Cine en serie: “Small Axe”, segregación, comunidad y denuncia en la antología de Steve McQueen sobre la comunidad jamaicana en Reino Unido

Cine en serie: “Small Axe”, segregación, comunidad y denuncia en la antología de Steve McQueen sobre la comunidad jamaicana en Reino Unido

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Querido Teo:

"Small Axe" ha sido una de las obras televisivas más rotundas de lo que llevamos de temporada. La mirada al racismo en una sociedad como la británica poniendo el foco especialmente en la comunidad jamaicana. Una antología televisiva de cinco capítulos dirigida por Steve McQueen que, a pesar de tener unas entregas brillantes y otras más discretas, es un estimulante y poliédrico retrato de una época desde diferentes perspectivas. La serie de la BBC (en España en Movistar+) llega como favorita para los próximos Bafta TV donde ha conseguido 15 nominaciones después de que su difícil catalogación como películas independientes o capítulos de serie (compitiendo en premios en apartados televisivos) hayan propiciado también que dos entregas recibieran el sello del Festival de Cannes 2020, tres se vieran en el Festival de Nueva York 2020, fuera la mejor película en la Asociación de Críticos de Los Angeles (LAFCA) y encabezara tops de la crítica como una de las mejores películas de 2020.

“El Mangrove” es el primer capítulo de la antología y con merecimiento ha sido considerado posiblemente el más redondo de “Small Axe”. Steve McQueen nos introduce en la comunidad de Notting Hill de 1968 marcada por un ambiente étnico, marcado por la inmigración y con presencia de la población negra procedente de Jamaica que ha intentado granjearse un buen futuro en Londres, un lugar multicultural y con perspectivas de futuro en un momento de construcción, de cambio y nuevos aires hacia no se sabe dónde y en el por medio se desarrollan las ilusiones de los que llegan y el temor de los que reciben.

Eso sí, no todos parecen acogerlos de igual manera especialmente un estamento policial que tiene como código de iniciación para los recién llegados al cuerpo darle una paliza al primer negro con el que se encuentren.

Es ese ambiente en el que se mueve Frank Crichlow (Shaun Parkes), intentando abrir y mantener en pie el local de comida caribeña que ha montado en el corazón del barrio como centro de unión de su comunidad y que tiene que enfrentarse a las continuas redadas llevadas a cabo por el agente Pulley (Sam Spruell), el cual tiene a los negros entre ceja y ceja. El Mangrove situado en All Saints Road intenta ser la luz y la unión de un pueblo acostumbrado a caer y levantarse y que finalmente decidirá manifestarse en las calles el 9 de agosto de 1970 frente a la comisaria de North Kensington.

Un plan con el que ejercerán presión social para que les dejen en paz con puños en alto, una cabeza de cerdo como símbolo, rabia nerviosa captada por la propia cámara y el grito de “Hands-off the Mangrove!”, hecho que terminará con altercados rodados de manera intensa y captando la tensión incierta del momento siendo la excusa para que se lleve a cabo un juicio contra nueve de los manifestantes acusados de incitar a la violencia en un proceso que se alargó durante 11 semanas en el tribunal de Old Bailey.

Entre ellos están el activista y escritor Darcus Howe (Malachi Kirby), su pareja Barbara (Rochenda Sandall) o Altheia Jones (Letitia Wright), cara visible de los Panteras Negras en la zona teniendo que enfrentarse a un jurado influido por una sociedad todavía anclada en el racismo, un juicio muy sesgado a la hora de reforzar el corporativismo representado en la ley y orden y en el que, incluso, algunos de los acusados deciden defenderse a sí mismos al no estar muy convencidos de lo que un abogado pueda hacer ellos frente a un juez tan estricto y de la escuela antigua como Edward Clarke (Alex Jennings).

Uno de los pocos que rema a su favor es el joven abogado Ian Mcdonald (Jack Lowden) que tendrán que demostrar mediante palabras, hechos y las incongruencias de la acusación representada por el fiscal (Samuel West) lo que pasó realmente y cómo se aprovechó de esa indignación social para seguir estigmatizando a una raza forzándoles a que se vayan a otra parte, algo que se evidencia en un juicio en el que durante el proceso incluso los acusados son vejados y golpeados por los oficiales de la sala y en el que se cuestiona si es conveniente la recusación ante el hecho de dilucidar quiénes son los más preparados para juzgar un caso así teniendo en cuenta en que, presumiblemente, todo el jurado estará compuesto por blancos a pesar de que todos los acusados son negros.

Algo más de dos horas en las que Steve McQueen nos introduce primero en los olores, sentimientos y sueños de un grupo de personas que se unen frente al desarraigo y enarbolan su sentido de comunidad sufriendo ser la cabeza de turco de unos policías que están deseando colgarles cualquier muerto, desde posesión de drogas, altercados en el vecindario o su relación con el movimiento de los Panteras Negras.

Todo vale para hacerlos pasar por la justicia siendo la resistencia de un local frente al oleaje de los acontecimientos de una sociedad racista y que marca con todos los estereotipos y prejuicios a los que son diferentes, tratándolos como delincuentes sin molestarse en encontrar pruebas de ello. Una comunidad que siente su cultura, quiere compartirla, con sus dejes, expresiones y músicas y que, en contrapartida, recibe un acoso pertinente a pesar de que tener que conformarse con el gueto de ir a sus propios locales ya que no son bienvenidos en el de los blancos.

McQueen logra introducirnos en el ambiente, tanto en el color de la imagen con una plasticidad que nos evoca a las fotografías de la época, impecable trabajo de fotografía de Shabier Kirchner realzado en los recurrentes contrapicados, como con en una música que envuelve el sentir de un pueblo que sólo será aceptado si no hace mucha ostentación y se adapta a las reglas del país sin introducir nuevos sabores o ritmos, especialmente en un restaurante que sale de la comida tradicional para ofrecer un menú del lugar del que proviene esta gente.

Todo en un tono festivo, costumbrista en el que los interiores y las calles son un protagonista más entre juegos de mesa, charlas y confesiones y los platos de una tía Betty tan brusca como inspiradora. Un oasis de libertad y de nostalgia, de una mochila y unos recuerdos que están en su mente, corazón y ADN con sabor a comida picante y a ritmo de calipso musical.

De ahí se deriva al juicio que lleva toda la segunda parte del capítulo y que tiene una visión mucho más panorámica, contundente y verista de la, por otro lado más emocional y épica, “El juicio de los 7 de Chicago”. Aquí se adopta un tono más de recreación, confundiéndose en ocasiones casi como si fueran en imágenes de archivo, que desde luego da alas a la propuesta, sobre todo, por su visión de los personajes, las dinámicas que se establecen, las justificaciones vacías frente a autodefensas pasionales y fundamentadas siempre con el temor de equilibrar su lucha y el futuro de los suyos con la posibilidad de que vayan a la cárcel y todo por lo que han peleado no sirva de nada, derivando en un alegato final verdaderamente conmovedor. Un alegato de dignidad frente a la desigualdad (“Es tiempo de cerrar”) para que, en el fondo, pase lo que pase, se luche por mostrar quien realmente es uno sin agachar la cabeza por sistema tanto desde la persistencia de unos como desde las palabras de la lucha idealista de otros.

La verdadera diferencia con la propuesta de Sorkin es que si bien la cinta de Netflix prefiere adentrarse en los diferentes modos de ver la lucha por parte de los movimientos de izquierda y el contrapeso del sistema y las instituciones que van cambiando de manos cada vez que hay cambio de partido en el gobierno, aquí si se pone en primer plano el tema del racismo que fue el que vertebró este juicio quedando de manera más subsidiaria en lo que vimos en el estrado de Chicago. Los nueve de Mangrove se enfrentaron a las consecuencias del colonialismo británico amparado en un sistema que sólo con tenerlos delante ya los trataba con desdén y como gente de mal vivir que venía a enturbiar la paz y la vida de los ciudadanos nacionales.

La sencillez, claridad y contundencia que quiere abordar el director no sólo lo consigue por lo que vemos durante todo un capítulo magistral, en el que también hay mucho de “Treme” en su alegato cultural, musical y comunitario y de “The Eddy” por la insistencia de seguir manteniendo a flote algo más que un local que ha alcanzado un sentimiento grupal y de resistencia e identidad, sino por el hecho de que la cámara se centre en el primer plano y la reacción de Frank mientras uno por uno se lee el resultado de la sentencia. Un hombre que bordeando la derrota sabe que tiene que seguir adelante pase lo que pase por sí mismo, por los suyos y por todo lo que ha creído combinando en su mirada la rabia y frustración salpicada de violencia contenida y la fuerza del que sabe que hace lo correcto y lo justo.

Tan elocuente como certero en una mirada vidriosa que es la que ha vertebrado todo el retrato, más preocupado McQueen por captar la emoción y trauma soterrado de los protagonistas que por tirar de fanfarrias y acción, algo que queda patente no sólo en su desenlace sino en una manifestación en la que más que una visión panorámica se ofrece la amplia gama de sensaciones provocada por la tensión del momento.

Y es que el propio Frank sabe que la guerra no está ganada y que un triunfo no es más que un capítulo más dentro de un recorrido a través de los siglos en los que cada avance en pro de la la igualdad ha venido devuelto con varios paso hacia atrás. Un momento de respiro con un cigarro en la boca ante la oscuridad de la noche para tomar conciencia de que volver a dentro del Mangrove a festejar con los suyos no es más que una constatación de que hay que seguir resistiendo y en la lucha celebrando el estar vivo para poder continuar con ello.

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“Lovers rock” nos lleva a un tomo íntimo, sensorial y sensual llevando el baile como vehículo de éxtasis para los sentidos y lenguaje común para una generación de jóvenes que en una fiesta en una casa, a ritmo de reggae, jack fruit y acordes tropicales, encuentra una manera de comunicarse, interactuar y conectar, casi como un islote de evasión frente a las vidas y dificultades que cada uno vive.

Es allí dónde llegan un grupo de personajes la típica noche de sábado con el estímulo de la evasión y el deseo en una fiesta clandestina en la que beben, bailan y sienten sus cuerpos. Un capítulo festivo, minimalista y conceptual en su desarrollo, que se centra en dos amigas que llegan a una casa en la que sobresale ese encuentro cultural con las raíces de las que todos los allí presentes parten y que, en noches así, les hace sentirse orgullosos pertenecer a las mismas.

Un capítulo que parte con los preparativos de la noche, con las mujeres cantando y cocinando entre fogones, y varios jóvenes ensamblando toda la parte técnica que crea el ambiente durante todo el mismo, así como una cámara que recorre el vestíbulo, pasillos, baños y salón principal llegando al éxtasis de imagen y música con el valiente y reivindicativo plano secuencia en el que todos cantan Silly games de Janet Kay.

Una escena sensual, caliente y casi divina que es el canto de una comunidad que, aun así, tiene que soportar la amenaza de los blancos en el exterior de la casa (imitando los sonidos simiescos de los monos en tono despectivo) o que incluso la magia de la noche, con una cámara que deambula y saborea cada momento sin preocuparle el explayarse, entre sudor, abrazos, pitillos, alcohol y pasión se encuentre también con otra cara cuando una de las chicas, de manera casual, impide un intento de violación mostrando que la convivencia con el peligro es incluso en el seno de la propia comunidad.

Steve McQueen condensa en una hora de coctelera musical y racial ese espíritu de hedonismo, escapismo y unión que destilan unos personajes que viven una noche más y que puede ser una de tantas o quizás el inicio de algo, dejando en abierto lo que puede ocurrir con esa pareja que se ha conocido tras el clásico tonteo y que comparten la noche hasta el amanecer y posteriormente se encuentran con una nueva jornada cuando son interrumpidos en el taller en el que trabaja él y tienen que separarse mientras ella se va en el autobús que le devolverá a casa.

Un trabajo rico en el detalle que va desde un vestido rojo o un inocente paseo en bicicleta como coda de una noche mágica que devolverá a los protagonistas a poner de nuevo los pies en la tierra tras una noche de almas flotando y sintiendo entre sí. Todo sin olvidar su componente político y sutil tanto en las canciones, reivindicación femenina a una música negra y rastafari dominada por hombres, hasta esas cruces que conectan con la tragedia de New Cross Fire y con un racismo del que esa noche parecen evadirse pero que sigue presente en sus vidas en todo momento.

Un relato febril, eufórico e inmersivo en el que el trabajo de la fotografía de Shabier Kirchner puede lucirse con ese “lovers rock” de fondo, el cual sólo sonaba en las casas donde la juventud negra organizaba sus eventos cuando no eran bienvenidos en las discotecas y clubes nocturnos segregados. Una pieza que sabe aunar un halo vibrante, detallado, voyeurista y nostálgico, no sólo por ese sentimiento de comunidad y de resistencia que transmite, sino por todos los momentos de conexión colectiva con los demás que nos ha privado la pandemia el último año.

Un hechizo en forma de burbuja irresistible que logra que unas coreografías vibrantes sean lo que mueva un capítulo narrativamente escueto pero enormemente atractivo en su conjunto, casi de una manera plástica e impresionista entre flirteos y cánticos de resistencia y fuerza colectiva en una de esas fiestas que se recuerdan y que se añoran engrandecidas por el paso del tiempo.

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“Rojo, blanco y azul” ofrece uno de los relatos más lúcidos de la antología adentrándose en el estamento policial, aquel que en el primer capítulo no dejaba de estar algo sesgado. ¿Se puede cambiar una institución desde dentro? Es lo que se plantea con un joven negro que parece tenerlo todo, ha sido buen estudiante, no se ha metido en líos y sus padres han estado sosteniéndole para conseguir un buen futuro. Está a punto de ser padre y trabaja como científico forense conociéndole brevemente cuando es un niño que sale del colegio y el cual unos policías ya amedrentan por el hecho de ser negro.

Su padre ha tardado un poco en recogerlo y le deja bien claro que no tiene que meterse en líos y que nunca debe de llevarle la policía a casa. El tiempo hará que esa recomendación, en parte, no se cumpla cuando la policía que entra en su casa sea su propio hijo cuando decide ingresar en el cuerpo de policía aprovechándose de su inteligencia y buenas aptitudes para ayudar no sólo a dar una mejor imagen de la institución frente a los demás, fomentando una cuota de diversidad que se queda en la intención, sino también para ilusoriamente intentar que las cosas sean de otra manera mientras su propio padre es parte en un juicio de abuso policial.

Padre e hijo querrán cambiar la situación de diferentes maneras. El primero desde la revolución, la lucha y persistencia, no queriendo contentarse con un acuerdo extrajudicial como si estuviera conforme con ello, mientras que su hijo, desde una perspectiva más reflexiva y constructiva, pretende resolverlo desde dentro siendo el primer negro en el cuerpo aunque tenga que sufrir la burla y el desdén de sus compañeros, que no dudan en arrinconarlo y no prestarle ayuda cuando lo necesita para un operativo, encontrando el único apoyo en otro joven, también de origen inmigrante, que quizás no acabe teniendo tanta paciencia como él. Un debate muy interesante que deja uno de los capítulos más sólidos, exponiendo los hechos de unos y otros, y dejando que sea el espectador el que se pregunte cuál es la posición que tiene que adoptar.

El sello de Steve McQueen queda patente en un capítulo más academicista pero que permanece en el tiempo, no sólo por el corazón emotivo de esa relación paternofilial, de un padre que con sus silencios muestra su decepción ante un hijo idealista que amenaza con toparse con el mal endémico institucional que le hará ser siempre una excepción en el sistema, y como todas ellas tendente a cuestionamientos y a no ser aceptado por sí mismo dentro de la integridad del grupo. La complejidad social que plantea se aborda de manera tan reflexiva como furibunda, mostrando incluso la discriminación al diferente dentro de la propia familia del protagonista, destacando la labor de un John Boyega que ya ha ganado por este trabajo el Globo de Oro, el Critics’Choice (BFCA) y ha sido nominado al Bafta.

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“Alex Wheatle” termina siendo el capítulo más difuso de la antología a pesar de sus interesantes mimbres y su moraleja final, que no es otra que el papel de la educación y la importancia de conocer el pasado para poder dirigirse hace un futuro. Episodio centrado en la vida y trayectoria del premiado escritor Alex Wheatle, desde sus años de adolescencia hasta sus primeros tiempos como adulto.

Habiendo pasado su infancia en un centro institucional para blancos, sin el amor y el cariño de una familia, Alex encuentra en Brixton por primera vez no sólo un sentimiento de comunidad, sino también su propia identidad y la oportunidad de dar rienda suelta a su pasión por la música. Cuando es arrestado durante el levantamiento de Brixton de 1981, Alex se enfrenta a su pasado y vislumbra un camino de reparación a través de las lecciones de su compañero de celda reorientado su vida en pro del arte y de su talento construyendo su voz a través de su propia aceptación.

“Alex Wheatle” deja su mensaje claro pero queda carente de fuerza salpicando la toma de conciencia del protagonista de imágenes de archivos y de algunos de los sucesos de la época que muestra el contexto de una sociedad negra de origen jamaicano oprimida que tiene que trapichear para labrarse un futuro ante el desdén con el que son vistos basando su colectividad en la principal arma frente a ello bien sea en las calles, en una comprimida tienda de discos o en la manifestación de turno.

El joven es víctima del desarraigo al haber sido borrada su identidad por unas instituciones que no se han preocupado por él y que lo han soltado en la calle, su hábitat natural, en el que no reconoce ni a los suyos ni sabe cómo moverse en un lugar del que es parte en origen aunque él no sea consciente de ello. Un tipo joven que encuentra en la música, como creador del sonido Crucial Rocker, su voz, su definición, su rabia contestaría y también el puente para terminar siendo el escritor de éxito en el que se convirtió, participando como asesor en la serie.

A destacar la labor de Sheyi Cole, el cual está estupendo en el viaje del personaje, saliéndose del biopic convencional para mostrar en una hora un momento fundamental de lo que será la trayectoria de una persona aunque quiera contar muchas cosas y pase de manera atropellada por todo el proceso que le lleva de su ignorancia inicial a las calles, la pasión por la música, su faceta activista y su encuentro en la luz como escritor. Alguien que se busca a sí mismo encontrando el lugar del que pertenece y que, a pesar de sus altibajos, termina siendo el mejor retrato psicológico de la serie al centrarse abiertamente en su protagonista.

Un recorrido personal que nos lleva la tragedia de New Cross Fire en 1981, un hecho clave para su futuro y el de la comunidad negra de la época. En ese hecho, en un momento de gran tensión política entre el activismo negro y la policía, durante una fiesta de cumpleaños organizada en un piso, se declaró un incendio donde murieron 13 jóvenes negros de entre 14 y 22 años.

La Brixton Riot, la manifestación de propuesta más multitudinaria a raíz de los hechos, terminó con Wheatle en la cárcel encontrando allí su lugar y un volteo interior a través de la mentoría de Simeon que, recomendándole la lectura de “Los Jacobinos Negros” del historiador C.L.R. James, se basa en los mandatos de la Revolución Francesa encontrando en la palabra, la educación y la cultura el mayor acto de libertad. La máquina de escribir que le ofrece un viejo amigo de las calles será el arma con el que Alex Wheatle encuentre otro tipo de lucha y su principal forma de expresión.

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“Educación” es el cierre de la antología y, si en los anteriores episodios se ha hablado de diferentes formas de segregación, en este caso ocurre en el ámbito de la escuela. Kingsley es un niño de 12 años con una insaciable fascinación por los astronautas y los cohetes espaciales. Cuando es sacado de clase y llamado al despacho del director por su mal comportamiento, descubre que van a enviarlo a una escuela para “necesidades especiales”.

Sus padres, sumergidos en sus respectivos trabajos para salir adelante, no son del todo conscientes de las políticas de segregación que están evitando que muchos niños disfruten de la educación que merecen. Hasta que un grupo de mujeres deciden tomarse el asunto en serio.

Kenyah Sandy es ese crío que asiste impávido a un sistema que lo excluye desde el principio porque no tiene interés en invertir en él, en enseñarle y ponerle al mismo nivel que los demás, lo que le introducirá en una espiral que conlleva que sus oportunidades laborales queden limitadas y reducidas y, por tanto, también sus posibilidades de ganar un buen sueldo y poder tener una vida próspera serán nulas.

Un racismo endémico que no necesita de la esclavitud para seguir dejando a los negros fuera del sistema generando un bucle de miseria, pobreza y futura delincuencia al no contribuir a una educación accesible para todos sino separatista y perversa, de una manera tan aceptada que parece pasar desapercibida para unos padres más preocupados en sus cuitas del día a día y que se fían demasiado de la autoridad del director del centro que decide que, al no saber leer, el niño no tiene la inteligencia suficiente para seguir el nivel de sus compañeros siendo derivado a lo que se conoce como un “centro para subnormales desde el punto de vista educativo”.

Kingsley tendrá que coger el autobús todos los días desde el que era su colegio, sufriendo la burla de unos compañeros con los que hasta ahora compartía casa y que repiten la etiqueta de “tonto” que ya ha recibido por parte del propio centro, terminando en un lugar que prácticamente es un contenedor de críos, cada uno de su padre y de su madre, en el que sólo matan el tiempo frente al desdén de unos profesores que no les motivan por nada y que se mueven entre los que verdaderamente tienen problemas (comunicándose con sonidos de animales) y los que o bien no han tenido éxito en los estudios por apatía o simplemente porque nadie les ha dedicado tiempo.

Emociona la frustración de un Kingsley que, ante una madre que no se ha preocupado verdaderamente por él, asume lo que dice su colegio y no se plantea que en realidad ese no es su sitio, hasta que un grupo de mujeres contribuyen a que se den cuenta. El momento en el que la madre pide leer a Kingsley y éste, un manojo de nervios, inseguridades y traumas, desborda en lágrimas ante el hecho de no saber hacerlo, lo cual ha ocultado a todos víctima de la vergüenza que siente por ello, es uno de los símbolos representativos de la esencia que ha querido mostrar Steve McQueen en “Small Axe”.

“Educación” termina siendo el capítulo más emotivo por su sencillez y calado humano ante un niño que sólo necesita que inviertan en él, que le den una oportunidad y que le ayuden a desarrollar sus habilidades, más que (por el hecho de ser negro) no molestarse en hacer nada por ayudarlo. No hay mejor futuro que la educación y más centrado en una infancia que es la que definirá lo que seremos mañana como sociedad.

Una historia sencilla pero empática que justifica la existencia de esta antología por cómo desvela un capítulo desconocido de la sociedad británica en clara defensa de la educación, el amor familiar y la sororidad de unas mujeres que saben que serán las únicas capaces de mejorar las vidas de los demás con su empeño, dedicación, cuidados y sentimiento de comunidad gracias a sus Black Saturday Schools en iglesias o centros sociales en los que les ayudarán en clases de refuerzo dedicándoles el tiempo que la educación oficial no quiere brindarles.

“Educación” es un canto sencillo y puro sobre la integración y sobre la unión frente a las vergüenzas de un sistema pervertido y sostenido en la segregación racial desde el punto de partida de la cadena, el de construir el futuro de las personas de mañana, fomentando una sociedad desigual y marcada por la discriminación desde la cuna en la que el pobre Kingsley no podría ver cumplido su sueño de astronauta simplemente por ser negro y por no serle ofrecidas las mismas oportunidades que los otros.

Sin efectismos y con un aire que recuerda al cine de Ken Loach o Mike Leigh, Steve McQueen lleva a cabo el relato más conmovedor de su carrera, no sólo en la citada escena entre una madre que chilló demasiado a su hijo pensando que era una vergüenza más que necesitara ayuda, sino en ese momento en el que se esconde en el autobús para que sus ex compañeros no le vean volver del centro de marginados o cuando, por primera vez, encuentra la ilusión junto a su hermana en esa visita/reunión/clase de sábado por la mañana en la que un grupo de mujeres, ocultas en la Historia pero dedicadas sin contraprestación, prestan su tiempo a sanar los defectos del sistema y a regar el talento y las capacidades de esos críos que, sean lo que quieran ser, merecen ser tenidos en cuenta como el que más, generando la auténtica diversidad no en las cuotas sino en el alcance igualitario a la hora de tener la oportunidad. Y es que, como se abre y cierra el capítulo, bien muestra que el universo es el único límite a la hora del aprendizaje y el desarrollo de la curiosidad de una persona.

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Nacho Gonzalo

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