigo de lo que aconteciera ante su objetivo. Su veracidad nacía de la prosaica deshumanización de la máquina, esto es, de la reproducción química de las imágenes y de su proyección óptico-mecánica sobre un lienzo. Por esta razón, el inocente repertorio de peliculitas que presentaron los Lumiere al estupefacto público parisino tenía un inestimable valor intrínseco como documento de una época, de sus gentes, de sus gustos, de sus modas, de sus trajes, de sus trabajos y de sus máquinas. En adelante las películas serán, ante todo y sobre todo, testimonios. Serán crónica y reflejo de la sociedad y de la época en que nacen, con sus costumbres, sus aspiraciones, sus mitos y sus problemas, aunque traten de velarlos u ocultarlos, convirtiéndose por ello mismo en documentos significativos del escamoteo de una realidad ingrata y de un intento de sustitución por otra más deseable. Aquí comienza, precisamente, la trascendencia sociológica de este invento nacido en el ocaso del siglo de las máquinas.