La libertad guiando al pueblo En el año 1831 colgaba en el Salón de París un cuadro ante el que a diario se arremolinaban numerosas personas que, sin duda, sentían menos interés por la manera en que estaba pintado que por su motivo. El cuadro —del pintor por entonces ya famoso Eugene Delacroix— se titulaba La libertad guiando al pueblo y representaba un episodio de la Revolución de Julio de 1830. En él adoptaba forma el pasado más reciente: Una mujer joven medio desnuda, de pechos firmes, tocada con un gorro frigio rojo, encabeza a un grupo de luchadores a los que arrastra imperiosamente consigo. En una mano sostiene el rifle y en la otra, alzada, la bandera tricolor de la República, que ondea en medio del humo de la pólvora, que cubre el cielo. En la humareda sólo hay un pequeño claro por el que asoman las torres de Notre-Dame, bañadas por el sol de julio. A la derecha, junto a la mujer, hay un muchacho armado con dos pistolas, un auténtico ejemplar de los suburbios parisinos; a su izquierda, las chisteras de los estudiantes, y los obreros vestidos con gorras y blusones. ¿Es esta nueva Juana de Arco una criatura terrenal o una aparición? Un obrero moribundo, haciendo un último esfuerzo, se acerca a ella a rastras y la mira tan extasiado como si, en medio del alboroto de la lucha callejera y un instante antes de morir, se le concediera el milagro de contemplar la libertad. En cambio ésta, la libertad, no le presta atención, sino que avanza resueltamente por el pavimento desempedrado, entre los numerosos cadáveres que yacen en el suelo. Tal vez la multitud que observaba el cuadro intuía que éste no sólo representaba el suceso de los tres gloriosos días de julio, sino que además revelaba un fragmento del futuro. De hecho, una y otra vez, en el transcurso de las siguientes décadas, el pueblo francés, obedeciendo a la llamada de la libertad, deseará que se haga realidad su sueño de la república poniendo en práctica la escena pintada por Delacroix. Y este cuadro del año 1831, pese a los acontecimientos que representa, no perderá brillo hasta convertirse en una pintura histórica más. Al contrario; a los cuarenta años de su creación reaparecerá como una visión ante los ojos de un dramaturgo parisino de éxito, cuyas obras eran consideradas por el público de todo el mundo como la encarnación de la frivolidad, como para anunciarle precisamente a él que se acabaron las bromas y que pronto volverían a amontonarse los cadáveres y a levantarse las barricadas por las calles de París. Sin embargo, todavía falta mucho para llegar a esa memorable velada teatral en la que Ludovic Halévy, el letrista de las grandes operetas de Offenbach, sea castigado por ese rostro amenazante. La libertad guiando al pueblo. Por de pronto, el pueblo era guiado por Luis Felipe, el elegido de la burguesía acomodada, a cuya cabeza estaban algunos banqueros poderosos. «¡A partir de ahora reinarán los banqueros!», había asegurado el banquero Laffitte, tras escoltar al duque de Orleans, apresuradamente declarado rey por la Cámara, en su paseo triunfal hacia el ayuntamiento. Y sabía lo que decía. Después de que, con la Revolución de Julio, se eliminara el régimen absolutista de Carlos X y, con él, a la nobleza de rancio abolengo, quedaba despejado el camino para la aristocracia financiera. Los banqueros y sus amigos políticos, dicho sea de paso, eran personas ilustradas y liberales a las que les rondaba la idea de una monarquía constitucional según el modelo inglés, con un rey que, por su mera existencia, surtiera un efecto tranquilizador y con un Parlamento que gobernara. Naturalmente, en esa combinación se reservaban para sí mismos el papel principal, pues de esa manera, pensaban, se garantizaría el aumento de las cotizaciones y, por lo tanto, la felicidad de todos los ciudadanos.