Mr. Pinkerton y su berlanguiana tarde de sábado

Mr. Pinkerton y su berlanguiana tarde de sábado

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¡Hola muchacho!

¿Cómo estás soportando estos fríos polares dentro de tu celda? Espero que no hayas vuelto a atemorizar al técnico de la caldera como el año pasado… Te escribo desde un banco del Parque del Retiro, sentado mientras observo a un mayordomo en su día libre, sospechoso de haber robado las joyas de la señora de la casa. Llevo tres días detrás de él, y por más que le siga, no noto nada sospechoso en su conducta. Así que como el buen hombre lo único que hace es estar sentado leyendo un Reader´s Digest, aprovecho y caliento la mano escribiéndote estas letras.

Te contaré lo que me pasó una tarde de sábado de Noviembre. Aquel día fui a comer a casa de mi tía Gertrudis, una señora de 92 años que me espera un sábado al mes y que adora que le cuente mis últimos casos. Por suerte para mí, es una Jessica Fletcher frustrada. Como su casa está pared con pared con un cine de barrio, tengo por costumbre ir a ver una película una vez acabada la visita. Así que bajé, miré la cartelera y escogí la única película que no había visto ya y que me interesaba algo. Me senté en mi butaca habitual y allí me acomodé mientras empezaban los títulos de crédito. Pero, quizás porque la noche anterior no pude dormir demasiado, no tardé ni 15 minutos en quedarme drogui. Lo siento por Zrinka Cvitesic que tanto se estaba esmerando en su interpretación, pero no pude evitar que mis párpados se cerraran, llevándome al sueño más profundo. Y así seguí, hasta que, de repente, en mitad de la oscuridad de la sala, apareció un hombre que iba gritando a susurros: “¡Don José Luis Pérez de Soslayoooo, Don José Luis Pérez de Soslayooooo!”. Algunos espectadores empezaron a protestar airadamente, y entonces observé que el que estaba a mi lado, parecía esconderse de ese hombre, y un señor mayor que estaba junto a él, con voz carrasposa, le decía que se levantara, que no quedaba más remedio, y que tenía que cumplir con su función.

PinkertonBerlandaBienvenidoMrMarshallAquello me llamó mucho la atención, así que decidí seguirles, ya que ese hombre parecía como si le buscaran para ir al cadalso. Al salir del cine, un coche negro les esperaba, y se lo llevaron a pesar de sus negativas. Yo les seguí en un taxi, y aquel coche se dirigió hasta la cárcel. Como no podía entrar, les esperé. Yo no hacía más que mirar el minutero del taxi. Al cabo de 45 minutos salieron. El hombre joven tenía la cara blanca, mientras que el abuelo carrasposo le consolaba. Luego se montaron en otro taxi y se dirigieron a un pequeño pueblo de Madrid. Mi taxista sonreía felizmente. Aquel pueblo parecía estar en fiestas; sus gentes se amontonaban en la calzada, como si estuviesen esperando a la Vuelta a España. El taxi de ellos se paró justo enfrente del Ayuntamiento, y a los cinco minutos, el abuelo se asomó al balcón y comenzó a hablar. No pude escuchar qué decía, porque estábamos lejos, pero me sorprendió que de repente se bajara a la calle, y se pusieron todos a cantar, agarrados de los brazos, y bajando la calle junto a una folclórica.

PinkertonBerlangaLavaquillaParecían todos muy felices, y yo y mi taxista nos dejamos llevar y nos integramos en la farándula. Entonces escuchamos unos gritos. A lo lejos, unos chavales gritaban: “¡La vaquillaaaa, la vaquillaaaa!”. Y empezamos todos a correr como hormigas atacadas, dispersándonos por todos lados sin saber a dónde ir. Aquel animal se había escapado y, aunque tampoco era un miura de 700 kilos, no dejaba de tener su cornamenta. Huyendo de la vaquilla, me metí en un coche donde un hombre mayor con cara de Marqués de la Ensaimada me invitó a subir. El coche, un Mercedes de los años 70, estaba conducido por su chofer. Atrás estábamos los dos, y el marqués le indicó que nos llevara a palacio. Camino de Madrid, mantuvimos una interesante charla sobre cacerías. Ese hombre tenía un hablar peculiar, convirtiendo las eses en ches, y con un tono cantarín algo empalagoso.

Una vez en Madrid, me invitó a quedarme a cenar en su palacio. Acepté por pura cortesía, pues me había salvado de una cornada asegurada. Me dejó en la sala de espera mientras él se adecentaba, y durante una hora pude conocer a su peculiar familia. Muchacho, aquella cena fue, sin duda, la más surrealista que había vivido jamás. Apenas abrí la boca, pues no dejaban de discutir entre ellos a viva voz. Alguna intriga había en esa familia, pero mi cabeza no estaba para averiguaciones. Yo me limitaba a saborear esa perdiz con salsa de castaña que me estaba quitando el sentido. Pero, sin darme cuenta, aquello se estaba desmadrando, y cuando me quise dar cuenta, la policía estaba entrando para ver qué ocurría, pues tanto griterío se escapaba por las ventanas del comedor e inquietaron a los transeúntes. Aquello era una casa de locos, y como no había manera de que se callaran, los polis optaron por arrestarnos a todos los allí presentes. ¡Todos a la cárcel!.

PinkertonBerlangaLaescopetanacional

Muchacho, no me preguntes cómo ni por qué, pero así ocurrió. Todos aquellos chillones y yo enchironados. Menuda noche pasé. Menos mal que al día siguiente se resolvió el tema y nos dejaron a todos en libertad. Así que me dirigí a mi casa, y justo en la puerta me encontré al taxista que me llevó al pueblo, con la factura de la carrera en la mano y un gran gesto de cabreo en su rostro… y con razón. Por culpa de la vaquilla me olvidé por completo de pagarle.

La tarde del domingo la pasé durmiendo de puro cansancio, y me desperté con la radio del vecino de enfrente, recordando al recién fallecido Luis García Berlanga. Entonces me levanté, y pensé que todo lo vivido el día anterior parecía una broma planificada por él. Y me reí solo, recordando al escurridizo José Luis, a la vaquilla, al abuelo de voz carrasposa, al Marqués y su familia… Muchacho, Berlanga creó su propio universo… y allí estará ahora, de la mano de Rafael.

PinkertonBerlangaElverdugo

¡Un saludo!

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