Philip K. Dick ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?

 

 Una alegre y suave oleada eléctrica silbada por el despertador automático del órgano de ánimos que tenía junto a la cama despertó a Rick Deckard. Sorprendido —siempre le sorprendía encontrarse despierto sin aviso previo— emergió de la cama, se puso en pie con su pijama multicolor, y se desperezó. En el lecho, su esposa Irán abrió sus ojos grises nada alegres, parpadeó, gimió y volvió a cerrarlos.

—Has puesto tu Penfield demasiado bajo —le dijo él—. Lo ajustaré y cuando te despiertes...

—No toques mis controles —su voz tenía amarga dureza—. No quiero estar despierta.

El se sentó a su lado, se inclinó sobre ella y le explicó suavemente: —Precisamente de eso se trata. Si le das bastante volumen te sentirás contenta de estar despierta. En C sobrepasa el umbral que apaga la conciencia.

Amistosamente, porque estaba bien dispuesto hacia todo el mundo —su dial estaba en D— acarició el hombro pálido y desnudo de Irán.

—Aparta tu grosera mano de policía —dijo ella.

—No soy un policía —se sentía irritable, aunque no lo había discado.

—Eres peor —agregó su mujer, con los ojos todavía cerrados—. Un asesino contratado por la policía.

—En la vida he matado a un ser humano.

Su irritación había aumentado, y ya era franca hostilidad.

—Sólo a esos pobres andrillos —repuso Irán.

—He observado que jamás vacilas en gastar las bonificaciones que traigo a casa en cualquier cosa que atraiga momentáneamente tu atención —se puso de pie y se dirigió a la consola de su órgano de ánimos—. No ahorras para que podamos comprar una oveja de verdad, en lugar de esa falsa que tenemos arriba. Un mero animal eléctrico, cuando yo gano ahora lo que me ha costado años conseguir —en la consola vaciló entre marcar un inhibidor talámico (que suprimiría su furia), o un estimulante talámico (que la incrementaría lo suficiente para triunfar en una discusión.) —Si aumentas el volumen de la ira —dijo Irán atenta, con los ojos abiertos— haré lo mismo.

Pondré el máximo, y tendremos una pelea que reducirá a la nada todas las discusiones que hemos tenido hasta ahora. ¿Quieres ver? Marca... Haz la prueba —se irguió velozmente y se inclinó sobre la consola de su propio órgano de ánimos mientras lo miraba vivamente, aguardando.

El suspiró, derrotado por la amenaza.

—Marcaré lo que tengo programado para hoy —examinó su agenda del 3 de enero de 1992: preveía una concienzuda actitud profesional—. Si me atengo al programa —dijo cautelosamente—, ¿harás tú lo mismo? —esperó; no estaba dispuesto a comprometerse tontamente mientras su esposa no hubiese aceptado imitarlo.

—Mi programa de hoy incluye una depresión culposa de seis horas —respondió Irán.

—¿Cómo? ¿Por qué has programado eso? —iba contra la finalidad misma del órgano de ánimos—. Ni siquiera sabía que se pudiera marcar algo semejante —dijo con tristeza.

—Una tarde yo estaba aquí —dijo Irán—, mirando, naturalmente, al Amigo Buster y sus Amigos Amistosos, que hablaba de una gran noticia que iba a dar, cuando pasaron ese anuncio terrible que odio, ya sabes, el del Protector Genital de Plomo Mountibank, y apagué el sonido por un instante. Y entonces oí los ruidos de la casa, de este edificio, y escuché los... —hizo un gesto.

—Los apartamentos vacíos —completó Rick; a veces también él escuchaba cuando debía suponerse que dormía. Y sin embargo en esa época, un edificio de apartamentos en comunidad ocupado a medias tenía una situación elevada en el plan de densidad de población. En lo que antes de la guerra habían sido los suburbios, era posible encontrar edificios totalmente vacíos, o por lo menos eso había oído decir... Como la mayoría de la gente, dejó que la información le llegara de segunda mano; el interés no le alcanzaba para comprobarla personalmente.

—En ese momento —continuó Irán—, mientras el sonido de la TV estaba apagado, yo estaba en el ánimo 382; acababa de marcarlo. Por eso, aunque percibí intelectualmente la soledad, no la sentí. La primera reacción fue de gratitud por poder disponer de un órgano de ánimos Penfield; pero luego comprendí qué poco sano era sentir la ausencia de vida, no sólo en esta casa sino en todas partes, y no reaccionar... ¿Comprendes? Me figuro que no. Pero antes eso era una señal de enfermedad mental. Lo llamaban “ausencia de respuesta afectiva adecuada”. Entonces, dejé apagado el sonido de la TV y empecé a experimentar con el órgano de ánimos. Y por fin logré encontrar un modo de marcar la desesperación —su carita oscura y alegre mostraba satisfacción, como si hubiese conseguido algo de valor—. La he incluido dos veces por mes en mi programa.

Me parece razonable dedicar ese tiempo a sentir la desesperanza de todo, de quedarse aquí, en la Tierra, cuando toda la gente lista se ha marchado, ¿no crees?