Coppola estaba en la sala de montaje retocando THX cuando recibió la llamada de Paramount. Mientras esperaba que el jefazo de la compañía, Evans, se pusiera al teléfono, se volvió hacia su amigo Lucas y le preguntó: «¿Debo hacerla?»

«No veo otra opción, Francis», replicó Lucas. «Tenemos deudas, tú necesitas un trabajo. Creo que deberías hacerla. Sobrevivir es la palabra clave.» Añade Lucas ahora: «Lo que él se preguntaba no era en realidad si debía hacerla o no. Lo que Francis se preguntaba era si podía aceptar el hecho de que el sueño de Zoetrope, su estudio alternativo, todo ese rollo del que llevábamos dos años hablando, había fracasado. Porque en ese momento, Zoetrope se estaba viniendo abajo.»

El mal sabor de boca que dejó el fiasco de THX tuvo el efecto de un lento veneno en la amistad entre Francis y George. Lucas creía que Coppola lo había dejado en la estacada, que no estuvo presente cuando lo necesitaba para esquivar el ataque del estudio. También creía que Francis había cargado gastos de Zoetrope en el presupuesto de THX, lo cual lo irritó aún más, pues era una práctica rutinaria en los estudios.

Un día, Mona Skager, el «ama de llaves» de Coppola, abrió la factura de teléfono y se puso a gritar como una loca. Le plantó cara a Lucas y le dijo: «Te has gastado mil ochocientos dólares en todas esas llamadas, y ninguna tiene nada que ver con negocios de Zoetrope.» George se sintió muy enfadado y humillado.

Cuando más tarde Coppola se enteró, se puso furioso. «Ése no es mi estilo», dijo. «Nunca le habría hecho eso a un amigo, Mona se pasó de la raya. Siempre creí que ese incidente fue una de las cosas que hizo que George se cabrease, y la causa de la ruptura.»

Zoetrope se vino abajo. Coppola estaba a la vez destrozado y furioso. «Siempre había considerado a George mi heredero forzoso, el que se haría cargo de Zoetrope, el que ocuparía mi lugar mientras yo me iba a hacer mis películas. Todo el mundo utilizó a Zoetrope para intereses propios, pero nadie quiso seguir.» Pese a todas las tentativas y los buenos propósitos, Zoetrope estaba muerta.

Justo cuando las perspectivas de Zoetrope parecían más negras, fue cuando Coppola recibió el mensaje de Paramount: querían que dirigiese una película basada en una novela de Mario Puzo titulada El padrino…

En marzo de 1968, Paramount tuvo la oportunidad de convertirse en propietaria de la opción a un manuscrito de ciento cincuenta páginas firmado por Mario Puzo, titulado The Mafia, siempre y cuando pudiera ganarle por la mano a Universal. Puzo esperó nervioso en la antesala del despacho de Robert Evans, el jefe de producción del estudio. Puzo era un gordo apasionado por el juego y los buenos cigarros. Como recuerda Evans, Puzo dijo: «“Debo once de los grandes. Si no los consigo, me partirán un brazo.” Yo, que ni siquiera quería leer el libro, le dije: “Toma doce mil quinientos y escribe ese libro de una puta vez.”» (Puzo dice que esto nunca ocurrió.)

El escritor no volvió a tener noticias de Paramount. Evans, según Peter Bart, su número dos, «idolatraba a los gángsters, pero los que de verdad le fascinaban eran los gángsters judíos –Bugsy Siegel–, no los italianos». Además, el departamento de distribución no había dado el visto bueno. Mafia, una película de Paramount con Kirk Douglas, había fracasado en 1968. «A nadie le entusiasmaba realmente la idea de hacer El padrino», recuerda Albert S. Ruddy, quien luego sería el productor. «Ese año perdieron unos sesenta y cinco o setenta millones de dólares, lo que equivale a unos doscientos cincuenta millones de hoy.» Después, la novela se convirtió en un bestseller. Paramount, aunque más animada tras el éxito del libro, quería seguir haciendo la película con bajo presupuesto, dos o tres millones como máximo. Prosigue Ruddy: «De veras creo que no les habría disgustado que el libro saliera de la lista de bestsellers; pero no, El padrino seguía.» Cuando Universal le ofreció a Paramount un millón de dólares por la opción, Evans y compañía se dieron cuenta de que podrían tener algo bueno delante de las narices y decidieron seguir adelante. Le pidieron a Puzo que escribiera un guión actualizando la historia, que la llenara de hippies y otras referencias contemporáneas.

Por irónico que parezca, Bart tuvo tantas dificultades para convencer a Coppola como para persuadir a Evans. El director se consideraba un artista, y El padrino era algo que se parecía a El valle del arco iris: un gran éxito de ventas, material ajeno, y, lo que era peor aún, material que no estaba a su altura. «A mí me interesaba la nouvelle vague, Fellini, esas cosas, y como todos los tipos de mi edad, quería hacer esa clase de películas. Para mí, el libro de Puzo representaba todo lo que yo trataba de evitar», recuerda Coppola. Bart le insistió recordándole todas sus deudas. Todavía debía trescientos mil dólares a Warner. «Francis, eres muy joven», le dijo. «No puedes vivir de esta manera. Ésta podría ser una película comercial, no hacerla sería una falta absoluta de responsabilidad.» Coppola, cabreado, se mostró aún más intransigente. Evans no podía creerlo: «En esta ciudad no consigue ni siquiera unos dibujos animados y, así y todo, se niega a hacer El padrino.»

Un día después de que, en 1970, Bluhdorn contratase a Coppola para dirigir El padrino, el director y su familia lo celebraron embarcándose para Europa en el Michelangelo con cuatrocientos dólares en efectivo y un montón de tarjetas de crédito a nombre de la secretaria de Coppola, Mona Skager. Coppola ocupó el bar del barco como si fuera su despacho, descuartizó el guión y pegó las páginas en todas las ventanas.

El estudio había asignado la película a Al Ruddy, que descubrió que Coppola no era tan flexible como el estudio había supuesto. El joven director discutía por la época en que se ambientaría la película (los cuarenta, el marco temporal de la novela), quería rodar en Nueva York, quería más presupuesto... Y se salió con la suya. Su empecinada negativa a ceder a las exigencias de Paramount, junto con la larga temporada que el libro llevaba en las listas de bestsellers, convenció al estudio, y la película, concebida como un producto barato y rápido, acabó convertida en algo muy diferente.

Coppola, al que ayudó con el casting. Roos tenía un talento indiscutible a la hora de encontrar la cara adecuada para un papel determinado, y también pensaba nutrirse básicamente de las canteras del teatro neoyorquino y los actores étnicos con experiencia en televisión. Él y Coppola contrataron también a muchas personas que no eran actores sólo porque tenían el físico, entre otros al ex luchador Lenny Montana, conocido como Zebra Kid, que acababa de salir de la cárcel de Rikers Island (Nueva York) e interpretó el papel de Luca Brasi. A Coppola, igual que a Altman, Bogdanovich y demás directores del Nuevo Hollywood, no le importaban los grandes nombres que lucían muy bien en las marquesinas. «Yo no buscaba estrellas», dice. «Buscaba gente que me resultara creíble como auténticos italoamericanos, y que no hablaran como recién llegados, sino con acento de Nueva York.»

Evans, que era una celebridad, sí creía en las estrellas, y mientras El padrino iba perfilándose, se interesó de la noche a la mañana por el reparto. Al fin y al cabo, era su película, Coppola no era nadie y él tenía la intención de visitar el plató, como lo había hecho durante la filmación de Love Story y sus otras películas, para fotografiarse junto a los famosos. Pero, incluso así, la aureola de autoridad que rodeaba a los directores de esta generación era tal que Evans no pudo imponer su capricho ni siquiera a alguien con tan poco poder como Coppola. El casting de El padrino fue una batalla entre el Viejo Hollywood de Evans y las ideas de Coppola. Todos tenían un candidato para cada papel, y nadie parecía tener la última palabra.

Según James Caan, que había trabajado en Llueve sobre mi co­razón, la fórmula inicial de Coppola era: él para el papel de Sonny, Robert Duvall para Hagen y Al Pacino para Michael. Y Pacino, en particular, era para Evans un anatema. Aunque El padrino estuviera escrita como una pieza de conjunto, era Michael el que tendría que soportar el peso de la película, y a Evans le preocupaba que Pacino fuera incapaz de hacerlo. Era un desconocido, un actor bajito que se parecía a una estrella de cine tanto como Michael J. Pollard o Gene Hackman. Evans sugirió a Redford, Beatty y Nicholson, incluso a su amiguete Alain Delon; a Al Pacino lo llamaba «ese enanito». Recuerda Coppola: «Me dijeron que Al era demasiado desgarbado, dejado, que se parecía demasiado a una rata de alcantarilla para hacer el papel de un universitario.» Cada vez que Coppola terminaba de hablar con Evans, machacaba el teléfono con el auricular. Pacino contribuyó poco a su propia causa. De hecho, el joven actor no impresionaba a nadie, excepto a Francis. Mientras, nervioso, Pacino esperaba al director en los despachos de Zoetrope en Folsom Street, abrió un surco en la alfombra de tantas vueltas que dio alrededor de la mesa de billar. Pacino parecía negarse a mirar a nadie a los ojos, y siempre tenía la vista clavada en el suelo.

Entretanto, Coppola comenzó a buscar exteriores para el rodaje. Comía pasta en casa de los padres de Scorsese, en Little Italy. «Grabó la voz de mi padre para escuchar el acento», recordó luego Martin. «Mi madre no dejaba de hacerle sugerencias para el reparto. Una noche, durante la cena, le dijo que quería ver a Richard Conte en la película, y Francis lo incluyó. Otra vez le preguntó cuántos días tenía para filmar y él le dijo: “Cien.” Ella dijo: “No es suficiente.” Y yo le dije: “¡Mamá, no lo asustes!”»

Con todo, los problemas de casting persistieron. Se tomaban decisiones, se revocaban decisiones. ¿Quién interpretaría el papel de Don Corleone? Coppola quería a Marlon Brando, pero Brando había caído en desgracia. Sus travesuras en Rebelión a bordo eran legendarias: se decía que había transmitido la gonorrea a la mitad de las mujeres de Tahití, donde se rodó la película. Estaba obeso y, lo que es peor, su película más reciente, Queimada, de Gillo Pontecorvo, había sido un estrepitoso fracaso.

Sin dejarse desanimar, Coppola trató de colárselo a los ejecutivos de Paramount en una acalorada reunión en el cuartel general de Gulf + Western en Nueva York. Cuando mencionó el nombre de Brando, Stanley Jaffe, prematuramente calvo y agresivo, dio un puñetazo en la mesa y proclamó que el actor nunca interpretaría al Don mientras él fuera jefe de Paramount Pictures. Tras lo cual, parece que el director tuvo un ataque de epilepsia y cayó espectacularmente al suelo, como si la estupidez del diktat de Jaffe le hubiera hecho perder el sentido.

Impresionado, Jaffe aceptó. Coppola filmó a Brando en vídeo mientras el actor se transformaba en Don Corleone, poniéndose Klee­nex en la boca y betún en el pelo. «Sabía que era una pérdida de energía inútil hablar con Ruddy o con Evans, y que era Bluhdorn el que no lo quería, así que me fui a Nueva York», recuerda el director. Instaló una reproductora de vídeo de media pulgada en la mesa de la sala de juntas de Bluhdorn, entró en su despacho y dijo: «¿Podría hablar con el señor Bluhdorn un minuto?»

«Francis, ¿qué vas a hacer?», dijo Bluhdorn al ver la pantalla de vídeo en la sala de juntas y a Brando embetunándose el pelo rubio. «¡No! ¡Definitivamente no! ¡No quiero a ese chalado!», ladró Bluhdorn, y se dispuso a dejar la sala. Pero se volvió un momento, justo cuando Brando empezaba a encogerse como un globo pinchado, y dijo: «¿A quién estamos viendo? ¿Quién es esta vieja cobaya? Es fantástico.» Y Coppola consiguió a Brando.

Coppola estaba profundamente inmerso en la tradición de la mafia, había buscado los exteriores, se había apropiado de la película. Además, tenía un gran incentivo: joder a Evans. Según Roos: «Francis dijo enseguida que Evans era un imbécil, que el noventa por ciento de lo que decía eran gilipolleces. Lo aguantaba, lo toleraba, nada más.»

Al final, Evans se dio por vencido. «Cuatro meses más tarde, tras toda esa tensión, terminé de seleccionar a los actores y tuve a Brando y Pacino», recuerda Coppola. «Si no hubiera peleado, habría hecho una película con Ernest Borgnine y Ryan O’Neal ambientada en los años setenta.» Sin embargo, Coppola estaba agotado. Recuerda Bart: «Evans le hacía la vida insoportable. Bob agotó el tiempo de preparación rodando pruebas. Francis no tenía tiempo para pensar en la película ni en los exteriores.»

Paramount seguía luchando para que el presupuesto no se le escapara de las manos. Los actores principales sólo cobraron 35.000 dólares cada uno. Brando, desesperado por el papel, cobró 50.000, con algunos puntos del neto. Coppola sólo cobró 110.000 y el seis por ciento.

Ellie, embarazada de Sophia, su tercera hija, regresó a Nueva York para instalarse con Francis en un diminuto apartamento de West End Avenue. Coppola se reunió con Dean Tavoularis y Gordon Willis, el director de fotografía, para planear el estilo visual de la pe­lícula, que, según decidieron, debía ser de una sencillez clásica. «No introdujimos mucha técnica contemporánea, como helicópteros y zooms», dice Willis. «Era una forma de filmar una película como un tableau en el que los actores entran y salen de cuadro, algo muy simple. Se suponía que tenía que parecer una película de época.» Y el director recuerda: «Hablamos del contraste entre el bien y el mal, entre la luz y la oscuridad, dijimos que íbamos a empezar con una hoja de papel negro y que la iríamos tiñendo de luz muy despacio. La cámara nunca se movería a menos que los actores se movieran.»

Sin embargo, la fotografía oscura de la película era atrevida y nada convencional. La máxima del día en los estudios era que todas las películas tenían que estar bien iluminadas. En palabras de Willis: «Las pantallas están tan bombardeadas de luz que se ve hasta el último rincón del último lavabo y del último armario del plató.» Y añadió: «La consigna era: “Tiene que poder verse en los autocines.”» Pero Willis, que quería hacer algo diferente, insiste: «No se discutió la iluminación. Yo hice lo que tenía ganas de hacer. El diseño surgió de la yuxtaposición del banquete de boda en el jardín, luminoso y alegre, y el punto flaco de esa casa oscura. Utilicé luz cenital porque Don Corleone era la personificación del mal, y no siempre quería que el público le viese los ojos, que viera lo que estaba pensando. Yo quería mantenerlo en la oscuridad.»

El rodaje de El padrino comenzó el 29 de marzo de 1971, mientras Bogdanovich montaba La última película y Altman terminaba Los vividores.