29 de agosto de 1998

Shawnee Falls, Ohio

Querida Tina:

Gracias por tu llamada de hoy. Lástima que no he podido

hablar contigo. Te estoy escribiendo desde la cama de mi infancia,

bajo el baldaquín de flores violetas. Maddie nunca

dejó que mi madre remodelara la habitación, o sea que permanece

fantasmagóricamente intacta, como esas alcobas de

museo, con sus sillas acordonadas. Tendría que estar hablando

contigo por teléfono con la chaqueta de la universidad de

Tony puesta, o de camino a tu casa para pillar un ciego en tu

 patio. Lástima que os mudarais. Estoy tan quemada que pillar un ciego contigo parece ideal en este momento. Supongo que para contestar a tu pregunta de cómo va todo empezaré por Maddie, que parece... Bueno, la misma de siempre: una muchacha de pecho grande, sonrisa grande y gran melena, que mira comedias y culebrones y se indigna si no defiendes a los retrasados, a los pobres y a los perros abandonados, o si no le dejas que haga la salsa picante para los espaguetis. Anoche en la cena se puso a atacarme cuando afirmé que no entendía por qué el derecho a la vida de un animal debía prevalecer sobre mi derecho a comer ternera, por ejemplo, o a llevar un abrigo de piel, sobre todo si tenemos en cuenta que ese animal ni siquiera estaría vivo si no fuera por mi deseo de que algún día esté muerto. Se le desencajó la mandíbula; renuncié a la discusión con más rapidez de lo que lo hubiera hecho normalmente. Aparte de 18 eso, fue la clásica reunión de la familia Hunt. Como si fuera Navidad, aunque con más tensión. Habían puesto el mantel blanco en la mesa, servilletas, la cristalería buena y la vajilla dorada de la abuela y, en el centro, un ramillete otoñal de flores, con crisantemos secos y azuletes. Mi madre se mató a guisar y, con las ventanas empañadas, las ollas burbujeantes y el siseo de las sartenes y la tele a todo volumen desde el cuarto de estar, había aires de fiesta, como probablemente era la intención de Eleanor, que quería mejorar en lo posible la situación luciendo las mejores galas.

Jim y su familia llegaron el día anterior de Nueva York. Creo que Jim y Sarah les deben de haber contado a Nell y Sophie que está pasando algo gordo, porque parecían dos cachorritos con las orejas caídas, dispuestos a recibir un golpe. Los críos se enteran demasiado. Sarah está a punto de echarse a llorar, aunque eso le pasa siempre que está cerca de mis padres, y Jim es Jim: animosa y envidiablemente ajeno a todo. O eso parece.

 Cuando llegué, Mad y Bobby ya estaban aquí. Ella estaba despatarrada en la tumbona de Ed, viendo una reposición de Frasier; Bobby estaba en el sofá, mientras que Ed estaba en el garaje, en su tumbona antigua, puliéndose un paquete de seis botellas de aperitivo con Jim. Era como cualquier otra reunión de familia, aunque me di cuenta de que Maddie no salía a recibirme a la puerta como siempre; no dio tumbos sobre la fría madera del suelo con sus calcetines, no me abrió la puerta del coche y se metió dentro para ser la primera en abrazarme, ni siquiera me saludó con un gesto desde la puerta de la cocina; se quedó hundida en el sillón de Ed y, sin mirarme siquiera, dijo: Hey, Liv. Yo quería abrazarla. Como parecía tan encerrada en sí misma, no lo hice. Dije: Hey, Madster. ¿Qué estás viendo? Como si fuera un viernes cualquiera. Ojalá me hubiera acurrucado un instante con ella en la tumbona. Lo que pasa es que hubiera quedado raro, y supongo que yo quería que todo pareciera normal.

Me pasé la cena mirándole la cara. No estoy segura de qué buscaba. Alguna señal de cómo lo lleva, supongo. O tal vez quería ser yo quien le diera una señal, como hacíamos de pequeñas con la mirada, un intercambio silencioso de un lado a otro de la mesa; una inclinación de cabeza significaba «Jim está mintiendo», un guiño era «mamá se lo ha tragado » y a veces bastaba una mirada perfectamente calculada para que nos entrase una carcajada. Pero anoche no hubo señales ni sonrisas sabias y sus ojos nunca coincidieron con los míos; nuestro lenguaje secreto no tenía palabras para esto. Cenamos. Los tenedores resonaban contra los platos. Hablamos de la lasaña, de los vecinos, del frente frío y de las elecciones para gobernador, y no hablamos de lo que ha pasado.

O lo que está pasando. Bobby no dijo ni palabra. No

tenía el mismo aspecto que le recordaba: ese rubio rojizo, robusto

y guapo, al que hubiera escogido para interpretar el

papel de un bombero, o de un jugador de béisbol. Parecía

 apocado, vacilante. Después de cenar se llevó a Maddie a casa y en cuanto mi madre oyó que se cerraba la puerta del coche se derrumbó sobre la atiborrada mesa de la cocina y hundió la cara en un trapo, agitando los hombros entre sollozos silenciosos. La rodeé con un brazo. Parecía pequeña. «He de tomarme el calcio», pensé. Aunque el trapo absorbía sus palabras supe lo que decía, y lo que quería oír. Todo irá bien, mamá. Ya no es como antes, le dije. Ahora el cáncer se puede curar. No es como hace años. No lo puedo soportar, dijo ella.

Venga. Todo irá bien. Le harán un poco de quimio y en pocas semanas volverá a casa. Es joven y fuerte. Ay, cariño, no lo entiendes...

Hoy en día mucha gente pasa por eso y luego recuperan su vida con toda normalidad, le dije. Estaba preparada para esa conversación porque la acababa de tener con Ed en el 20 Lamplighter del aeropuerto. Me había recogido en la puerta, con la piel enrojecida y los ojos inyectados en sangre; parecía que el enfermo fuera él. Fuimos andando al bar más cercano. Por suerte sólo estaba a unos treinta metros. La desagradable camarera ucraniana ya lo conocía. Dos más, le señaló con sus dedos nudosos. ¿Y qué quieres tú, cariño?, me preguntó. A Ed le sirvieron un Johnnie Walker Etiqueta Negra doble y, de regalo, un chupito de lo mismo. Este hombre tiene la sed de Tántalo.

Se bebió medio vaso de un trago y el líquido ambarino hizo que le saltaran las lágrimas sin dar tiempo a que el vaso regresara a la mesa. Mientras lloraba se le retorcía la cara, ni siquiera intentaba ser discreto, se puso a sollozar abiertamente en la mesa, rodeado de gente que no sollozaba, gente que sólo quería tomarse una copa tranquilamente mientras esperaba que despegara su vuelo o que llegaran sus seres amados. Le importaba un carajo. Tampoco era tan impresionante.

Yo ya lo había visto llorar otras veces, tras pasar por

 las fases leves de la intoxicación, que van de Verboso a Belicoso, Taciturno, hasta llegar a Lacrimoso, momento en que, con la precisión de un reloj, mencionaba a su pobre madre muerta y entonces sabíamos que se acercaba el final, porque la fase siguiente era Comatoso y a papá le faltaba bien poco para echarse una cabezada.

...Y perderá toda su preciosa melena, dijo entre llantos. En un momento como ése parecía extraño preocuparse de algo así, pero es verdad que Maddie tiene un pelo increíble e imagino que para Ed, durante todos estos años, ha supuesto un motivo de orgullo paterno. Siempre me he preguntado de dónde sacó esa exquisita melena morena y por qué diablos yo no la tuve. En algún sitio leí que los hombres buscan subconscientemente melenas sanas y buenas dentaduras en sus parejas; a lo mejor sigo soltera por eso. Las chicas feas, las gordas, las pérfidas, se pueden adjudicar un amante de las melenas si tienen buen pelo. Fíjate, Tina, verás que tengo razón. En cualquier caso, le dije que no se preocupara, que el pelo volvería a crecer. Ella era joven, todo iría bien, el cáncer ya no era tan grave, el tratamiento médico ha hecho grandes avances, ¿no había visto todos esos anuncios de la tele? Ed se agarró a mis palabras, igual que hizo Eleanor en la cocina mientras doblaba cuidadosamente una y otra vez el trapo de rayas azules en cuadrados cada vez más pequeños.

Se pondrá bien, dije de nuevo.

Bueno. Eso espero, contestó ella a regañadientes, como si para tener esa esperanza hubiera que ser idiota, como si tenerla fuera una maldita imposición, o algo parecido. Es tan negativa que me dan ganas de darle una bofetada, Tina. Volvió al fregadero y se puso a rascar la lasaña incrustada en la sartén. Al menos, tenía que dejar la sartén reluciente. Yo necesitaba un cigarrillo.

Fuera hacía frío y el mohoso olor del otoño, de hojas se

 cas y de tierra, decía que algo se terminaba, que había llegado el momento de guardar los vestidos de verano, que pronto empezaría a hacerse de noche antes de cenar, que había pasado otra estación; tras una sola calada, sentía ya una melancolía infernal. Ed estaba viendo el partido de los Indians en el garaje, con un cigarrillo y una Bud inmóviles a su lado. Hola, cariño, me dijo. A veces me llama cariño y sé que lo hace sinceramente; hay un afecto auténtico en la dulzura de esa palabra: está contento de verme. Tiene una tele pequeña en blanco y negro en un estante, encajada entre botes de pintura chorreantes, jarras de plástico de fertilizante para los rosales y latas de café llenas de clavos y tornillos oxidados. ¿Por qué guardan clavos y tornillos viejos los hombres?

¿Alguna vez has visto a un hombre usar un tornillo viejo?

Si lo hicieran, no les haría falta ir a la ferretería nunca más. Ed solía ir todos los sábados por la mañana, como si fuera un 22 templo de adoración, y siempre se llevaba a Jim. Un sábado Jim estaba enfermo y mamá le sugirió que me llevara a mí. Ed me miró y suspiró: Ella no quiere ir a la ferretería, Eleanor. Claro que sí, contestó mi madre, ¿verdad? Me encogí de hombros porque no quería parecer ansiosa. Ni siquiera se ha vestido, dijo él. Noté que ella lo miraba fijamente y luego Ed dijo: De acuerdo, vale, date prisa.

Me senté a su lado en el asiento de cuero azul del Caddy. Ed olía bien por las mañanas: un poco de aftershave Brut, un poco de tabaco, un poco de bourbon que se le escapaba por los poros, tal como imagino que debían de oler Gary Cooper y Humphrey Bogart. Se inclinó sobre mi regazo para presionar el encendedor y volvió a inclinarse cuando saltó el mecanismo. Lo miré mientras encajaba la punta del cigarrillo en el cilindro cromado. Las volutas de humo se quedaban flotando delante de mi cara como bocadillos vacíos de un cómic.

No hablamos. Él mantenía la mirada fija en la carretera

y sujetaba el volante levemente con la mano izquierda. Yo

 imaginaba que cuando iba con Jim sí hablaban. Intenté pensar en algo inteligente que decir. Me preocupaba que hiciéramos todo el trayecto en silencio y no me invitara nunca más por no ser tan divertida como Jim. Al final dije: Ahora ya puedo tocar una sonata, papá.

Es probable que no me oyera. El coche se detuvo y papá tiró del cambio de marchas para dejarlo en punto muerto. Acababa de fracasar: me sentí desgraciada mientras Ed abría la puerta, y me arrastré para salir tras él. Sin embargo, cuando saludó con un gesto a la atolondrada cajera y ella contestó: Buenos días, Ed, me sentí mejor. Orgullosa, supongo. La gente lo conocía; era conocido. Caminamos entre las hileras llenas de palancas y destornilladores, tuercas y tornillos, paredes enteras atiborradas de martillos y cilindros, tubos y cuerdas, mi manita en su enorme mano seca, y yo iba feliz porque era un lugar exótico, olía a goma, a aceite de motores, a pintura, a acero y a hombres, hombres que llevaban amplios monos de trabajo de color gris con sus nombres escritos en rojo en un bolsillo lleno de bolígrafos, y hombres con pantalones de color caqui llenos de manchas de pintura, que se dedicaban a estudiar aquellos extraños artilugios.

¿Quieres algo?, me preguntó.

Bastaba que te acercaras a una ferretería para que Ed te hiciera comprar algo. No hace falta, contesté. Adelante. Escoge algo.

Miré el expositor cubierto de bolsitas de plástico llenas de tornillos y arandelas. En el estante más bajo había unos botes llenos de cepillos metálicos y lijas de acero. En el mismo pasillo, más allá, había cuerda, cáñamo y cadenas, instalados en grandes carretes. ¿Escoger algo? No iba a ser fácil. Y como a mi madre le preocupaba el dinero me sentía fatal por gastarlo, aunque mi padre siempre insistía. Vio a un amigo, se encendieron un cigarrillo y se pusieron a hablar.

La máquina mezcladora de pintura agitaba un bote y su repiqueteo histérico me inquietó más todavía: Ed podía ser muy generoso, pero también era impaciente, y si no encontraba pronto algo que comprar le estaría fallando por segunda vez en la misma mañana. Entonces lo encontré. ¿Para qué quieres eso?, me preguntó.

Para un pececito. Era una pecera pequeña.

No tienes ningún pececito.

Si compro la pecera, entonces tal vez consiga un pez.

Me pellizcó la nariz con sus dedos, rasposos de tabaco. Muy bien, señorita. Lo que tú quieras. Siempre llevaba mucho dinero en metálico, con los billetes plegados limpiamente por orden numérico en una billetera blanda de piel. Recorría las esquinas de los billetes con las puntas de los dedos, sacaba unos cuantos y los dejaba con un manotazo sobre el mostrador, como si fuera una combinación ganadora de car24 tas: ¡gana la banca! La cajera se inclinó sobre el mostrador y me miró. Me guiñó un ojo. ¿Y ésta quién es? Dile a Barb cómo te llamas, dijo él. Tenía una melena que parecía un remolino de algodón de azúcar amarillo. Era la clase de mujer que no gustaba a mi madre, así que por pura lealtad me negué a sonreír. Me dio una piruleta verde, como si fuera gran cosa.

Fuimos a la tienda de mascotas y me quedé paralizada por la cantidad de peces de colores: había millones, rebullían como un enjambre en aquellos tanques que flanqueaban las oscuras filas húmedas. Intenté concentrarme en uno, el más bonito, el más grande, el que más celoso pudiera poner a Jim. Bah, venga, son todos iguales, dijo mi padre, y luego cogió uno con aquella redecilla blanca. Añadió un cofre del tesoro de cerámica y una bolsa de guijarros de color turquesa. Tu madre se va a cabrear. Odia los peces.

A lo mejor no deberíamos hacerlo, contesté, aterrada ante el nuevo examen.

 Creía que querías un pez.

De camino a casa paró en The Alibi. Será sólo un momento, dijo mientras cerraba la puerta. Tengo que cambiarle el agua al canario.

Yo no conocía el eufemismo. Entró. Me quedé bien erguida para mirarlo todo. En casa no teníamos canarios y no me sonaba que en aquel bar hubiera ninguno. No conocía aquella afición de mi padre. Pero no vi ningún pájaro. Me harté de mirar. Además, me preocupaba que mi pez se ahogara dentro de la bolsita. Decidí dejar que entrara un poco de aire. Solté el alambre del cierre. La bolsa se abrió de golpe, se me derramó el agua en el regazo y el pez cayó en el hueco entre los dos asientos. Metí la mano en el hueco y noté que la punta de mis dedos no hacía más que empujar el pez más hacia dentro. Me tumbé sobre la alfombrilla azul y alargué el brazo bajo el asiento, pero era demasiado corto; no podía hacer más que mirar cómo el pez daba coletazos en la penumbra.

Empecé a berrear. Lloré tanto que me quedé dormida

y lo siguiente que supe era que el mundo se venía abajo

mientras mi padre subía conmigo en brazos las escaleras

del porche y me metía en casa.

No sé por qué te acabo de contar esto. Qué curioso lo que recordamos. Son casi las dos de la madrugada. Al final me he cansado de escribir esta carta. Tú también debes de estar cansada. Mi mano está lista para dormir. Y ni siquiera te he preguntado cómo te va todo. Supongo que si estuvieras embarazada me lo dirías, así que doy por hecho que todavía no. Estoy segura de que si, en vez de desearlo, empiezas a temer quedarte embarazada, como solía pasarnos cada mes, te quedas. Así es la vida, ¿no?

Hay tal silencio que creo que soy la única persona que está despierta en todo Ohio. Las farolas murmuran. A kilómetros de distancia ladra un perro. Mi padre ronca al otro lado de su pared floreada. El silencio transmite seguridad.

No se oye nada así en Los Ángeles. Cuando llega el silencio, muy tarde, o en esos extraños intervalos durante el día, cuando por un instante no suenan motos ni bocinas y te parece que te has vuelto sorda de repente, no es un silencio tranquilizador porque sabes que sólo se trata de una pausa antes de que estalle el siguiente acorde menor: al instante una sirena acuchillará el silencio y te recordará que en algún lugar siguen pasando cosas terribles.

Ojalá estuvieras aquí,

Olivia