José enrique Ruiz-domenec escribe un prólogo excelente sobre el autor y condensa su vida en estas pocas fechas. 1858. En este año, tras graduarse en Harvard, Henry Adams viaja a Alemania para estudiar leyes en la universidad de Berlín. Llega el momento de tomarse un respiro. Soft story. Ilusionado y con el espíritu abierto a nuevas sensaciones, entra en contacto con la vieja capital de Prusia; hay un aire denso en el ambiente: el aire de Berlín de los últimos años de Federico Guillermo IV. Un lugar de bullicio donde la intriga sustituía a la fiesta. Aún se percibían los ecos de la década de 1838-1848, «la década notable», como la calificó Pavel Annenkov, y se hablaba de las clases de Schelling en el Anfiteatro número 6. ¿Cómo controlar la opinión pública? Esa era la pregunta del momento. Henry Adams, que había acudido a Berlín a estudiar derecho, terminó por aprender la importancia de los medios de co¬municación en el futuro de la civilización occidental. Este inesperado giro de su vida es un perfecto compendio del ambiente político de la época. Un relato que habla de la acción como el gesto capaz de encauzar la violencia latente de la sociedad en una dirección que los profetas del futuro, fueran Marx, Proudhon o Bakunin, llamaban progreso y, a sus seguidores, progresistas. Relato de idealización. El viaje a Florencia con su hermana Louisa Catherine, de casada Kuhn, resulta instructivo. Lo conocemos bien por las veintiséis cartas que ella escribió a la familia. Van de anécdota en anécdota, todas amables, llenas de detalles de gran interés, pero que impacientan al lector que quiere saber cómo afectó a Henry Adams el arte italiano del Renacimiento. Pero nos quedamos con las ganas. Aquí hay que citar a Robert J. Robertson: en las cartas describe el interés de los florentinos por el Risorgimento y su apuesta por la unificación de Italia. Como buena liberal, se siente confortada por la destitución del duque Leopoldo II de Austria y la unificación de la Toscana con el Piamonte. En una carta informa con alborozo sobre los resultados del plebiscito del 31 de marzo de 1860 y de la llegada triunfal de Víctor Manuel II y su primer ministro, el conde de Cavour. Louisa Catherine describe los detalles del viaje que cambió la actitud de su hermano ante la vida. Había que implicarse, pasar a la acción. Quizás por eso, al regresar a Estados Unidos, Henry Adams se dirigió a la casa familiar en Quincey. Allí trata de reflexionar so¬bre lo que debe hacer: trabajo, lugar de residencia, lecturas en una verdadera dramaturgia del yo; ya no es el joven universitario impe¬tuoso y acepta trabajar como secretario de su padre en Washington. La elección de Lincoln como presidente aumenta la tensión con los Estados del sur. La elección de Jefferson Davis como presidente de la Confederación es un punto sin retorno. Secesión, guerra civil. Henry Adams la vive lejos, en Londres, donde se ha trasladado siguiendo a su padre, que ha sido nombrado delegado en la corte inglesa. Años de noticias del frente, pero también de formación política, de nuevos viajes por Europa, de estudios para encontrar al fin el camino del compromiso político lejos de la sombra protectora de su padre. En Washington se convierte en articulista político de los diarios The Nation y Westminster Review. Aunque fue un apasionado defensor de la tríada básica del ser americano, conciencia familiar, educación y éxito, persistió en mantener cierta distancia ante la deriva de la so¬ciedad americana en la Era de Reconstrucción que siguió a la Guerra Civil. Necesitaba saber si en Estados Unidos existía todavía un resto de decencia al comprobar con pesar la venalidad de los familiares y amigos del presidente (y antiguo general unionista) Ulysses S. Grant. Pero si la intención de su vida, según le confesó en carta a su amigo La Forge, era la de rastrear la conciencia crítica de un pueblo, una vez más la historia daría pruebas de que en ciertas condiciones los gobernantes no hacen más que provocar risa. Para un hombre de Boston, la rebelión era parte de su memoria. No en vano fue un antepasado suyo, Samuel Adams, quien calificó los sucesos del 5 de marzo de 1770 como la masacre de Boston, en los que él mismo vio el origen del proceso de Independencia; una idea en la que participó activamente su primo John Adams, abogado de la causa abierta sobre ese suceso, redactor de la constitución y finalmente segundo presidente del nuevo país. Pero en tiempos del joven Henry ya no parecía existir ese intenso charme de la vida política, ya que el deseo de transformar las viejas colinas británicas en una nación elegida por Dios quedaba reducido a las nerviosas crónicas de los periódicos. La Guerra Civil había marcado al país. Algo le pasaba a Estados Unidos: quizás había vivido demasiado en poco tiempo. Y, por consiguiente, era mucho más penetrante la carga crítica que allí se asociaba con el desarrollo de las ideas. Pero la vida aún le tenía guardadas algunas sorpresas. La menos agradable de todas fue la noticia de la muerte de su hermana Louise Catherine a causa del tétanos mientras pasaba el verano en el Hotel América de Bagni di Lucca. Su reacción ante ese desgraciado suceso es algo que cabía esperar de él. Deja Washington para aceptar un puesto de profesor de historia medieval en Harvard y de editor de la North American Review. Empiezan los viajes para tomar distancia del ambiente de Nueva Inglaterra. En uno de ellos, visita en California al geólogo Clarence King que por entonces estaba redactando su informe sobre Sierra Nevada; entabla una fuerte amistad con él, sin importarle que era un hombre de Yale. Lo próximo en su vida fue la llamada del amor. Como ocurre muchas veces, le llegó sin que lo esperara. Pero al hacerlo dio un giro a su vida. 1872. Este año es la segunda fecha a considerar porque Henry Adams se casa con Marian Hooper, a la que llamaban Clover. El anuncio del compromiso de boda provoca encendidas loas sobre el matrimonio. Ella ha visto en él a un brillante profesor de historia, a un hombre capaz de transformar la vivencia en valor cultural; y él ha visto en ella a la mujer perfecta para plantear un futuro en común y una larga vida de felicidad conyugal. El viaje que realizan a Europa constituye el ritual de paso en el que Henry libera por fin lo que lleva dentro del alma, la vis nova que percibe en el encuentro entre el pasado y el futuro, una expresión aparentemente sencilla y laica en la que aparecía sin embargo la figura de la Virgen a la que pronto identificará con la dinamo. Se trataba en suma de extraer del pasado algunas recetas para diseñar el futuro. Por ese motivo, al regresar a Estados Unidos, deja Harvard y se instala en Washington para investigar el legado de Albert Gallatin, secretario del Tesoro en tiempos de Thomas Jefferson. ¿Cuál es entonces el paso que se abre ante él? Es el esfuerzo por construir una historia de los Estados Unidos que le conduce a realizar un diagnóstico del presente. En 1882 publica (de forma anónima) Democracy, una novela donde fustiga el fraude y la corrupción política de la administración Grant. Está cerca de lo que describen Mark Twain y Charles Dudley en The Gilded Age: una ácida descripción de Estados Unidos durante las «décadas marrones». El pesimismo es el aura dominante en la vida de Adams, lo que le induce a dedicar la mayor parte de su tiempo al trabajo. Y así hubiera seguido a no ser por un hecho que cambió bruscamente el sentido de su vida. 1885. El 6 de diciembre de este año Clover se suicidó con una ingestión de cianuro de potasio. Fue el final de una larga depresión motivada por la muerte de su padre, el doctor Robert Hooper. En ese momento, cuando Henry Adams tiene cuarenta y siete años, se produce la gran ruptura con su mundo vital, en su meditada decisión de no comentar el suceso mientras la sociedad de Boston se interesaba por los detalles del trágico final de Clover, como es¬cribe su biógrafa Natalie Dykstra; una curiosidad que le empujaba a Henry a esconderse entre las sombras de la discreción. A menudo planteaba a sus amigos la pregunta (necesariamente retórica) ¿Y vosotros que pensáis de lo sucedido? Una de las respuestas que más le conmovió fue la de Henry James: el suicidio es «the solution of the knottiness of existence».* Adams deseaba oír algunas opiniones más para explicarse la decisión de Clover. En las cartas de esos meses aparecen recogidas algunas opiniones de personajes cercanos a él como el general Nicholas Longworth Anderson que le comenta a su hijo estudiante en Harvard el shock que había supuesto la muerte de la esposa de su amigo. Los comentarios se interesan por el estado emocional que conduce a una mujer a quitarse la vida. El suicido se juzga como un gesto impío en las ciudades de Nueva Inglaterra, donde el abatimiento no es motivo para cuestionar las certezas mo-rales heredadas de los Pilgrim Fathers. Entender a Adams es situar este momento de su vida con la combinación de discreción y dolor que le era tan propia, como él mismo reconocía a menudo. El viaje a Japón con John La Farge fue un intento de vencer la situación, pero el duelo volvió a él con la muerte de su padre apenas once meses después que la de su esposa. Es el instante de dar forma al túmulo de su esposa en el cementerio de Rock Creek en Washington que le había encargado al gran escultor Augustus Saint-Gaudens. Una imagen perfecta, se comenta entre los asistentes el día de su inau-guración, un monumento a la memoria de una mujer excepcional. Para Henry Adams la escultura en bronce donde se ve el rostro huesudo de su esposa cubierto con un manto afila su percepción de sí mismo. Es el signo de que esa fase de su vida ya está cerrada. En Washington se toma muy en serio la escritura; redacta los nueve volúmenes de The History of the United States of America during the Administrations of Thomas Jefferson and James Madison, sin la mayor vanidad. Pero intuye que necesita ir más lejos de todo eso, y de hecho sabe por qué. Se lo debe así mismo, al sacrificio que supuso para él el suicidio de su esposa. Todo el mundo alaba su trabajo, «la solución a lo enrevesado de la existencia» incluida Elisabeth Cameron, que intima con él. Un viaje a Hawai con La Farge le ofrece la oportunidad de entrar en contacto con la cultura nativa que le fascina. El resultado fue su libro Memoirs of Marau Taarou, Last Queen of Tahiti. En esos años su mayor preocu-pación era definir a quién debía dirigirse, si al gran público a través de editoriales comerciales o a su círculo de amistades a través de ediciones privadas. Esencialmente tenía el mismo problema a la hora de aceptar una conferencia. En el escrito, como en el oral, nunca se libraba de la preocupación de saber a quién debía dirigirse. Es aquí donde intervino el azar, o la providencia, en forma de la invitación que le hizo la American Historical Association para inaugurar su curso. El tema que propuso era una declaración de intenciones: The Tendency of History. Ya estaba maduro para asumir un cambio en la vida. Y de hecho lo hizo, y de qué modo. 1895. En este año Adams se dispuso a profundizar en las raíces de su cultura, que él quería que además se reconociesen como las raíces de la cultura de los Estados Unidos. Durante el verano, viaja por Normandía anotando todos los detalles, figuras y objetos que ve. Y se pregunta qué podía salir de todo eso sino una guía para otros viajeros. Sin embargo, aquí se muestra demasiado modesto: sabía algo más sobre la historia cuyos monumentos había decidido visitar que esos pocos datos contenidos en sus cuadernos, sabía su verdad. Pero necesita tiempo para madurar la idea. Mientras tanto sigue con sus debates con Theodore Roosevelt sobre la conveniencia de una guerra con España, o lo que es igual, de convertir los Estados Unidos en un imperio sostenido por el dólar. Llega a una conclusión difícil de asumir en su época: el mayor filisteísmo es la deformación del pasado, que amenaza con atrapar a la sociedad occidental en una actitud de desprecio y miedo ante el resto. 1902. En ese año que constituye la quinta fecha clave de su vida, organiza, en una casa de H Street de Boston, cerca del viejo puerto, los materiales para un libro que ha decidido escribir en un castillo de las Highlands de Escocia y terminar en un hotel de París. Se trata de un ritual perfectamente establecido para dar forma a una obra que define perfectamente su personalidad, Mont Saint Michel y Chartres. En este bello libro, Adams expone ideas contundentes sobre el origen y el significado del gótico. A primera vista, son unas ideas de las que se sentirían confortados los sabios de la época que constituye el escenario de su narración, el siglo XII, sabios como Bernardo Silvestre, Hugo de San Víctor o Bernardo de Chartres, el que creó la metáfora que la cultura se hace siempre subidos en los hombros de los gigantes que nos han precedido. Se trata de definir la unidad espiritual de una época y el valor que tiene para conocer el arte que la hizo posible. En fin, la primera frase del capítulo primero es esclarecedora: «El arcángel amaba las alturas; estaba situado de pie sobre lo alto de la torre que coronaba su iglesia, con las alas desplegadas, la espada alzada, el diablo arrastrándose a sus pies, y el gallo, símbolo de la eterna vigilancia, posado en su pie protegido con cota de mallas.» Quería describir la belleza del arte del siglo XII y la aplaudía allí donde la veía. Excepcional. El gran arte gótico y la extrema lucidez espiritual están en el polo opuesto a la emancipación de la forma promovida por las vanguar¬dias y al desgaste de energía. Esta oposición marca la distancia del siglo XII y él del siglo XX. Frente al equilibrio de un mundo abierto y ordenado, se erige un mundo asentado sobre la opinión pública y, si eso no basta, llegar a la sumisión a unas fuerzas a resulta difícil entender del todo. 1907. Adams tiene sesenta y nueve años. Unas semanas antes había terminado su libro autobiográfico, La educación de Henry Adams; su primera impresión está cargada de ironía, y así le dice a sus hermano Brooks que ese libro «I fear it is wicked».* Lo publica en una edición personal y se lo envía a sus amigos más cercanos de esos años, Henry James, Theodore Roosevelt, Henry Cabot Logde. Lo que ha pretendido hacer es situarse en la historia relatando el lento proceso de su educación; sorprende a todo el mundo, como de costumbre. Algunos, sin embargo, sospechan. ¿No habrá algo de artificio en esa puesta en escena? Decide examinar él mismo esas críticas y envía su informe a la recién fundada American Academy of Arts and Letters, de la que forma parte desde i904. Confía en alguna de sus miembros como Charles Eliot Norton y, por supuesto, Henry «temo que es malvado» James, que acaba de publicar The American Scene, una visión global de cómo se ha llegado hasta ese momento, pero también preludio de una teoría general de la historia. Propone profundizar en alguna de las ideas clave del libro. Lo hace en una carta abierta que envía a las bibliotecas universitarias del país: A Letter to American Tea la chers of History. Postula ahí que el conjunto de energía era la fuerza impulsora de la historia y para demostrarlo recurrió a un principio de la termodinámica para explicar el curso de la civilización; el principio que indica que la energía no se pierde simplemente se va haciendo cada vez más desorganizada y menos utilizable. Esa pérdida de energía es lo que caracterizará al siglo XX. Predijo que en 19017 una explosión acabaría por producir la máxima desorganización y la muerte de la civilización. ¿Una improvisación? En retrospectiva hoy vemos que no. Tome-mos su ley de la aceleración, por ejemplo, la robusta iluminación de que al acelerarse la historia el futuro acorta de modo continuo el recurso al pasado. ¿Qué hacer en tal caso? Sólo una propuesta aparentemente modesta: «todo lo que cabe esperar de un profesor de historia no es enseñar lo que hay que hacer sino a los sumo cómo reaccionar.» Ha elegido para salir del problema un gesto de su viejo oficio de teacher universitario. Toda la paradoja del siglo XX queda ilustrada en este comentario. Intenta seguir por esa senda en busca de una mejor definición del pasado. La historia primero, los senti-mientos y las emociones después. 1912. Henry Adams sufre un ataque cerebral. Tiene setenta y cuatro años y muchas ideas aún por desarrollar. Mientras se recu-pera en el hospital, el American Institute of Architects le publica la nueva edición de Mont Saint Michel and Chartres. Habla poco porque los hechos se van acelerando. Uno de los que más le afecta es el naufragio del Titanic el 14 de abril, para el que tenía reserva para el viaje de regreso a Inglaterra. Advierte que se está preparan¬do el momento en que se malgaste más energía de la razonable. Los hechos lo confirman. Woodrow Wilson es elegido presidente, comienza la Gran Guerra, y en 1917, el año que pronosticó como el del cambio, tienen lugar la revolución rusa y la entrada de los Estados Unidos en la contienda. Nunca verá el final de ese proceso ahora comenzado. Al cumplir ochenta años, en febrero de 1918, siente como la historia ha entrado en una nueva fase; pero carece de ánimo para escribir sobre ello. Le gusta leer filosofía estoica, en especial, a Marco Aurelio; ha descubierto que en sustancia no es una moral sino un arte de vivir. Ante la muerte, la única arma posible es el yo, que es capaz de negarla. Imaginemos, por tanto, que antes de morir el 27 de marzo en Washington, Henry Adams tuvo ese momento final en el que recuer¬da el hecho que había marcado toda su vida: ese momento, a los seis años, en el «se encontró a sí mismo por primera vez en el suelo amarillo de una cocina fuertemente iluminada por el sol».