EL AVENTURERO Raoul Walsh me contó lo siguiente en una ocasión: «Una vez estábamos en una cena elegante –Jack Ford, yo y un grupo de gente–, y él empezó a quejarse de su ojo malo, el del parche». Walsh también llevaba un parche negro, pero debajo no había ojo. «Se quejaba de que le dolía, hasta que al final agarré un tenedor y le dije: “Venga, Jack, te lo saco y así no te dolerá más”. Me lanzó una mirada asesina, pero dejó de quejarse.» Aquella mirada asesina tenía un trasfondo considerable, sin duda: en primer lugar, Walsh le había derrotado –cosa que rara vez sucedía con el más irascible de los directores de cine–; en segundo lugar, le había hecho enmudecer de la forma más humillante, recordándole que el propio Walsh había perdido un ojo en un extraordinario accidente años atrás. Una noche, cuando cruzaba el desierto al volante de su coche, las luces de carretera habían sobresaltado a una liebre; ésta había saltado, había atravesado el parabrisas y le había arrancado el ojo derecho. En aquel entonces, Walsh dirigía y protagonizaba una película del Oeste que se llamaba En el viejo Arizona [In Old Arizona]. Tuvo que ceder su puesto a otro director (Irving Cummings) y a otro actor (Warner Baxter, que acabó ganando el Oscar al Mejor Actor por aquel trabajo). Raoul aparecía en los planos generales, pero su carrera como actor había terminado. El segundo factor de interés en aquella conversación era el hecho de que Ford conocía bien a Walsh, sabía que estaba lo bastante loco para hacer el número del tenedor sin pensárselo dos veces. ¿No había robado el cuerpo de su mejor amigo del depósito de cadáveres para gastar una broma? Aquella era su anécdota más característica: cuando John Barrymore murió, Walsh se presentó en la funeraria y se llevó el cadáver a casa de otro amigo, Errol Flynn. Flynn, que también era íntimo de Barrymore, llegó borracho a casa por la noche y se encontró al finado sentado en el sofá, esperándole. «¡Se dio un susto de muerte!», rió Walsh cuando me confirmó a principios de los años setenta la realidad de aquel incidente ocurrido en los cuarenta. «Y además le hizo dejar de beber... o casi.» Y luego estaba, por supuesto, tácita entre Walsh y Ford, la cuestión John Wayne. Cuando estudiaba en la universidad, Wayne trabajaba para Ford durante los veranos, como auxiliar de atrezo, figurante y actor, pero fue Walsh quien le dio su primer papel protagonista, en La gran jornada (The Big Trail, 1930). Walsh vio a Wayne en los decorados de la Fox y le gustó su forma de andar –una versión más lenta y parsimoniosa del estilo de John Ford, sus ondulantes andares de marinero– y convenció al estudio de que el chico estaba capacitado para llevar el peso de la primera superproducción del Oeste que hizo Raoul después de perder el ojo, la primera gran producción hablada de su carrera. La película fue un fracaso considerable y perjudicó la carrera de Walsh, recluyéndole en la segunda división de la in dustria hasta finales de los años treinta, mientras, en la misma década, Ford hacía algunas de sus grandes obras maestras y se distanciaba considerablemente de su colega. Durante aquellos años, Wayne trabajó en subproductos del Oeste, hasta que en 1939, Ford le rescató del olvido con La diligencia (Stagecoach), la cinta que le llevó al estrellato. Ford y Wayne trabajaron juntos con frecuencia a lo largo de los veinticinco años siguientes, sus nombres quedaron ligados irrevocablemente y Ford pasó a la historia como el hombre que convirtió a John Wayne en la estrella más importante del Hollywood posterior a la Segunda Guerra Mundial. Walsh sólo hizo otro filme con el actor –un buen western, Man do siniestro (Dark Command)–, inmediatamente después del primer clásico de Ford. Walsh siempre se consideró el descubridor de John Wayne, pero nadie más compartía su opinión. Otro factor relevante es el hecho de que cuando a Ford le pedían que nombrara las mejores películas que había visto en su vida, siempre mencionaba The Honor System, una cinta que se estrenó en 1917, el año en que Ford empezó a dirigir. El director de esta película es Raoul Walsh. Si alguna vez ha habido aventureros en el mundo del cine, a la cabeza de la lista se encuentra, sin duda alguna, Raoul Walsh. El mismo Walsh relata algunas de las peripecias más delirantes de su vida en la autobiografía que publicó en 1974, “Each Man in His Time”, un libro que en algunos pasajes resulta tan brillante como cualquiera de sus películas, repleto de vitalidad y contagioso espíritu aventurero.