Cannes 2022: Ruben Östlund explora la banalidad influencer y el clasimo imperante y Cristian Mungiu se adentra en el pesimismo de un racismo creciente

Cannes 2022: Ruben Östlund explora la banalidad influencer y el clasimo imperante y Cristian Mungiu se adentra en el pesimismo de un racismo creciente

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Querido Teo:

Sólo 8 directores han ganado dos Palmas de Oro y Ruben Östlund quiere sumarse a la lista con “El triángulo de la tristeza” cinco años después de ganar el premio con “The square” (2017). El director sueco, que se reveló al mundo con “Fuerza mayor” (2014), ha demostrado que sabe retratar como nadie las miserias del primer mundo, bien sea a través de un padre de familia durante unas vacaciones en Los Alpes o del manager de un museo de arte contemporáneo en la crisis de la mediana edad afectado por los límites de la libertad de expresión.

En este caso un crucero es el microcosmos en el que se dan cita los temas habituales del director presionados con un aguijón nada complaciente y con humor negro, giros imposibles y el hecho de ser políticamente incorrecto con todas las consecuencias y sin pedir perdón por ello, a pesar de que a veces el quemar todas las naves lleva a que el nivel de acierto sea en ocasiones de magisterio y en otras de sonrojo. Todo sin tener miedo al exceso o a herir sensibilidades en un mundo de eternos ofendidos lanzando un dardo hacia la superficialidad de la imagen, la banalidad de valorarse por una belleza que es efímera, el abuso laboral y el clasismo heredado, así como una masculinidad desconcertada por la inversión de roles de género que convierte a los hombres en unos peleles incapaces de resolver conflictos.

“El triángulo de la tristeza” se centra en una pareja de modelos e influencers que son invitados a formar parte de un viaje en yate alrededor de las islas griegas, lugar en el que la diferencia de clases se hará patente cuando un grupo de multimillonarios y una señora de la limpieza filipina forman parte de una lucha por la supervivencia cuando recalen en una isla desierta superponiéndose tanto los roles como el orden de prioridades después de una travesía en la que los ricos han disfrutado de su condición mientras el personal de servicio ha trabajado para ellos sin que ni siquiera éstos hayan reparado en su presencia. Una premisa que no dista mucho de esas dinámicas de grupo en entrevistas con Departamentos de Recursos Humanos en las que se pregunta a uno a quién habría que salvar en el caso de tener que elegir a alguien.

Östlund golpea y zarandea con un cine cruel, escatológico y excesivo que desmonta las zonas de confort e interpela al espectador aunque la potencia de su premisa y mensaje suela quedar diluida por duraciones excesivas, la sucesión de viñetas y situaciones que hacen descarrillar a la propuesta como conjunto y cierta pretenciosidad de querer ser el más listo de la clase a la hora de retratar al mundo desde cierta superioridad moral, desmontando a una élite artística de la que, por otro lado, él también forma parte asentado como una de las voces más laureadas del cine contemporáneo.

“El triángulo de la tristeza” genera un buen rato, sobre todo para aquellos a los que les gusta ver sufrir a unos ricos que, en el fondo, no son conscientes de lo vacía que están sus vidas en un viaje que retrata los condicionantes del privilegio y cómo los que lo ostentan se lo consideran ganado por decisión divina y no se plantean que puedan perderlo a golpe de oleaje, ante lo imprevisible de un éxito, una fama o un estatus tan volátil como un “trending topic”. Una cinta que en su mala leche e hilaridad sobre la fragilidad de un mundo, más que nunca en continuo cambio, recuerda a “La gran comilona” (1973), ante el culto al exceso hedonista y al tedio que inunda las vidas de esos aparentes triunfadores, inundada de un discurso ácido y sombrío sobre los frágiles cimientos en los que se sustenta el llamado “contrato social” a la hora de aceptar cada uno su posición y su lugar en el mundo.

“El triángulo de la tristeza” hace referencia al símbolo que marcan los puntos del tratamiento de bótox sobre la cara, una alegoría de mostrar al mundo una imagen distinta de la que se es pero arraigada para no perder el sitio y el lugar en ese crucero con personajes que, si bien están estereotipados, también se antojan como auténticos. Un trabajo que no necesita ser rotundo, con un tercer acto reiterativo, para convencer por su lucidez, perspicacia e histerismo que, por otro lado, no deja títere con cabeza en una sociedad de apariencias y buenismo. Ruben Östlund quita la tontería a más de uno que se piensa que tiene el dinero por castigo y que piensa que por su cara bonita lo tiene todo hecho y siempre va a estar en el candelero considerándose más importante que el trabajador de a pie cegado como está por sus clicks y seguidores en las redes sociales. Un seguimiento cibernético tan vacuo como volátil para influencers y aspirantes a modelo que tienen en su juventud y carisma el único arma que les valdrá para ser populares pero no para anteponerse ante las dificultades.

La mayor crítica que se le puede hacer al cine de un director que ya está asentando su sello es que el hecho de que muchas puedan coincidir con su loable denuncia hacia un capitalismo salvaje, que ha golpeado en la línea de la flotación de la clase media condenándola a la desaparición, no va exento con su capacidad para irritar en su forma de hacerlo ante el excesivo metraje y su gusto por el sadismo moral y cinismo intelectual que crea un esperpento abigarrado y que busca meter el dedo en el ojo pudiendo llegar a agotar ante lo excesivo de la propuesta y el querer ir a por todas.

Todo a través de los tres capítulos que forman la cinta (“Carl y Yaya”, “El yate” y “La isla”) en el que a través de una mirada burlona y enjuiciadora hacia la personalidad de los ricos lleva a que el cine del director, tal y como es el caso, provoque complicidad con el espectador por el azote hacia los que se han llevado la mejor parte del pastel pero que también deje un ejercicio rodado de manera primorosa que, no obstante, lleva para muchos a que el humor físico y esa interpelación condescendiente haga que el que denuncia lo haga de una manera poco humilde y escasamente constructiva con mucho golpe bajo pero perdiéndose en el juego de miserias, mentiras y cierta satisfacción culpable por ver sufrir a aquellos que no están acostumbrados a ello y que son los que habitualmente ponen el pie encima para que los demás no levanten cabeza.

Un disfrute juguetón convertido en una locura que va a por todas pasándose de revoluciones con capitanes miedosos, marxistas y borrachines, ricos que toman el sol, empresarios rusos corruptos, asaltos de piratas, proyectiles, vómitos en la moqueta o traficantes de armas en el que hay carcajadas y capacidad de conectar con cierta indignación ciudadana pero también un retrato social repulsivo y forzadamente aleccionador que dejará a muchos espectadores fuera por su petulancia, al contrario que la mucho más accesible, popular y acertada “Parásitos” (2019), con la que comparte el espíritu de su acto final, frente a un Östlund que suele hacerlo mejor por separado que a la hora de valorar su cine como un todo, algo que vuelve a evidenciarse en una cinta que muchos consideran que se queda lejos de la rotundidad de sus anteriores trabajos pero que sí sabe ser la más desinhibida y chispeante.

Una sátira celebrada pero también calculada, alargada y menos profunda de lo que parece calificada de simple entre tanto gag y, por otro lado, con sus momentos de brillantez acompañados de otros tantos prescindibles no dejando de ser irónico el predicamento de un director que carga contra los ricos en plena Costa Azul, uno de los máximos exponentes de ese estilo de vida que la cinta pretende denunciar. De momento ya es una de las películas de esta edición, y de la temporada de cine que empieza, pudieron estar en el palmarés en cualquier apartado incluso en el interpretativo con una Dolly de León que en su papel de limpiadora superviviente se mete al público en el bolsillo abriendo los ojos a estos ricachones snobs y deshumanizados entre los que encontramos, entre cameos interpretándose a sí mismos, a nombres como Harris Dickinson, Charlbi Dean o Woody Harrelson.

Cristian Mungiu también aspira a su segunda Palma de Oro con “R.M.N.” después del impacto que provocó “4 meses, 3 semanas, 2 días” (2007). Una apacible comunidad que se ve erosionada por el fanatismo avivado por la xenofobia cuando la fábrica que mantiene económicamente el lugar decide contratar a trabajadores extranjeros. Todo paralelo a las vicisitudes de un padre que intenta volver a conectar con un hijo al que hace mucho tiempo que no ve y que, hasta entonces, ha estado la mayor parte del tiempo con su madre.

Un cine lleno de simbolismo y madurez, entre el onirismo y la tensión latente, con el que el director se muestra preocupado por una sociedad cada vez más intolerante como se transmite en ese pueblo multiétnico transilvano anclado en la tradición que culpa al diferente de su mala suerte, al que se ve en una mezcla de rechazo y miedo frente a la tolerancia de boquilla, y que es una alegoría nada disimulada a una Europa dividida que ve con desdén a esos países que han entrado después en la Comunidad y con los que también hay que repartir el trozo del pastel. Un malestar que golpea el avispero de la intolerancia a pesar de que estos extranjeros hacen precisamente lo que han hecho los hijos de estas personas huyendo de su país, intentar encontrar un futuro mejor.

“R.M.N.” explora lo que es vivir bajo el yugo de una sociedad patriarcal ahondando con pesimismo críptico esa atmósfera de insatisfacción generalizada en la que no se sabe muy bien a quien culpar a la hora depositar toda el cúmulo de frustraciones y dramas enquistados. El director vuelve a lanzar un potente mensaje, perdido en un tono fabulado que resta contundencia y añade confusión, en el que Matthias (un Martin Grigore con opciones de premio), rumano de origen gitano que trabaja en un matadero alemán, regresa a su casa tras golpear a su jefe y tener que huir de allí, reencontrándose con un matrimonio roto, un hijo al que apenas conoce y que está traumatizado por una presencia que vio en el bosque, un padre con problemas neurológicos (cuyo tratamiento da título a la película) y una ex amante que dirige una fábrica de pan.

Es ahí donde fluyen los conflictos económicos y étnicos de una cinta lucida en la que la principal denuncia se basa en la necesidad de trabajar de los lugareños que tienen que aceptar las leoninas condiciones que se les plantean si no quieren que sus puestos de trabajo recalen en mano de obra barata, en este caso emigrantes de Sri Lanka, dispuestos a pasar por el aro del capitalismo atroz que da trabajo a precio de saldo (mientras piensan que hacen el bien y quedar en paz con los necesitados) por una cuestión de supervivencia ante tantas empresas que hacen malabarismos imposibles en sus costes de personal para poder seguir adelante a la caza de subvenciones y de pagar el salario mínimo. Una realidad que hace eclosionar la hasta ahora tranquila convivencia entre rumanos, húngaros, alemanes y europeos de otros países.

Cristian Mungiu se adentra en un lugar marcado por la radicalización entre lo sombrío y apesadumbrado del carácter de los lugareños entre bosques inmensos y lúgubres mostrando el devenir de un mundo que se desmorona y en el que no hay atisbo de solidaridad y comprensión sino el intento desesperado de huir hacia adelante en un sálvese quien pueda. Una fábrica que contratará a aquellos que le hagan el trabajo al menor precio posible y unos habitantes que saben que si no claudican provocará que alguien hará el trabajo por ellos, condenándoles a la incertidumbre, sin que tampoco estos extranjeros necesitados merezcan ser estigmatizados y reprochados por ello ya que, en definitiva, todos comparten el interés de llevar un trozo de pan a casa. Algo que no impide que se les rechace y que se les maltrate en un ambiente desangelado y corrompido que se adentra en la perversión laboral y en la degradación de los valores humanos ante unos tiempos inciertos de supervivencia en el que ya se ha confirmado hace tiempo que, al contrario de la evolución natural, las generaciones de ahora no van a vivir mejor que la de sus padres.

Cristian Mungiu ha sido acusado de quedarse corto en la denuncia, y de irse a lo fácil, pero cumple en su análisis sin prejuicios sobre las fuerzas del comportamiento humano ante lo desconocido, sobre la forma en la que percibimos al otro y sobre cómo nos relacionados con las circunstancias de un futuro inquietante, algo que se evidencia en el celebrado y escalofriante plano secuencia de 20 minutos durante una asamblea entre los miembros del pueblo como reflejo de los temores de la Europa de hoy en día con una clase trabajadora que ha adoptado el discurso del fascismo frente al diferente al sentirse abandonada por todos. Un retrato intenso y atemporal que explora fantasmas inundando de fatalismo no sólo nuestro presente sino también un futuro nada halagüeño en el que la indignación por lo que no se tiene, y por las expectativas rotas por la miseria y la desigualdad, son caldo de cultivo del racismo y el populismo haciendo emerger el lado más primitivo del ser humano y la certeza de la dificultad de crear una verdadera integración europea ante el crisol de tantos intereses, derechos adquiridos, circunstancias y procedencias.

Aunque no ha sido tan evidente como en la anterior jornada no se nos tiene que escapar el gran nivel de tú a tú de las secciones paralelas respecto la competición oficial. Es el caso en Una cierta mirada de "La emperatriz rebelde" de Marie Kreutzer, una cinta con evidentes paralelismos con "María Antonieta" (2006) y "Spencer" (2021) adentrándose en el 40º cumpleaños de la emperatriz de Austria, condenada por su estatus, su belleza y el tener que quedar a la sombra sin voz ni voto más allá de su físico de su marido, el emperador Francisco Jose I. Asfixiada por esa presión y por el culto a la imagen que tiene que desprender se enfrenta a su propio cuerpo con obsesión a través de un régimen de ayuno, peinados y continuas mediciones de su cintura. Vicky Krieps se ha llevado excelentes críticas por la construcción de un personaje harto de su condición que lo demuestra entre tabaco, heroína y carreras a caballo y se echa de menos su presencia en la sección oficial en una película impecable en lo técnico como una pieza de cámara de época que deja un plano final para el recuerdo.

"Hunt. Caza al espía" de Lee Jung-jae ha levantado expectación dentro de las proyecciones de medianoche por ser el debut en la dirección del actor de "El juego del calamar". Una cinta de espionaje en la que dos altos responsables de la seguridad surcoreana tienen la misión de perseguir a un infiltrado de Corea del Norte que, tras el asesinato del presidente Park por la agencia coreana, mueve sus fichas en esos días de 1980 para planificar una invasión. Una cinta intensa en un juego del ratón y el gato que más que como thriller ha sido alabada como un impecable ejercicio de acción retorcido y violento ambientado en la Guerra Fría resuelto con habilidad, intensidad y emoción. Eficacia que convence sin visos de perdurabilidad pero sí cumpliendo el expediente con nota.

La Semana de la Crítica ha albergado "Aftersun" de Charlotte Wells, la cual ha sido muy bien recibida en el que una joven rememora cómo le influyeron unas vacaciones que llevó a cabo con su padre escocés 20 años atrás cuando sólo era una niña. Un drama ambientando en los 90 con suma madurez emocional y que habla de la paternidad tras un proceso de divorcio destacando el trabajo de uno de los actores jóvenes del momento, Paul Mescal, así como la que da vida a su hija en la infancia, Francesca Corio, llenando de detalle el dolor y el amor generacional. Una cinta producida por Barry Jenkins sobre esos recuerdos que se creen enterrados pero que emergen de manera reveladora en momentos cruciales de la vida. Una ópera prima singular, emotiva y sentida que llena de luz el poder evocador de la memoria y que arrebata en sus últimos 10 minutos.

En Quincena de Realizadores "Enys men" de Mark Jenkin en la que se narra la historia de una mujer acosada por ecos del pasado y del futuro en una recóndita isla misteriosa. Un retrato sobre la soledad abordado con clasicismo de la vieja escuela con aire vintage apoyándose en el terror folclórico de Cornualles y en el poder del diseño sonoro aunque para muchos también se quede corta de mecha y sea menos inspirada que su anterior trabajo, "Bait" (2019), de nuevo abordando lo experimental con la estilización del 16mm y jugando con los elementos entre lo rural y lo fantástico. 

"Crónica de un amor efímero" de Emmanuel Mouret se ha visto en la sección Cannes Première después de haber conquistado con "Las cosas que decimos, las cosas que hacemos" (2020), heredera del espíritu de la Nouvelle Vague. En su nuevo trabajo la sombra de Woody Allen, prevaleciendo los diálogos, las relaciones de pareja y cierto elitismo neurótico, vuelve a estar presente con la aventura romántica en la que se introducen una madre soltera y un hombre casado. Relación en la que, aunque saben desde el principio que no hay futuro en común, verán cómo brota una energía que les hace bien y en la que no hay cargas ni reproches sino complicidad y afecto. A ello contribuye el acertado trabajo de Sandrine Kiberlain y Vincent Macaigne.

Volviendo a Quincena de Realizadores se ha visto "Memorias de París" de Alice Winocour en el que una escritora y periodista estadounidense, Kate Anderson, se ve envuelta en un ataque terrorista en el club Crazy Horse mientras escribe un artículo sobre los bailarines. Una carta de amor llena de emoción a las víctimas del atentado de la sala Bataclan de París en noviembre de 2015 que protagonizan Virginie Efira y Benoît Magimel.

Volviendo a Una cierta mirada se ha proyectado "War pony" de Riley Keough y Gina Gammell que cuenta la historia del destino entrelazado de dos jóvenes lakotas que viven en la reserva amerindia de Pine Ridge. Un retrato puro y sin prejuicios sobre dos jóvenes que intentan encontrar su lugar en el mundo en el Estados Unidos de la actualidad. Una pieza equilibrada en las dos historias que, aunque no ofrece nada nuevo, tiene personalidad y cumple sabiendo lo que quiere contar.

También en Una cierta mirada "Más que nunca" de Emily Atef, cinta que basa su atractivo en su pareja protagonista. Por un lado Vicky Krieps (la cual podría ganar el premio de interpretación de la sección por la ya reseñada "La emperatriz rebelde") y por otro Gaspard Ulliel en su trabajo póstumo. Una pareja que intenta sobreponerse al diagnóstico cruel de una enfermedad crónica en un viaje a Noruega en el que su amor y el trance que padecen ejerce una extraña comunión de belleza y devastación ante el frío pesimismo que le inunda.

En Una cierta mirada "El extraño" Thomas M. Wright, un western policiaco en el que dos desconocidos se encuentran y uno de ellos arrastrará al otro a una extensa y poderosa organización criminal ofreciéndole la oportunidad de redimirse por su pasado violento y empezar de cero. Una cinta apoyada en su montaje y en su cocción a fuego lento que va de menos a más tras una presentación algo torpe hacia un final que pone toda la carne en el asador. Un estiloso viaje atmosférico que desmonta la estructura narrativa tradicional en el que fotografía, montaje, música y sonido forman un conjunto atractivo en una cinta con negritud impresionista apoyada en los trabajos de Joel Edgerton y Sean Harris.

Nacho Gonzalo

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Lilian
Lilian
1 año atrás

Gracias, acertados y utiles reseñas para las que vivimos en Patagonia y amamos el cine

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