Maxim Gorky, «El reino de las sombras», 1896 (en Geduld, 1981, 17-21) La noche pasada estuve en el Reino de las sombras. Si supiesen lo extraño que es sentirse en él. Un mundo sin sonido, sin color. Todas las cosas —la tierra, los árboles, la gente, el agua y el aire— están imbuidas allí de un gris monótono. Rayos grises del sol que atraviesan un cielo gris, grises ojos en medio de rostros grises y, en los árboles, hojas de un gris ceniza. No es la vida sino su sombra, no es el movimiento sino su espectro silencioso. Voy a tratar de explicarme para no ser tachado de loco o de hacer concesiones al simbolismo. Estuve en el Aumont viendo el cinematógrafo de Lumiére: la fotografía animada. La extraordinaria impresión que produce es tan compleja y única que dudo de mi capacidad para describirla en todos sus aspectos. Sin embargo, trataré de expresar los que son fundamentales. Cuando se apagan las luces en la sala donde se expone el invento de Lumiére, aparece de pronto en la pantalla una gran imagen de color gris. Una calle de París, sombras de un mal grabado. Si se observa fijamente, se ven coches, edificios y personas en diversas posturas, congeladas e inmóviles. Todo en un tono gris, el cielo allí arriba es también gris, no se anticipa nada nuevo en esta escena demasiado familiar, pues más de una vez hemos visto imágenes de las calles de París. Pero, de pronto, un raro estremecimiento recorre la pantalla y la imagen recobra vida. Los carruajes que llegan desde alguna parte de la perspectiva de la imagen se mueven hacia ti, hacia la oscuridad en la que estás sentado; más allá de las personas aparece algo que se destaca, más y más grande, a medida que se acerca a ti; en primer plano, unos niños juegan con un perro, pasan unos ciclistas, y los peatones cruzan la calle sorteando los coches. Todo se mueve, rebosa vitalidad y cuando se acerca al borde de la pantalla se desvanece tras ella, no se sabe dónde.