Los restos fósiles atestiguan la presencia de caballos primitivos prehistóricos en la pradera de América del Norte hasta el final de la época del Pleistoceno, hace diez mil años. Los primeros de esos animales tenían dedos en vez de cascos en las patas y eran del tamaño de un zorro. En versiones sucesivas, crecieron hasta alcanzar el tamaño de un pastor escocés. No obstante, al igual que los mamuts y camellos, mucho más grandes, que también vagaron alguna vez por las Llanuras, este animal se extinguió, y no fue hasta que los españoles introdujeron el caballo moderno en el continente a principios del siglo xvi cuando los cañones de piedra del hemisferio occidental retumbaron de nuevo con el estruendo de los cascos. Pese a las imágenes grabadas en el subconsciente por los westerns de Hollywood, todos los indios americanos, desde los inuits hasta los iroqueses o los incas, iban a pie antes de cruzarse con los europeos. Asimismo, y por una peculiaridad casual de la historia, la estirpe introducida en el Nuevo Mundo por los conquistadores se adaptó de modo ideal al nuevo entorno, y la extraordinaria mano que tenían los lakotas para domar y criar este animal supuso un momento histórico en la cronología de la tribu y del Oeste de Estados Unidos. Al contrario que los corceles pesados y alimentados con grano que se acoplaban a carros y arados en las regiones medias y altas de Europa y se montaban en batallas desde el puerto de Ibañeta hasta Bosworth, los veloces mustangs españoles remontaban su linaje hasta animales que, en otros tiempos, recorrían las áridas estepas de Asia Central. La raza tardó siglos en llegar hasta el sur de Europa a través de las invasiones árabes de Iberia, y en ese viaje se entremezcló con caballos del desierto similares procedentes de Oriente Medio y del norte de África, hasta convertirse en un animal autosuficiente e inteligente que se sentía como en casa en el clima seco y polvoriento de la planicie andaluza y, después, en el Oeste de Estados Unidos. El mustang, un animal más bien pequeño que no solía superar el metro y medio entre casco y hombro, era fácil de domar y capaz de recorrer grandes distancias sin agua. Prosperó en las planicies altas y secas de México, creciendo bien con las escasas matas de hierba, los arbustos e incluso la maleza. Además, era fecundo. Dos décadas después de la conquista de Moctezuma y del Imperio azteca a manos de Hernán Cortés en 1519, el gobernador del territorio de la frontera noroeste en Nueva España, Francisco Vázquez de Coronado, cabalgó al norte hasta llegar a Kansas en busca de las Siete Ciudades de Cíbola con más de mil caballos: criaturas aterradoras y ajenas para los indios. El territorio que conquistaron los españoles se extendió pronto al norte desde la ciudad de México, a través de las actuales Nuevo México, Arizona y California. Asimismo, Coronado y los colonos de Nueva España sabían muy bien el hechizo que ejercían sus caballos sobre los pueblos indígenas a los que esclavizaron y convirtieron por la fuerza. A ojos de los indios, el caballo dotaba a los invasores europeos de poderes en apariencia sobrenaturales, y ciertas tribus creían incluso que los conquistadores montados eran inmortales. Dada la inhumanidad con la que las autoridades coloniales trataban a sus taciturnos súbditos nativos, los españoles también se percataron de las consecuencias de permitir a los indios un mínimo de libertad o autogobierno y, más concretamente, cualquier conocimiento de la equitación. Así, siempre que una tribu resistía, las represalias llegaban rápido. En 1595, por poner un ejemplo, una expedición militar española de setenta hombres enviada a castigar a un grupo obstinado de pueblos indígenas asesinó a ochocientos hombres, mujeres y niños y se llevó a otros quinientos como prisioneros. Amputaron el pie derecho de todos los hombres cautivos mayores de veinticinco años, y los hombres de entre doce y veinticinco y las mujeres mayores de veinte fueron sentenciados a la esclavitud en los campos. Sorprende poco que los indios vivieran con un miedo abyecto hacia los caballos y sus bárbaros jinetes. Entretanto, aunque Coronado nunca encontró sus Siete Ciudades, a lo largo de esa travesía al norte se topó con numerosos indios americanos de las Llanuras. Las descripciones que hizo Coronado de estos pueblos habilidosos y diestros apuntan a que el español adivinó la sed de sangre, en sentido bastante literal, de dichos indígenas. Al relatar una caza de búfalos, Coronado escribió: «Abren la piel por el lomo y la arrancan de las articulaciones, usando un sílex largo como un dedo [...] con la misma facilidad que si empuñaran una buena herramienta de hierro. Se comen la carne cruda y se beben la sangre. Cuando matan una res, vacían una tripa grande y la llenan de sangre, y se la enrollan al cuello para beber cuando tienen sed. Después de abrir la barriga de la res, sacan la hierba rumiada y se beben el jugo que queda porque dicen que contiene la esencia del estómago». Coronado se dio cuenta de que si ese pueblo robusto adquiría monturas alguna vez, constituirían el mayor peligro para Nueva España. Pero por mucho que lo intentaran los españoles, no lograron cercar por completo sus prolíficas reses. Los apaches del suroeste fueron los primeros en sacar provecho de ello, espantando a los animales en asaltos a rancheros aislados y capturándolos a posteriori en abrevaderos y cañones cerrados. Los apaches se comían la mayoría de lo que incautaban, pero se quedaban con los animales más fuertes y los equipaban con arreos primitivos hechos con piel de búfalo para usarlos como transporte en asaltos más alejados. Los apaches no aprendieron nunca a criar esos mustangs casi domados; cuando necesitaban reponer la manada, organizaban más asaltos. Habían adquirido entonces más movilidad que cualquier otra tribu del continente, y el radio y los objetivos de sus ataques se expandieron por todo el territorio de Nuevo México. Así pues, cayeron con más dureza sobre sus enemigos ancestrales, los indios pueblos. Los pueblos se habían visto forzados prácticamente a punta de pistola a cerrar un pacto con los colonizadores españoles: a cambio de trabajos forzados y su conversión accidental al catolicismo, los españoles los protegerían de los apaches. No obstante, una vez que los apaches tuvieron caballos, ese cometido resultó ser imposible. Los asaltos montados a las comunidades pueblo aumentaron y, antes de que las expediciones españolas emprendieran la marcha, los apaches desaparecían como fantasmas en la penumbra rembrandtesca de la frontera. Los asaltos apaches se hicieron más frecuentes y feroces y, en 1680, los pueblos se levantaron por fin, alentados por la desesperación y por un curandero carismá tico de nombre Juan de Popé. La masacre subsiguiente se produjo en represalia por un siglo de crueldad. Los pueblos saquearon haciendas españolas, demolieron edificios gubernamentales y se regodearon especialmente en la destrucción de conventos e iglesias y el asesinato de sacerdotes franciscanos, veinte de los cuales fueron capturados en el patio de una iglesia y torturados hasta la muerte; los cuerpos los tiraron en el armazón carbonizado de la capilla. Los pocos españoles que sobrevivieron abandonaron el ganado en una huida desorganizada al sur de El Paso o al propio México. Una vez despejado Nuevo México, el chamán de Popé ordenó a su pueblo renunciar al idioma, a la religión e incluso al grano de los colonizadores. Los pueblos destrozaron los campos de cebada y de trigo y sacrificaron y se comieron las ovejas y reses españolas. Dado que nunca habían desarrollado el gusto de los apaches por la carne de caballo, simplemente abrieron los corrales y dejaron que miles de mustangs corrieran libres por las Llanuras del Sur. Este hecho se ha terminado conociendo como la Gran Dispersión del Caballo de América del Norte, la semilla de la transformación de la cultura del Oeste de Estados Unidos.