Capítulo 2

El limpiabotas, Georg W. Pabst y un mal español



 

 

Bueno, la verdad es que tampoco lo decidí así... de sopetón. Por aquello de seguir las costumbres de la época, tenía que estudiar una carrera seria. Debía ser médico o ingeniero... o notario, que era lo que todas las madres soñaban para sus hijos, o algo así. A mí, en el fondo, aquellas cosas no me interesaban y menos para dedicarles mi vida. Me gustaba leer, dibujar, escribir. No podía quedarme como un diletante, mariposeando de acá para allá. De los estudios «serios», el único que me atraía era la arquitectura, pero me topé con una barrera infranqueable para mí: había que hacer dos años de Ciencias Exactas. A uno le puede ilusionar ser Gaudí, Le Corbusier o Mies van der Rohe. Lo malo es el camino que has de recorrer para conseguirlo. Es un poco la historia de mi vida: el choque con la jodida técnica. Y eso que, en principio, yo era un tío con suerte. Mi familia, a pesar de las «mordidas» franquistas, aún podía pagarme una carrera. Fidel, mi hermano mayor, que era un hombre inteligente y práctico, se había erigido en nuestra cabeza pensante y gobernante, afortunadamente para mí, aunque alternase sus palmadas en la espalda con algunas cabronaditas. Siempre he sido un desastre para los negocios. Y sigo siéndolo. Soy un especialista en dejarme engañar y perder batallas. En mis manos, los pocos pinos que nos quedaron en la sierra del Cabriel —y que hoy, con tantos incendios, son una ruina total— no habrían servido ni para hacer leña.

Por ejemplo, he hecho películas que han tenido mucho éxito y grandes premios internacionales, como Calabuch. (Por cierto, he tenido la oportunidad de volver a verla recientemente y está hecha una pena, de antigua y de ñoña. El guión, en el que colaboró el novelista Ennio Flaiano, es de un ternurismo lamentable. La joven crítica francesa de los Cahiers du Cinéma se cebó con ella. La historia del sabio atómico que se refugia en un pueblo mediterráneo les repateó tanto las tripas que llegaron a escribir —no sé si fue François Truffaut— que la pena es que la bomba atómica del sabio no hubiera caído sobre mi cabeza). Bueno, no importa: el caso es que la película funcionó muy bien, aunque a mí el productor nunca me pagó un duro, un verdadero Nabab, el tío. Al cabo de cuatro años, me regaló un televisor. Eso fue todo. Y eso que era una productora de campanillas, llena de próceres del cine.

Ante semejantes perspectivas, cualquiera con dos dedos de frente habría cambiado de profesión: tener un gran éxito internacional en la España de entonces y que no te paguen es algo insólito hasta en el mundo del cine y debería haberme hecho reflexionar sobre mi futuro. Pero ni siquiera me lo planteé. Yo era ya un director «consagrado». Demasiado tarde para rectificar. Además, lo mío era vocacional —y aún lo es hoy—, pase lo que pase y pese a quien pese.

 

 

¡Maldito Pabst! Fue él quien hizo de mí un desgraciado: George W. Pabst y su Don Quijote de 1933. Vi la película en Valencia y, a pesar de que era una copia viejísima y llena de cortes y saltos, quedé fascinado por la belleza de las imágenes, por la perfección de la arquitectura visual. Y me jodí. Aquello era lo mío: el cine.

Ya en Madrid iba a los cineclubs y al café Gijón, que era prácticamente el único reducto libertario de la ciudad. Pero «los del general», advertidos del peligro que su­po­nía­mos, se lo tomaron muy en serio e infiltraron a algunos espías, que eran —seguro— agentes dobles. Sospechábamos, creo que injustamente, del limpiabotas del café Gijón. Se llamaba Luis, como yo, y desarrollaba una labor de zapa que distaba mucho de ser eficaz, porque era medio sordo. Él escuchaba mientras te limpiaba los zapatos y, a veces, cuando creía pillar una información importante, se detenía, cepillo en mano, y escuchaba. En algunas ocasiones, pedía precisiones a los clientes.

—Así que al señor Novais le van a hacer corresponsal... ¿En dónde?

—En Francia, Luis, ¿pero a ti qué cojones te importa?

—Me debe dinero.

—¿Qué dices? ¡Novais no se ha limpiado los zapatos desde que entró en la escuela de periodismo!

—Ya, ya. Pero yo le he hecho otros «servicios»...

Y era verdad que se había convertido también en el usurero del grupo. Ganó tanto dinero que llegó a intervenir como productor en algunas películas.

La verdad es que también vendía periódicos que debía de recibir directamente.

—Señorito, hoy tengo Le Monde. El número prohibido del jueves.

Nos hacíamos los imbéciles.

—No sé de qué me hablas.

—Vamos, señorito. No se haga de nuevas...

También traficaba con tabaco y hasta con «grifa», una mezcla inhumana de hachís con cigarrillo de anís. De todas formas, a mí siempre me trató con afecto. Y es que en casi todos los cafés había camareros que prestaban dinero y otros que oficiaban de «marchantes».

—El señor Viola me ha dado un bodegón para vender.

Pero, sobre todo, Luis informaba de cine.

El señorito Rodero va a hacer algo con el señorito Forqué. Y van a hacer una versión para el extranjero, con desnudos. Se refería, claro, a José María Rodero y a José María Forqué.

Solíamos darle alguna propina que él rechazaba.

—No, por favor, don Luis. Nada de dinero. Cómpreme un décimo para el Niño y basta.

A veces hacíamos algún pase privado de alguna película prohibida, cuya copia caía por casualidad en nuestras manos. Como el limpiabotas se enterase, la salita se llenaba como por arte de magia... la magia de Luis el limpiabotas, que se llevaba una propina nuestra y otra de sus patrones, de la CIA o quienes fueran.

—Van a poner una película prohibida. Rusa, nada menos.

Luego, podía suceder que la película no fuera rusa, ni prohibida, pero daba igual. Luis «el limpia» ya se había trincado su «comisión» y nosotros teníamos una excusa para seguir hablando de cine y, sobre todo, para ver algo que sonara a ilegal; por ejemplo, Éxtasis, de Gustav Machaty, con el desnudo de Hedy Lamarr.

Con respecto a mi decisión de ser director de cine, todo el mundo se sorprendía cuando yo les confesaba que el Don Quijote de Pabst fue, precisamente, mi «¡ábrete, sésamo!». Es una película llena de canciones. Feodor Chaliapin interpreta a Don Quijote. Físicamente, el papel le va como Dios, pero él, que era un famoso bajo de ópera, se larga de repente, interrumpiendo la acción... unas romanzas mortales de necesidad, y en ruso, además. (Mucho me temo que esa película fuera la precursora del terrible Hombre de la Mancha). Las imágenes eran muy impactantes, pero insuficientes para que yo tomara una decisión de la que me he arrepentido algunas veces.

Son las servidumbres del entusiasmo juvenil y de la ignorancia.

Quizá esa ignorancia fue la que me impulsó a presentarme a la escuela de cine: el Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas (IIEC). Hice mi examen de ingreso en la especialidad de realización. La convocatoria había atraído a muchísima gente, sobre todo ante el señuelo falaz que suponía que «director de cine, igual a chavalas y pasta». Pero la verdad es que casi ninguno sabía un pijo de cine. No sabían de cine ni siquiera como espectadores. Pero en aquel grupo estábamos Juan Antonio Bardem y yo, que éramos dos pedantuelos, hablando de Kulechov, Pudovkin y todo eso, y otro joven pintoresco, Florentino Soria, que llegaría a ser, más tarde, secretario general de Cinematografía, a pesar de lo cual entendía mucho más que los otros jerarcas del cine.

El examen fue muy difícil: quedó claro que los profesores sólo querían aprobar a la gente seriamente interesada por el oficio; es decir, los tres que he mencionado y pocos más. Entre los profesores también había algunos que sabían de lo que hablaban —Carlos Fernández Cuenca y Carlos Serrano de Osma, por ejemplo—. Debían de pagarles una miseria, porque muy pronto empezaron a faltar a las clases. Pero no nos importaba demasiado: la escuela nos servía de punto de encuentro y, además, hacíamos prácticas: unas peliculitas en dieciséis milímetros que escribíamos y montábamos con unas viejas moviolas de aficionado. Estas miserias nos parecían un lujo en tiempos de penuria, cuando casi nadie podía permitirse el menor dispendio. En el primer curso, hacíamos una película entre cuatro alumnos, pero, en el tercero, había un solo realizador. Los equipos técnico y artístico estaban formados por alumnos de otras especialidades y por algún invitado especial de vez en cuando.

Así fue como cuatro pipiolos —Bardem, Agustín Navarro, Florentino Soria y yo— tuvimos nuestra primera oportunidad. La película estaba basada en una idea de Bardem y se llamaba Paseo por una guerra antigua. De hecho, la dirigimos Bardem y yo, pero no porque Navarro y Soria renunciaran, sino porque no les dejamos. Ambiciosillos que éramos. Es la historia brevísima de un joven que recorre los sitios en los que estuvo durante la guerra —era la Ciudad Universitaria de Madrid— y donde perdió una pierna. El papel protagonista lo hizo un verdadero mutilado amigo de Bardem. En ese rodaje él y yo tuvimos la primera disputa importante. En la película jugábamos con los sonidos de la guerra: un caza enemigo, por ejemplo, que sobrevolaba el paisaje. Él dijo que, con que hubiera una buena nube y el sonido del avión pasando, bastaba. Yo prefería que la nube fuera un cirro que daría la impresión, por un instante, de ser un avión. Si lo rodábamos al ralentí, daría la sensación de velocidad. Discutimos por aquello... violentamente. Y casi llegamos a las manos. Se hizo como quería Bardem. A los profesores les gustó mucho la película, a pesar de todo, y uno de ellos, Serrano de Osma, nos contrató a los cuatro «autores» para un largometraje profesional que iba a rodar de inmediato en Ibiza. El proyecto no llegó a cuajar, al menos con nosotros. Pero, a partir de entonces, a Bardem y a mí nos consideraron los talentos oficiales de la escuela.

Cifesa, la compañía más importante en aquel tiempo, organizó unos galardones para premiar las mejores películas de los alumnos. Fuimos seleccionados, pero, por un estúpido error de nuestro profesor, a mí me suspendieron en el examen escrito, con lo cual quedaba excluido del premio. El examen que nos había puesto Serrano de Osma versaba sobre un artículo de una revista que hacían ellos mismos: Cine Experimental. Yo, que había estado un mes en cama, con ictericia, en Valencia, me había leído y re­leí­do la revista cien veces y me sabía aquel artículo de memoria. Pero, precisamente por sabérmelo al pie de la letra, Serrano decidió que lo había copiado y me relegó al último puesto de la clase. Sólo gracias al padre de José María Elorrieta, el director, que era amigo de mi padre y profesor en la escuela, me dieron un aprobado casposo, y gracias.

Estuve más cabreado que una mona durante unos días. Pero reaccioné enseguida. No iba a dejarme vencer por el primer contratiempo. Ya cambiaría yo el curso de ese destino que aparecía poblado de malos presagios y zancadillas.

 

 

Había sido algo supersticioso de crío, pero estaba evolucionando rápidamente: me hice mucho más supersticioso. Mi primer amuleto fue una estampita de la Virgen, regalo de mi madre. La llevaba en la cartera y para mí nunca tuvo una connotación beata. Era mi amuleto, mi pata de conejo. Simplemente, no podía pasar por debajo de una escalera y no digamos nada de los ofidios, cuya sola mención podría originarme irreversibles catástrofes. Portaba también ábacos y, sobre todo, bolas de madera que, como todo el mundo sabe, son antídotos eficaces contra el infortunio y ahuyentan a los gafes. Lo peor de los gafes es que son difíciles de detectar. En general, tenemos la frívola idea de que la causa y el efecto son en ellos casi inmediatos; es decir, aparece gafe, cae cornisa, rompe crisma... Ese gafe es el más obvio y el menos dañino, sobre todo si no eres tú el que recibe el golpe de la cornisa en el cráneo. Esos gafes son los más intrascendentes. Pero hay otros que provocan cataclismos, riadas o plagas con su sola presencia.

—Luis, has pillado un catarro de espanto.

—Ya lo sé. Es que ayer comí con un gafe.

—Y olvidaste tus bolas de madera.

—Me dejé la cartera en casa y las bolas se escaparon por un extraño agujero en el bolsillo del pantalón.

—¿Y qué vas a hacer ahora?

—No te preocupes. Tengo doscientas bolas en un armario. Me las hace un tornero.

Saqué del bolsillo del pantalón dos bolas de madera algo mayores que las del guá y bastante pesadas.

—Lo malo es que, con el paso del tiempo, hacen agujero en el bolsillo, las muy zorras. Si se te pierden, estás jodido.

Mi amigo, joven como yo, me miró, incrédulo.

—¿De verdad crees en el poder de esas bolas?

—Claro que sí.

—¿Por qué te preocupas? A ti te va bien.

—¿No te jode? Porque llevo las bolas.

—¿Y por qué son tan gordas?

—Para que no se me pierdan. Deberías buscarte unas.

—Regálame unas pocas.

—No se pueden regalar. Da mal fario.

 

 

La historia común de Bardem y Berlanga nació de nuestro encuentro en la escuela de cine. Pronto, en aquel pequeñísimo mundo, nos convertimos en la vanguardia. Éramos los «renovadores». Pero no llegamos a inquietar al cine oficial... En el tercer curso, hicimos un corto cada uno: el de Bardem era un ejercicio de estilo, muy interesante, pero no fue entendido y le suspendieron a pesar de que tenía cosas muy superiores a la media de los otros alumnos. Yo hice El circo, que trataba del montaje de un circo ambulante desde que sus gentes llegan al solar para instalarlo hasta que empieza la primera función. A mí, en aquellos tiempos, me apasionaba el circo; por eso elegí ese tema. Por cierto, un buen día descubrí que ya no me gustaba y que, además, me parecía un rollo de muerte. Mi film era sencillo y al alcance de cualquier hijo de vecino.

Herido en su amor propio, Bardem abandonó la escuela y empezó a buscarse la vida en el terreno profesional.

Un grupo de gente bastante inteligente y misteriosa, compuesto básicamente por Paulino Garagorri, un filósofo vasco, discípulo de Ortega y Gasset y de Julián Marías; Leonardo Martín, guionista y escritor, y un aparejador del Ayuntamiento de Madrid con pasta, habían formado una productora de cine con la intención sanísima de hacer algo más digno que lo que hacían otros productores peseteros. Se pusieron en contacto con Bardem y conmigo para escribir un guión sobre una idea nuestra. Trabajamos mucho y la cosa tenía muy buena pinta. Se titulaba La huida, pero la censura prohibió el guión porque el protagonista que era un minero sin trabajo, cometía un robo, tenía un encuentro con la Guardia Civil y resultaba herido. Siendo el protagonista, no podíamos matarlo por lo menos hasta el final de la película. Pero la censura dijo que la Guardia Civil no falla nunca —el actor Manolo Morán al enterarse dijo: «Ni que todos los Civiles fueran el conde de Teba» (campeón mundial de tiro en aquella época)—.

Ante aquella catástrofe, que nos dejó chafados a Bardem y a mí, los productores anularon el proyecto e hicieron Día tras día, con Antonio del Amo como director. A nosotros nos emplazaron para hacer otra película, que ya teníamos más o menos en cartera: Esa pareja feliz. La verdad es que se tardó otro siglo en ponerla en marcha.

Bardem y yo la preparamos como si fuéramos a construir la torre Eiffel: dibujos, alzados, detalles tan poco relevantes como a qué altura había que poner la cámara en cada plano, el objetivo, los grados que debían tener las panorámicas, etcétera, todo debido al atracón de prepotencia que habíamos adquirido en las clases de Serrano de Osma y Antonio del Amo y sobre los libros de Kulechov, Eisenstein, Pudovkin y demás genios, rusos sobre todo. Llegamos al acuerdo de que yo fuera el responsable de la dirección técnica y Bardem, quizá por ser hijo de actores, de la puesta en escena y similares. Nos vigilábamos el uno al otro para que cada uno se limitara a su cometido. A menudo surgían los celos y las disputas. Él parecía mucho más seguro que yo. Rodando, Bardem daba la sensación de saber cómo debía ser la película, aunque era todo farfolla. Nos pusimos quisquillosos y tiquismiquis. Bardem daba por buenas cosas que creía ordenadas por mí, para no vejarme, y yo aceptaba lo que pensaba que eran ideas de Bardem y no me atrevía a oponerme. Nunca fueron temas fundamentales, pero sí dañinos. Fernando Fernán Gómez, el protagonista de la historia, interpretaba a un electricista de cine, un «eléctrico», como se dice en el argot cinematográfico. El primer día, Fernando se presentó en el plató ya vestido de obrero y con una boina espantosa. Yo se la habría quitado porque le iba como un tiro y parecía más bien un barquillero del Retiro. La llevó puesta gran parte del rodaje. Yo sufría cada vez que le veía aparecer con aquello, pero callaba, cada vez con más esfuerzo. Por fin, Bardem me dijo:

—¡Anda que la mierda de boina que le has encasquetado a Fernando...!

Yo salté, indignado:

—¡Cínico! ¡Tú le has puesto esa porquería!

Lo cierto es que la encargada de vestuario se había confundido y le había encasquetado una boina de paleto de zarzuela. Para más inri, al contárselo a Fernán Gómez, éste se echó a reír:

—Me parecía espantosa, pero creía que la habías elegido por alguna razón inconfesable.

¡Lo que me faltaba escuchar! Yo, que he sido siempre muy despistado y metepatas, perdía un tiempo precioso eligiendo las palabras y hasta los gestos para no exacerbar las tensas relaciones con Bardem. Pero no lo conseguía.

En el guión había una escena esperpéntica de «cine dentro del cine». Un decorado bastante cutre representaba el salón del trono de la reina de Castilla. Lola Gaos, que hacía de reina, tenía que lanzarse al vacío desde una ventana, diciendo con grandilocuencia: «¡El honor de Palencia lo exige!». Fernán Gómez y otro actor la cogían en una lona, pero la lona era muy ligera y la pobre reina podía darse una buena morrada contra el suelo del decorado. La escena presentaba algunas dificultades. Podía ser muy divertida si se lograba el ritmo adecuado. Los otros actores, que representaban a los cortesanos antiguos y a los técnicos de rodaje, tenían que seguir con la mirada la caí­da de la reina y luego mirar al actor que hacía de director de la película. Bardem quiso hacer un cameo: era el técnico que tomaba el sonido del plano. Tenía que estar algo apartado con su magnetófono. Empezamos los ensayos. Toda la acción salía muy bien... menos el final, cuando aquellos actores de tres al cuarto tenían que mirar hacia el supuesto director: otro actor modesto. Yo quería una reacción rápida y divertida. Todos oían la caída y debían mirar al «director». La acción no me gustaba, así que grité un par de veces:

—¡Mirad al director! ¡Mirad al director!

Nos pusimos a rodar. Todo fue bien hasta el momento final. Yo grité:

—¡Mirad al director! ¡Al director!

Bardem se cargó la escena. No se había enterado de nada, pero irrumpió corriendo en el plano, gritando con ira, mientras se daba palmadas en el pecho:

—¡El director soy yo! ¡Yo!

Cuando se dio cuenta de su metedura de pata, pidió perdón respetuosamente.

Estos desencuentros, que eran frecuentes, hicieron que el rodaje no tuviera la necesaria armonía, el clima relajado y amistoso que habíamos soñado. La película fue desigual: ni todo lo buena que decía Bardem, ni todo lo mala que pensaba yo. Lo que sí es cierto es que trataba de cosas... más cercanas, naturales, divertidas, distintas a las que se filmaban por aquel entonces. En todo caso, se estrenó después de ¡Bienvenido, Mister Marshall! Fuimos tratados decentemente por la crítica, la censura nos dejó en paz y nos la clasificaron... ni bien ni mal sino todo lo contrario. Fue considerada una obra menor y, en justicia, lo era aunque, en comparación con algunos coñazos de aquellos tiempos, resultaba una obrita maestra.

 

 

Ahora, mientras repaso con Jesús Franco esta sucesión de recuerdos, me doy cuenta, una vez más, de lo caótico y contradictorio de mis actos y de mis sentimientos. Estoy intentando dar coherencia y lógica a unos sucesos que son en sí mismos incongruentes. Y es que soy una puñetera contradicción, y estoy harto de luchar, sin razones para ello. Puede que ése sea el origen de mi apatía, más aparente que real. Me he apasionado y me apasiono aún en la búsqueda de una perfección que no debe de existir aunque no estoy seguro ni siquiera de eso. Abandono y prosigo, casi simultáneamente. He vivido y vivo un tiempo de frustraciones, engaños y mentiras, de promesas incumplidas. Desde los tiempos ya bastante lejanos de la dictadura, es decir, cuando empecé mi carrera de «hacedor de películas», siempre he intentado, va­na­men­te, ser sincero, contar historias de nuestra tierra sin actitudes dogmáticas o docentes. Pero eso no lo quiere nadie. Todo el mundo quiere que tomes partido. Pero, para mí, tomar partido es renunciar a la libertad. Bardem me llamó siempre «el señorito monárquico» porque me apetecía llevar un sombrero de fieltro; después fui fascista porque no era comunista, comunista porque no era fascista, pornógrafo porque me apasiona el erotismo, escapista porque no me creo las monsergas doctrinales. La censura se ha cebado siempre conmigo. He mantenido años y años una lucha sorda con aquellos que de­ci­dían lo que podías hacer o decir. Pero esta trifulca de sordos siempre la gana el que tiene el mazo en la mano, y ése no era yo precisamente. Tuve deseos de abandonar, porque muchas veces basta una palabra o una omisión para que tu modesto castillo de naipes se vaya al carajo. Y, como padezco de verborrea, tampoco he sabido expresarme con claridad ni ser convincente. Hasta la llegada de la democracia, no pude hacer una película como yo quería. Después, tampoco. En aquellos tiempos de la dictadura, por lo menos, conocías al enemigo. El general Franco salía bajo palio de todo lugar al que acudiese y ofrecía un blanco perfecto, pero nadie se atrevió a liquidarlo ni con armas ni con películas.

Habría seguido en ese estado de molicie extraña, pero todos los cinéfilos que nos rodeaban querían que Bardem y yo hiciéramos una película. Bardem, desde luego, pensaba que no debíamos perder un segundo. Escribía guiones de modo compulsivo y lo tenía todo más o menos previsto para lanzarse a un par de vorágines a la semana.

Y hete aquí que una jovencita tonadillera de las muchas que inundaban nuestro cine y nuestro teatro se ligó a un señorito fino, adicto al régimen, un antiguo cura. Con métodos fácilmente imaginables, la joven consiguió que aquel ex cura llegara a la conclusión de que debía producirle una película de esas que daban mucho dinero en Andalucía... y en ningún sitio más. El prohombre, que había ya «probado» las dotes artísticas de la muchacha, contactó con un viejo amigo de Valencia, comunista de pro y muy ligado al cine, y le pidió que pusiera en marcha el proyecto. A él le bastaba con que su pupila luciera el palmito y cantara cinco o seis canciones. No es que el mecenas fuera Creso, pero podía levantar una pasta y, además, por sus buenas relaciones con la curia podía obtener un crédito sindical. A nadie le tembló el pulso por esta alianza contra natura, ni siquiera a los hombres del Ministerio. Como la chica, al mirarse y hacer muecas ante el espejo por la mañana, no sabía bien si lo suyo era la tragedia o la chirigota, el prócer encargó al comunista dos historias diferentes, a elegir. El comunista, a su vez, encargó a otro «comunista» —Juan Antonio Bardem— y a un «señorito de sombrero monárquico» —yo— la elaboración de las dos historias. Y la comedia gustó mucho más que el drama. Y decidieron hacer una comedia muy graciosa, con canciones de Valerio y Ochaí­ta, muy pegadizas.

La productora se llamaría Uninci. El prócer ex cura, Joaquín Reig, eligió bien al ejecutivo, Ricardo Muñoz Suay, quien, a su vez, eligió junto al productor valenciano bien a los guionistas y directores, Bardem y yo. Y así nació, en 1952, ¡Bienvenido, Mister Marshall!

No voy a hablar aquí de la gestación del film, que fue lenta, agónica. Siempre me ha ocurrido lo mismo... Si tenías la suerte de que un productor te contratara para hacer una película, tú pensabas: «Ya está: preparamos la producción y ¡a rodar!». Tenías tu guión matizado y tu reparto, estudiado hasta el papel más pequeño. No me daba cuenta de que todo esto, para el productor de entonces, no era más que el principio de un proceso angustioso de financiación, de acuerdos con bancos, ministerios, sindicatos, idas y venidas, tiras y aflojas. Todo esto suele escaparse al trámite normal de los negocios y entran en juego los intereses egoístas de unos y otros. En general, esas gestiones soterradas, esta búsqueda de la «pela» para la producción y para el bolsillo de alguno es un mundo paralelo y secreto que el pobre o los pobres directores nunca llegamos a conocer. En el caso de ¡Bienvenido, Mister Marshall!, Bardem y yo veíamos el film retrasado una y otra vez.

Con el distanciamiento que produce el paso del tiempo, no me queda más remedio que agradecer a aquellos productores su audacia por lanzarse al ruedo, por creer en mí, por considerarme capaz como director de conseguir un film que funcionara, que gustase a la gente o, al menos, al Ministerio y, sobre todo, a nuestra «madrina», la joven estrella del «cuplé».

Después vendría el último examen: la «docta» opinión del inquilino de El Pardo. A él le pasaban todas las películas en su cine particular y privadísimo, cosa que me extraña al comprobar que ningún otro presidente de Gobierno se haya interesado, para bien o para mal, por el cine. Un leve comentario elogioso del tirano te podía convertir en el John Ford ibérico. Una palabra desdeñosa del «redentor» podía hundirte en la clasificación hasta el infierno de la tercera categoría y en el ulterior ostracismo. Lo peor es que el cine le gustaba muchísimo; prácticamente se lo veía todo. En aquellos días de censuras caprichosas y opiniones gratuitas, el proyeccionista de El Pardo y el del Ministerio se convirtieron en personajes influyentes cuyos consejos podían ser decisivos en tu carrera. Se cruzaban llamadas secretas y mensajes coer­ci­ti­vos.

—No le ha gustado. Ha tosido más de lo normal.

—Por favor, dime en qué secuencias ha tosido más.

—Chico, me pones en un brete... En fin, yo cortaría lo del cuartel; sobre todo, lo de Fernando Rey. Ya sabes que no le cae nada bien.

Luego, el proyeccionista le soplaba al director o al productor la opinión de la Junta o cualquier comentario irónico; sobre todo, de Wenceslao Fernández Flórez, su miembro más influyente y un crítico feroz de las películas que veía.

—¡Mira...! ¡Ése se cree que ha inventado el cine!

Había unos programadores especiales para El Pardo. Hacían una preselección de las películas, siempre buscando complacer al general. Alguno de estos hombres llegó a ser director general de Cinematografía. Bastaba con que el pequeño «rey» comentase con el ministro de turno:

—Ese chico parece muy enterado.

Enterado... ¿de qué? Porque, además de las aviesas intenciones políticas, aquella gente no sabía un carajo de cine ni de arte ni de literatura. Todos estaban allí elegidos a dedo porque eran afines al régimen. Todo esto, con un mínimo de rigor, habría bastado para que nosotros, intrépidos aventureros, huyéramos de aquel arcano que era nuestro cine. Pues no: nos lanzábamos a la vorágine atraídos hacia el abismo a pesar del canto de aquellas sirenas casposas y perdularias.

En aquellos compases de espera interminables, iban cayendo muchas cabezas importantes del proyecto, desde tu actor favorito para un papel —forzado por la vida a aceptar una escuálida tournée en provincias— hasta el técnico que se pasaba al No-Do. «Compréndeme: el Pelargón de mi niña es lo primero». Porque podías, eso sí, firmar contratos aceptables, pero nadie te daba ni un puñetero duro hasta un par de semanas antes de rodar, cuando aquellos «visionarios» tenían la pasta en el bolsillo. Pude soportarlo pignorando dos de los tres pinos que nos quedaban en Valencia, pero Bardem no tenía pinos. Nos habían asignado unas acciones de la productora del film y él decidió vender su parte de Uninci: así se convirtió en un simple asalariado. Nadie del grupo pudo tolerar aquella deserción: le pagaron una mierda y se quedó fuera del proyecto. Luego intervino Miguel Mihura, porque deseábamos que participara. Nos dijo no sé si por pereza que el guión era perfecto y no necesitaba añadidos, pero le dimos tal lata que nos hizo diálogos maravillosos en dos o tres escenas y cuando escuché la letra de la canción Americanos, vienen a España con alegría creí que la letra de la canción era suya y no de Ochaíta.

Me convertí en el único realizador del film, a petición de todos, pero luego no me agasajaron con nada postinero.

No voy a hablar aquí, por demasiado conocidas, de las mil vicisitudes del rodaje, de cómo todos, o casi todos, se pusieron contra mí, se aprovecharon de mi inseguridad, de mis dificultades para comunicarme con el equipo. Me convertí en la comidilla de las tertulias. Algunos técnicos o el operador, Manuel Berenguer, hablaban pestes del rodaje y, sobre todo, del director. Me vi acosado por todas partes. Pero no conocían mi tozudez de mula, ni mi fe en aquella peliculita, en aquella extraña comedia folclórica y esperpéntica. Sólo Félix Fernández y Elvira Quintillá me defendieron hasta el final, y también los productores rechazaron todas las rebeliones del equipo contra mí.

Durante ese rodaje nacieron los dos apelativos que me seguirían toda la vida; uno malo, éste de Mister Cagada, con el que me bautizó todo el equipo porque al terminar cada plano decía «¡Vaya cagada!» y el de El Fanfarrón Negativo, que fue la definición que hizo Bardem de mí por lo de mis pesimismos, de los que, según él, yo alardeaba. Así como la significación del primero es bien sencilla, la del segundo se refiere a mi dificultad para admitir que algo pueda estar bien de verdad. Por ejemplo, si he rodado un plano que a todo el equipo le encanta, yo, que sé más o menos cómo lo querría, le encontraré todos los defectos que los demás no ven.

Nadie pensó que podría soportar aquella tensión y aquella hostilidad. Todos estaban convencidos de que no aguantaría hasta el final. Pero aguanté, haciendo el menor caso posible a los ataques contra mi persona.

Rodábamos en Guadalix, un pueblo de la sierra, a unos cincuenta kilómetros de Madrid. Con las carreteras de entonces y los coches de entonces, estábamos a una distancia casi inhumana. El equipo lo formábamos unos treinta técnicos, más los actores, el maquillaje, el vestuario, etcétera. El poco entusiasmo de todos convertía el rodaje en una tortura digna de la Gestapo. Casi todos los habitantes del pueblo hacían de extras y, aunque cobraban una miseria, era tres veces más de lo que podían sacar faenando en el campo y, naturalmente, fueron los que con más entusiasmo trabajaron y, cosa curiosa, los que mejor interpretaron sus papeles de todos los no profesionales que han actuado en todos los rodajes en que pe­día­mos a los vecinos del lugar que hicieran de extras. Llegué a pensar que los antepasados de aquella gente de Guadalix serían unos cómicos de la lengua que acosados por el hambre decidieron aposentarse en aquel pueblo que garantizaba el condumio. No tenían ninguna prisa por que el chollo acabara. Llegó un momento en que pareció que aquel rodaje iba a durar eternamente, que se iba a convertir en la vida cotidiana de un grupo heterogéneo de gentes indiferentes a mi esfuerzo por seguir adelante. No había podido imaginar —nadie me lo había enseñado— que dirigir una película era una especie de epopeya y el realizador, más que un Eisenstein o un Pabst, tenía que ser un capitán Acab, un Cid Campeador con ribetes de Fouché, Talleyrand, Joe Louis y Paulino Uzcudun. Nadie me había informado y ahora me sentía solo ante el peligro: toda aquella lucha... por un hijo medio anormal y canijo. Pero era mi hijo y lo defendí hasta el final, porque yo sí creía en él. No hice concesiones, ni caí en ninguna de las trampas que por malignidad o simple estupidez me tendían continuamente. Cuando por fin terminamos el rodaje, la tensión se relajó mucho. Había película, llena de lacras y torpezas, pero quizá se pudiera convencer a un distribuidor de que la estrenara en Madrid.

Se hizo una proyección privada para Cifesa, pero el gran jefe, Vicente Casanova, se fue al cabo de media hora, lamentando que le hubieran hecho perder su tiempo.

Pero... no sé si por la benéfica influencia de los amuletos o, sobre todo, por la estampita de la Virgen de los Desamparados de mi madre, algunos empezaron a pensar que aquella comedieta no era tan mala como creían. Hasta tenía gracia, a ratos.

Se hizo un pase gratuito para las gentes de la escuela de cine en una gran sala: el cine Callao, de Madrid. La proyección fue un éxito de clamor. Cuando, unos días más tarde, fue premiada en el Festival de Cannes, con mención especial al guión, la película, que estaba a punto de ser retirada del Capitol antes de la semana de proyección, se convirtió en el mayor éxito del cine español. Entonces, todo fueron alabanzas y parabienes de los mismos que se habían burlado de la película y, sobre todo, de su artífice principal: aquel pesado inseguro y sin autoridad que se llamaba Berlanga. Este éxito, que quizá en un país normal habría significado el espaldarazo y la carta blanca, en nuestro país sólo sirvió para que mi nombre se pudiera pronunciar sin sonrojo en el entorno de la industria cinematográfica y para que se me aceptara como posible realizador en nuevos proyectos.

Sólo la escueta opinión del caudillo de las Españas podía ensombrecer mis perspectivas futuras si le disgustaba la película. Cuando algunos ministros del Gobierno insistieron en que yo era un anarquista, un bolchevique y un comunista, él se limitó a decir:

—Berlanga no es un comunista, es mucho peor que eso: es un mal español.