Cannes 2023: El último grito de resistencia y solidaridad de Ken Loach y Alice Rohrwacher explora en la tierra las huellas del pasado para entender el presente

Cannes 2023: El último grito de resistencia y solidaridad de Ken Loach y Alice Rohrwacher explora en la tierra las huellas del pasado para entender el presente

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Querido Teo:

Cannes se ha reservado una última jornada de verdadero órdago buscando poder dar el vuelco a la competición que, hasta la fecha, parece encabezada por Jonathan Glazer, Justine Triet y Aki Kaurismäki en la lucha por la Palma de Oro. Pero contar con los nuevos trabajos de Ken Loach y Alice Rohrwacher son, sin duda, palabras mayores y un broche de oro para una edición que no ha necesitado de obras maestras para ofrecer un nivel medio más que notable.

“El viejo roble” // Sección Oficial

Ken Loach ha sido el encargado de cerrar este Cannes y, como todo parece indicar, también una trayectoria en la que a sus 86 años ha vuelto, a pesar de que ya no tiene nada que demostrar, a ser la lúcida conciencia social que retrata como nadie el mundo obrero tan desamparado pero vertebrado a través de brochazos de solidaridad y de cercana empatía. El punto neurálgico para ello es en esta ocasión todo lo que rodea a un pub y a su dueño en un pueblo del noreste de Inglaterra en 2016, lugar que la gente está abandonando conforme se cierran las minas quedando las casas baratas para que puedan ser asumidas por los refugiados sirios que se asientan en la zona, lo que provocará el recelo de más de uno que no esconde su racismo y su intransigencia por ver a los que consideran indiferentes intentar también labrarse un futuro en un entorno en el que cada ves existen menos oportunidades y, precisamente por ello, se compiten más por ellas.

“El viejo roble” es una de esas cintas que no esconde su mensaje integrador y que tienen alma basándose en una sencillez que desarma. La llegada de un autobús de refugiados sirios hace sembrar el desconcierto ante lo desconocido por parte de unos lugareños que miran con rechazo. Todo lo contrario que un entrañable TJ Ballantyne, dueño del pub de la zona que es el único que les tiende la mano y que quizá comprende (porque él también es un animal herido que ha potenciado su generosidad por ello en vez de lanzar su bilis a los demás) que son personas necesitadas y que necesitan ayuda entrando en contacto con una joven llamada Yara que tiene interés en convertirse en fotógrafa.

“El viejo roble” apuesta por la honestidad de seguir la conciencia de uno, especialmente cuando al protagonista le hacen formar parte de una encrucijada entre los deseos de su clientela fiel (que no quiere ni siquiera compartir bar con los sirios deseando que vuelvan por dónde vinieron tirando sobre ellos su frustración por haberlo perdido todo) y lo que uno siente que es lo correcto. Ken Loach ni innova ni sorprende pero lo que cuenta lo hace muy bien sabiendo llevar la historia por unos cauces honestos que no necesitan de ninguna carga ideológica y moralizante para interpelar al espectador sobre lo que está dispuesto a hacer por los demás desde su lugar en el mundo con un Ken Loach que muestra que nadamos más en el conformismo que en la rabia.

Un canto de unión efecto pero también un llamamiento poco matizado en el que Loach lo que busca es, a través de esa iniciativa del comedor social que se acoge en el pub, hacernos abrir los ojos sobre que es la propia clase obrera la que tiene que ayudarse entre sí (independientemente de su origen) porque en su fragmentación está su fracaso y la incapacidad de poder salir a flote en vez de unirse ante el mismo problema ya que si bien los que llegan han tenido que huir de sus países en busca de un futuro mejor los que son de ahí no pueden llegar a fin de mes. Y es que el problema no es la precariedad sino aquellos que, pudiendo ayudar, prefieren mirar a otro lado por un interés propio bien sustentado en no ver perjudicado su estatus o por el mero convencimiento de que los de fuera no merecen las mismas oportunidades que los de dentro.

“El viejo roble” se mueve en el nivel medio de las propuestas de Loach, sin ser de las especialmente brillantes sí que logra mantener en alto el compromiso y la necesidad de mantener el espíritu de lucha. Es un trabajo previsible y tirando a melodramático, didáctico y maniqueo en el guión (ojo a todo lo relacionado con el perro del protagonista o el padre de la chica siria), poco inspirado en su puesta en escena, discreto a nivel interpretativo (donde se potencia el carácter no profesional de la mayoría de los intervinientes) y torpe y lánguido en su ejecución pero reparador en parte por su intento de insuflar esperanza a través de los pequeños grandes gestos a disposición de las personas a pie de calle y que son el antídoto frente a la indiferencia reinante.

Una historia que, aun así, encierra optimismo si todavía no se está dispuesto a bajar los brazos. Dignidad, humanismo y resistencia frente al odio, la incomprensión y la miseria porque, en definitiva, ante la anestesia general a la hora de ver la pobreza reflejada en pantalla lo que Ken Loach deja patente es que querer es poder.

“La chimera” (Alice Rohrwacher) // Sección Oficial

Con sólo unos pocos títulos en el largometraje (acogidos todos en el Festival de Cannes) como “Corpo celeste” (2011) en Quincena de Realizadores y “El país de las maravillas” (Gran Premio del Jurado en 2014) y “Lazzaro feliz” (mejor guión en 2018) en sección oficial, Alice Rohrwacher se ha convertido en una de las directoras más interesantes del panorama no sólo europeo sino también internacional. Todo por una combinación de realismo mágico, reivindicación histórica y costumbrismo lírico a la hora de hablar de la tierra, la pertenencia, el tiempo, el amor y esas pasiones que nos empujan a seguir estando vivos. “La chimera” era desde el principio uno de los platos fuertes de esta edición y ha cubierto las expectativas llevándonos a la campiña de la toscana italiana en la década de los 80, cerca del Mar Tirreno, cuando allí llega, con el peso de un amor perdido y sus sucios trajes de lino, un joven arqueólogo inglés, Arthur, interpretado por el carisma y la ternura habitual que imprime Josh O'Connor a todos sus trabajos con el reto, en esta ocasión, de tener que hablar italiano prácticamente durante todo el metraje.

“La chimera” se centra en un grupo de saqueadores de tumbas en el que encuentran vasijas, estatuas, utensilios o figuras arqueológicas etruscas (población previa a los romanos) al que se suma el protagonista en una metáfora que nos lleva con utopía y empeño a cómo excavar la tierra es conectar con nuestro pasado para utilizarlo como aprendizaje, catalizador e impulso para entender nuestro presente y afrontar el futuro. Todo en una Italia que desentierra su legado y que se divide entre los que rastrean, los que reivindican su legado y los que sólo buscan comerciar con ello. Un trabajo irregular y melancólico que no esconde ciertos toques surrealistas a la hora de hablar del amor y de la huella que se deja durante esa travesía que es la vida. El misterio sobre el existencialismo de la misma abordado en clave de fábula y siempre en el camino hacia encontrar esa belleza que lleva a que el viaje por este mundo tenga sentido.

“La chimera” habla de personajes en relación con su entorno y de memoria enterrada que merece ser compartida y enseñada a un mundo ciego y cerril. Alice Rohrwacher es la más fiel depositaria de la herencia de la gran tradición italiana terrenal y humanista Pier Paolo Pasolini, Ermanno Olmi o los hermanos Taviani dando dignidad a la derrota, reivindicando lo rural y conectando lo auténtico con lo onírico a través de una memoria construida por las huellas (tanto en rastros como en restos) del pasado reflexionando también sobre el sentido de la propiedad y el hecho de a quien pertenece una casa, una tierra o un tesoro descubierto que unos roban para luego servir en bandeja a los de siempre, los que tienen dinero y poder.

Cine a través de simbologías y metáforas que demuestran el poder del cine en el que la directora exhuma sobre la tierra la tradición del pasado para acercarla al espectador del presente abrazando tanto el neorrealismo como el barroquismo esperpéntico felliniano logrando que ambos estilos no colisionen y hermanándolo de manera orgánica. No sólo haciendo un tipo de cine propio de los directores mencionados sino para dar rienda suelta a una libertad creativa que habla de lo más puro y de la esencia en época de banalidad, postureo y banalidad aprovechándose lo real y lo onírico, lo terrenal y lo espiritual, las tradiciones y las canciones populares, lo carnavalesco y el peso del pasado deambulando entre la finitud del tiempo y que polvos somos y en polvo nos convertiremos.

Josh O’Connor está fantástico como ese tipo cerrado y huraño que poco a poco va abriéndose utilizando su don para encontrar tesoros para volver a encontrar la brújula que marque su sentido en un estilo y pose que ha recordado al Elliott Gould de "Un largo adiós" (1973). Un regreso a Italia en tren, tras un periodo en la cárcel, con el recuerdo de su amada Beniamina (la cual desapareció de la tierra) y a la que su madre, Flora (una estupenda Isabella Rossellini), sigue esperando pacientemente en su casona a pesar de que sus otras hijas intentan no entrar en el tema. Una vuelta a casa que también es la constatación de una deriva, con un traje cada vez más raído y con la acrecentada confusión de si uno ya forma parte del mundo que está bajo tierra, y que protege su riqueza de los ojos de los demás, o el de la superficie, bañado de mundanidad y mercantilismo en el que la pureza del arte es lo de menos.

Allí Arthur se reencontrará con su grupo de amigos (o no) de “tombarolis” (ladrones de tumbas y mercaderes de lo ajeno), que contrastan su pobreza marginal con la sapiencia académica del joven, que venden en el mercado negro y a alguien misterioso de nombre Espartaco (y que ha pagado la fianza de Arthur) todo lo que profanan de las profundidades de la tierra. Estupendos Vincenzo Nemolato, Alba Rohrwacher y Carol Duarte dando vida a Italia, una madre soltera que cuida a Flora y que con su desparpajo cantarín volverá a hacer creer en el amor y a poner los pies en el suelo al lánguido y poco expresivo Arthur a la hora de poner freno a una espiral de especulación en la que esos tombaroli sólo son unos peones del sistema y a los que Rohrwacher comprende y mira con ternura porque no tienen otra cosa para intentar sobrevivir en su marginalidad campestre en un relato lleno de sugerencia entre la riqueza de lo ancestral y el drama social.

Una cinta de reclinatorio en un trabajo libre, imprevisible y enigmático en el que cada plano tiene su significado, tan bello como grotesco, jugando continuamente con alteraciones de imágenes, bien con la cámara rápida o lenta o el plano invertido vertical, y formatos (35 mm, super 16 mm y cámaras no profesionales ampliando y estrechando la dimensión de la pantalla en el que la luz parece entrar como en las fisuras de una cueva oculta) no con un fin ególatra sino dando alma, fuerza y poder ensoñador al poder de contar una historia desde la mirada de su protagonista a lo que contribuye el tono de fábula que imprime la fotografía de Hélène Louvart, entre lo analógico y lo rupturista, que en su fascinación conecta con algo muy íntimo y evocador que conecta a través del arte y el camino hacia la felicidad (y sobre todo la paz interior) el mundo de los vivos con el de los muertos, los que tienen que seguir con la misión de que la belleza dejada atrás por los que estuvieron antes que nosotros no quede en el olvido en una Europa en ruinas condicionada por su pasado.

Una película que, en esencia, entre reiteraciones y momentos más logrados que otros, funciona como un todo a la hora de abrazar al espectador y hacerle ver que esa quimera no es tanto el tesoro que encontrar desde un punto de vista pecuniario sino el conectar con las raíces del pasado para encontrar en nuestro presente las personas, motivaciones y deseos del mundo del que queremos formar parte. Un tesoro por encontrar al alcance de muy pocos y que es la verdadera riqueza, la de felicidad por conseguir y de la que sólo queda atreverse a excavar para encontrarla porque hay determinadas cosas que se deben de ver con los ojos del alma y no con el de los hombres.

Nacho Gonzalo

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