Pier Angeli, actriz Es el único hombre al que he amado de verdad. Pero acabé casándome con otro. Son cosas que pasan. En junio de 1954 yo estaba rodando El cáliz de plata, dirigida por Victor Saville. Mi pareja era Paul Newman, que debutaba entonces. En el estudio de al lado trabajaba el equipo de Al este del Edén. La primera vez que me crucé con Jimmy fue en un pasillo. Ambos debíamos de estar, entre toma y toma, bastante aburridos. Llevaba un pantalón blanco, y tenía aquella forma de andar tan característica, encorvado, ceñudo y con un cigarrillo en la boca. Yo no recuerdo cómo iba vestida. Fue él quien se acercó a mí, eso sí que lo recuerdo. Me dijo algo de mi pelo. Yo tenía una melena negra, larga, de tipo mediterráneo. No supe qué decir. Él sabía quién era yo. Al día siguiente me confesó que en realidad le había preguntado por mí a un tramoyista. «Pier, qué nombre tan gracioso», comentó. Yo le aclaré que, en realidad, mi nombre era Anna Maria. Que habían cortado en dos mi apellido, Pierangeli, para fabricarme una nueva identidad. A lo que él dijo: «Me gusta más Anna Maria. Prefiero llamar a la gente por su nombre real». Yo le sonreí. Supe que la historia había empezado. Acababa de romper mi noviazgo con Kirk Douglas, era libre e infeliz. Nos hicimos amantes casi de inmediato. A veces las cosas suceden simplemente. Y luego los demás se empeñan en volverlas complicadas. Desde el principio, mi madre miró con malos ojos esta relación. Instintivamente, odiaba a aquel tipo mal vestido, sin afeitar, sin modales, que conducía demasiado rápido bólidos espectaculares. Me prohibió que saliese con él. Era una mujer de armas tomar, sin pelos en la lengua. Que protegía a su hija. La típica madre italiana, ya sabe. Me las arreglaba para escapar a su vigilancia, me reunía con Jimmy y dábamos interminables paseos por la playa cogidos de la mano. Se le veía feliz. Y creo que lo era. También creo que estaba tranquilo con una mujer por primera vez. El que no estaba tan contento con la situación era Kazan. Me acusó de distraer a Jimmy de sus obligaciones, de descentrarlo, de alejarlo de la violencia que requería su papel. Sus acusaciones nunca fueron directas. Las profería en presencia de terceros que hacían de correveidile. Nunca me gustó Kazan. Y, además, un tipo que se presta a denunciar a sus compañeros porque quizás sean comunistas es odioso. Jimmy y yo tuvimos que recurrir a un montón de argucias para vernos. Y nos divertimos con aquellas transgresiones y aquella clandestinidad. Luego nos dimos cuenta del interés que representaba para los estudios nuestro noviazgo y de la noche a la mañana nos convertimos en la pareja de moda de Hollywood. Sólo que a partir de ese momento las cosas se estropearon. La presión se hizo más fuerte. La de Kazan con Jimmy y la de mi madre conmigo. Sólo podíamos perder frente a aquellos monstruos. Y perdimos. En septiembre se consumaba la ruptura. En octubre anuncié mi compromiso con Vic Damone, un cantante de origen italiano que había recibido la aprobación de mi madre. Me justifiqué a mí misma con la excusa de la obediencia para casarme con él. ¡Pobre infeliz! Cuatro años más tarde, tras liberarme, entre tanto, de mi odiosa madre, acabé divorciándome. Pero era demasiado tarde. Jimmy llevaba mucho tiempo muerto. No te repones nunca de haber dejado pasar al gran amor de tu vida, se lo aseguro. Haces como que eres feliz, y quizá lo seas a veces, por casualidad, y sin querer. Pero no dura. Le das vueltas y vueltas a lo mismo, la mala suerte, la desgracia, el remordimiento, la pena. Pasa un año y otro, y tú siempre con una sonrisa en la boca, pero en la soledad, te sirves un whisky y luego otro y otro más. No logras conciliar el sueño porque los recuerdos del pasado te persiguen y entonces tomas somníferos, te dejas ir y te hundes en la oscuridad de los comas pasajeros. Finalmente, un día, te pasas un poco con las pastillas y te mueres. A los treinta y nueve años. Sí, al final, los barbitúricos pudieron conmigo. Sobreviví dieciséis años a Jimmy. No sé cómo fui capaz.