Hola, me llamo Antonio Contreras, soy estudiante de comunicación audiovisual y tengo veinte años. Una vez hecha la típica presentación al estilo Alcohólicos Anónimos, intentaré explicar cómo he llegado, precisamente yo, a escribir este libro, aunque tampoco lo tengo del todo claro. Lo que sé es que no debería dedicar todo el tiempo libre —y el que no debería ser libre— a los videojuegos y la televisión, cosa que hago. Con esta confesión he destapado dos de mis mayores defectos: soy vago e inmaduro... Venga, ahora que hemos empezado a destriparme, vamos a hacerlo bien: si no fuera suficiente con esto, también padezco el «síndrome del procrastinador», que consiste en empezar algo, dejarlo a medias y apoyarme en la vieja excusa de «ya lo haré». En mi escritorio tengo la carpeta de sueños, ideas y delirios de grandeza a rebosar, pero a la de proyectos realizados le están saliendo telarañas. A los obstáculos que me busco yo mismo hay que sumar algunos que me tocaron: soy sordo, tengo escoliosis y problemas motores leves; unos movimientos involuntarios que entre otras cosas me dificultan la vocalización, para los que tomo una medicina que me seca la boca... ¿Sigo? Lo cuento porque sé que es importante para los demás, pero yo no tengo memoria de otra cosa y la verdad es que no pienso en ellos casi nunca, como no pienso en que soy blanco, zurdo o madrileño. (...) Haciendo un esfuerzo por verme desde fuera, o recogiendo lo que otros me dicen, para mí la vida es como la de un extranjero que no domina el idioma. Lo entiendo todo, pero todo lo entiendo con interferencias, haciendo un esfuerzo, y esforzándome siempre por hacerme entender. Esto afecta a las relaciones personales y a los estudios. A lo mejor ni siquiera soy tan vago, es que estoy cansado antes que los demás. A veces me aislo y me quedo conmigo mismo en el mejor de los mundos, otras tengo que dar un golpe en la mesa como toque de atención; por ejemplo en las comidas familiares, que son un guirigay de quince personas hablando a la vez. Mi abuela me recordaba el otro día que a los cinco o seis años ya tenía que gritar para que se dieran cuenta de que soy sordo y de que quería enterarme de lo que se decía. En casa puedo obligar a todos a callarse, fuera es más difícil. He ido a un colegio de integración de sordos, el Tres Olivos, donde casi siempre se dio la circunstancia de que yo era el único deficiente auditivo en el aula, totalmente rodeado de oyentes. Así pues, no tengo mucha «conciencia de clase», pero he recibido allí mucha ayuda y adaptaciones, desde aulas con aislamiento acústico hasta logopedas de refuerzo. En Tres Olivos, todo el profesorado tiene una formación extra para ayudar a las personas con pérdida auditiva, se hace un seguimiento a las prótesis, ayudan a cada alumno según lo que necesita y se hace constante pedagogía para valorar la diversidad como riqueza. Ahora estudio en la universidad, un poco más cerca del temido «mundo real», y de momento no está siendo tan hostil, aunque también es cierto que me he entrenado como alumno. Por supuesto, soy sordo veinticuatro horas al día, también cuando hay botellón y todos hablan a la vez y a oscuras, o hay ruido de tráfico y no me entero de lo que dicen los demás, o cuando los subtítulos de la televisión desaparecen por las buenas o van cinco minutos tarde... En las discotecas, en cambio, soy el menos sordo de todos, porque nadie oye con la música y yo al menos leo los labios. Y eso sí, la tecnología se ha puesto de mi lado desde que nací. En Google, en las redes sociales, en Whatsapp no soy sordo. Son territorios perfectos para los que conseguimos tener un buen lenguaje.capacidad; yo me quito los audífonos y que me busquen. Cuando era pequeño y en verano venían las madres a sacar a los niños de la piscina porque tocaba cenar, los demás se iban tras cuatro gritos y a mí me bastaba con darme la vuelta y fingir que no veía a mi madre desgañitándose para pasar otra horita extra en el agua. Los problemas motores son leves, pero puñeteros; no puedo conducir y tardo más al hacer algunas cosas, aunque el cuerpo también me da alegrías. Puedo comer lo que quiero y no engordo un gramo, por lo que soy la envidia de la familia, ya que todos están permanentemente a régimen, así que de vez en cuando me exhibo con un buen donut delante de ellos. Pero mi auténtica desgracia es que tengo una gran habilidad para entrar en la friendzone. Quien no sepa lo que es, espero que lo ignore porque no lo sufre. Lo aclaro por si acaso: la friendzone —zona amiga en inglés— es aquel banquillo al que te mandan las mujeres que te gustan pero solo te quieren de amigo, para luego liarse con el primer malote que ven. Tener amigas está bien, pero quiero algo más, hombre... no pido tanto. Al menos esto solo me pasa con las mujeres de mi edad, ya que a las maduritas las tengo locas, como a la editora de este libro. Gracias a ella estoy escribiendo esto, porque cuando hay más personas cercanas implicadas en un proyecto, me sabe mal no hacer mi parte. La relación que tengo con Teresa Peyrí, la editora del libro y unos años mayor que yo, es una vuelta de tuerca a la de la película El graduado. Tenemos muy buena química. La conocí a través de mi madre, y desde el principio nos traemos un vacile de medio-novios en broma, que se vio acentuado cuando me gradué en bachillerato y se autoproclamó Mrs. Robinson, como la protagonista de la película. Al verme ya con mi título y sin haber madurado mucho, decidió que haría de mí un hombre (no de la primera manera que se pueda pensar), un hombre escritor, para que así pudiera ligar con jóvenes, como, según ella, hacen los músicos seduciendo con su guitarrita y sus cancioncitas de amor, o los poetas con sus alejandrinos y sus dodecasílabos. Precisamente por ese cariño que me tiene, mi Mrs. Robinson —que cree que todo lo que hago es genial, que babea cada vez que abro la boca, que quiere enmarcar mis whatsapps— me pidió es- Vale, ya teníamos a una hooligan y su protegido: ahora debíamos conseguir un proyecto por el que una editorial quisiera apostar. Teresa es bastante más práctica que yo y pensó en abordar el mundo que nos rodea, al que tenemos acceso y del que estamos enamorados. Yo tengo una familia —padre, madre y varios tíos— que trabaja en televisión y la vive apasionadamente. Juntos pensamos en lo extraordinario que sería saber cómo los mejores comunicadores de España entraron en su madurez, cómo experimentaron lo que yo estoy viviendo, la etapa en la que pasas de prepararte para la vida a encararte con la realidad del trabajo, cómo encontraron su camino. Queríamos ver si me iluminaban a mí y de paso a todos los lectores. No debíamos de ir mal encaminados porque enseguida Roca Editorial se involucró en nuestro proyecto. Y tuve la suerte de que Blanca Rosa Roca, otra mujer extraordinaria, para mi asombro confiara en mí incluso después de conocerme en persona. ¿Por qué no serán así las de veinte años? Esta experiencia va a ser una especie de Guía para madurar, para que yo mismo aprenda a ser un hombre de provecho mirándome en el espejo de mis periodistas y comunicadores favoritos. ¿Cuál es el ingrediente que los ha llevado al éxito? No digo al dinero o a la fama, sino a la cumbre de su profesión, a ser referentes para todos nosotros. ¿Es la pasión, la constancia, puro talento, suerte, un gen sin identificar? Voy a entrevistarles sin prisas, en sus casas, para ubicarles, y a pedir una segunda opinión, como cuando vas al médico, a alguien de su entorno, para tratar de ver si las trayectorias que han recorrido tienen señales que rastrear. ¿Por qué Ana Pastor ha cambiado la forma de entrevistar y no la empollona del pupitre de al lado? ¿Cómo hace Jordi Evole para que sus entrevistados estén dispuestos a acompañarle al corredor de la muerte? ¿El liderazgo de Antonio García Ferreras es genético o adquirido? ¿Cómo se convirtió José Miguel Monzón en El Gran Wyoming? ¿Había algo en el Iñaki Gabilondo niño que permitiera adivinar que sería el portavoz de varias generaciones y de una forma de entender la información? (...)