Nadie filtra información sin tener un motivo personal. En determinadas ocasiones éste puede ser algo tan noble como denunciar una situación de injusticia, un deseo de dejar en evidencia la corrupción o los abusos. Pero casi siempre se trata de un juego de poder, de hundir a los enemigos y favorecer la propia posición. Por eso, un reportero nunca debe olvidar hacerse la pregunta: «¿Por qué me cuentan eso?». Es verdad que, a veces, convertirse en una pieza del juego, al menos en cierta medida, puede resultar algo aceptable. Ahora bien, hay que ser consciente de que cada revelación debilita de forma inevitable a alguien, al tiempo que refuerza la influencia de otros, y que cada persona poderosa que cae es sustituida en el acto por otra que no es necesariamente mejor. Si el periodista va a formar parte de ese juego, debe comprender que ésas son las condiciones y asegurarse de que no sólo sea uno de los participantes el que salga victorioso de la batalla. La libertad de expresión y la democracia también deben hacerlo. Aunque las informaciones se filtren por pura maldad —por avaricia o sed de poder— pueden conducir a algo bueno: que las ilegalidades salgan a la luz y se corrijan. Sin embargo, resulta imperioso que el periodista entienda los mecanismos que se esconden detrás de cada frase, y que en cada pregunta y cada comprobación de los hechos luche por su propia integridad.