Historias víricas (IV): Alta velocidad

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Querido Teo:

Esta historia comenzó con el contacto cotidiano con otros animales. No se ha dado aún una explicación completamente satisfactoria de por qué la agricultura y la domesticación de animales comenzó cuando comenzó, ni de cómo surgió en diferentes partes del mundo en un tiempo en el que había pocas posibilidades de contacto entre grupos de humanos. De media, un cazador-recolector necesita 10 kilómetros cuadrados de tierra para sobrevivir. Si esa misma zona se utiliza para cultivar plantas o criar animales, su productividad puede aumentar hasta cincuenta veces.

Una característica importante de los animales domésticos y plantas cultivables de Eurasia es que producen muchas más calorías por hectárea que los silvestres, cuyas especies en su mayoría no son aptas para el consumo humano. Como resultado, las poblaciones de agricultores y ganaderos llegaron pronto a ser entre 10 y 100 veces mayores que las de cazadores-recolectores. Esta diferencia numérica explica por sí sola que los agricultores y ganaderos de casi cualquier parte del mundo fueran expulsando a los cazadores-recolectores de sus tierras. Poco a poco, los campamentos se hicieron permanentes, y aparecieron las aldeas y las ciudades. Ya no era vital que todos trabajaran en producir comida sin parar, así que algunas personas pudieron dedicarse a otras actividades y se convirtieron en artesanos, chamanes y especialistas de diversos tipos. A partir de ahí: civilización.

A cambio la proximidad de animales domésticos y la aglomeración en las aldeas y ciudades provocó la aparición de epidemias. El sarampión, la tuberculosis y la viruela cruzaron la frontera entre las especies y se transmitieron del ganado a los humanos; los cerdos, patos y gallinas contagiaron la gripe, la tosferina y la malaria. El mismo proceso continúa en nuestros tiempos con el sida y la encefalopatía espongiforme bovina, "vacas locas". Poco a poco, en las poblaciones expuestas fue aumentando la resistencia a estas enfermedades, que se fueron haciendo menos graves. Pero cuando los patógenos dan con una población que no ha estado expuesta con anterioridad, como es el virus que nos mantiene en nuestras casas a la mayoría, estallan con toda su furia inicial. Esta pauta se repite durante toda la Historia humana.

Por lo general estas enfermedades sólo infectan a unos cuantos individuos. El crecimiento de las megaurbes multiplica su propagación en cantidad y también su velocidad. En Nueva York aterrizan a diario más de 3.000 vuelos comerciales. Un solo pasajero que porte el virus de la gripe H7N9, transmitido por el aire, lo propagará como en una reacción nuclear. Un cálculo reciente sobre este virus gripal, muy poco conocido por nuestro sistema inmunitario, augura que podría bastarle un mes para paralizar la ciudad y dos meses para difundirse por todo el planeta.

La filoxera americana que destruyó los viñedos europeos tardó siglos en alcanzar nuestro continente. No lo logró hasta que los barcos a vela fueron sustituidos por los de vapor. Hasta ese momento los pulgones no aguantaban viajes tan largos y llegaban muertos. Tras el primer caso documentado en Inglaterra, se precisó sólo tres años para que los viticultores en el sur de Francia se dieran cuenta de que sus viñas empezaban a marchitarse y morir. La ciencia es la única respuesta.

El virus Ebola afectaba probablemente a tribus de humanos ya en la antigüedad, pero cuando se ha propagado a poblaciones más amplias y ha dado titulares ha sido con la llegada de los viajes en avión. Incluso la enfermedad del legionario (o legionelosis) probablemente es una enfermedad antigua que se producía en aguas estancadas, pero fue la proliferación del aire acondicionado lo que propagó esta enfermedad a las personas mayores que viajaban en cruceros.

Los humanos nos expandimos continuamente talando bosques, construyendo zonas residenciales y fábricas, y en el proceso, encontramos enfermedades antiguas que se ocultan en los animales.

Carlos López-Tapia

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