Capítulo
2
El
limpiabotas, Georg W. Pabst y un mal español
Bueno, la verdad es que tampoco lo decidí así... de
sopetón. Por aquello de seguir las costumbres de la época, tenía que estudiar
una carrera seria. Debía ser médico o ingeniero... o notario, que era lo que
todas las madres soñaban para sus hijos, o algo así. A mí, en el fondo,
aquellas cosas no me interesaban y menos para dedicarles mi vida. Me gustaba
leer, dibujar, escribir. No podía quedarme como un diletante, mariposeando de
acá para allá. De los estudios «serios», el único que me atraía era la
arquitectura, pero me topé con una barrera infranqueable para mí: había que
hacer dos años de Ciencias Exactas. A uno le puede ilusionar ser Gaudí, Le
Corbusier o Mies van der Rohe. Lo malo es el camino que has de recorrer para
conseguirlo. Es un poco la historia de mi vida: el choque con la jodida
técnica. Y eso que, en principio, yo era un tío con suerte. Mi familia, a pesar
de las «mordidas» franquistas, aún podía pagarme una carrera. Fidel, mi hermano
mayor, que era un hombre inteligente y práctico, se había erigido en nuestra
cabeza pensante y gobernante, afortunadamente para mí, aunque alternase sus
palmadas en la espalda con algunas cabronaditas. Siempre he sido un desastre
para los negocios. Y sigo siéndolo. Soy un especialista en dejarme engañar y
perder batallas. En mis manos, los pocos pinos que nos quedaron en la sierra
del Cabriel —y que hoy, con tantos incendios, son una ruina total— no habrían
servido ni para hacer leña.
Por ejemplo, he hecho
películas que han tenido mucho éxito y grandes premios internacionales, como Calabuch.
(Por cierto, he tenido la oportunidad de volver a verla recientemente y está
hecha una pena, de antigua y de ñoña. El guión, en el que colaboró el novelista
Ennio Flaiano, es de un ternurismo lamentable. La joven crítica francesa de los
Cahiers du Cinéma
se cebó con ella. La historia del sabio atómico que se refugia en un pueblo
mediterráneo les repateó tanto las tripas que llegaron a escribir —no sé si fue
François Truffaut— que la pena es que la bomba atómica del sabio no hubiera
caído sobre mi cabeza). Bueno, no importa: el caso es que la película funcionó
muy bien, aunque a mí el productor nunca me pagó un duro, un verdadero Nabab,
el tío. Al cabo de cuatro años, me regaló un televisor. Eso fue todo. Y eso que
era una productora de campanillas, llena de próceres del cine.
Ante semejantes
perspectivas, cualquiera con dos dedos de frente habría cambiado de profesión:
tener un gran éxito internacional en la España de entonces y que no te paguen
es algo insólito hasta en el mundo del cine y debería haberme hecho reflexionar
sobre mi futuro. Pero ni siquiera me lo planteé. Yo era ya un director
«consagrado». Demasiado tarde para rectificar. Además, lo mío era vocacional —y
aún lo es hoy—, pase lo que pase y pese a quien pese.
¡Maldito Pabst! Fue él quien hizo de mí un
desgraciado: George W. Pabst y su Don
Quijote de 1933. Vi la película en Valencia y, a pesar de
que era una copia viejísima y llena de cortes y saltos, quedé fascinado por la
belleza de las imágenes, por la perfección de la arquitectura visual. Y me
jodí. Aquello era lo mío: el cine.
Ya en Madrid iba a los
cineclubs y al café Gijón, que era prácticamente el único reducto libertario de
la ciudad. Pero «los del general», advertidos del peligro que suponíamos, se
lo tomaron muy en serio e infiltraron a algunos espías, que eran —seguro—
agentes dobles. Sospechábamos, creo que injustamente, del limpiabotas del café
Gijón. Se llamaba Luis, como yo, y desarrollaba una labor de zapa que distaba
mucho de ser eficaz, porque era medio sordo. Él escuchaba mientras te limpiaba
los zapatos y, a veces, cuando creía pillar una información importante, se
detenía, cepillo en mano, y escuchaba. En algunas ocasiones, pedía precisiones
a los clientes.
—Así que al señor Novais
le van a hacer corresponsal... ¿En dónde?
—En Francia, Luis, ¿pero a
ti qué cojones te importa?
—Me debe dinero.
—¿Qué dices? ¡Novais no se
ha limpiado los zapatos desde que entró en la escuela de periodismo!
—Ya, ya. Pero yo le he
hecho otros «servicios»...
Y era verdad que se había
convertido también en el usurero del grupo. Ganó tanto dinero que llegó a
intervenir como productor en algunas películas.
La verdad es que también
vendía periódicos que debía de recibir directamente.
—Señorito, hoy tengo Le
Monde. El número prohibido del jueves.
Nos hacíamos los
imbéciles.
—No sé de qué me hablas.
—Vamos, señorito. No se
haga de nuevas...
También traficaba con
tabaco y hasta con «grifa», una mezcla inhumana de hachís con cigarrillo de
anís. De todas formas, a mí siempre me trató con afecto. Y es que en casi todos
los cafés había camareros que prestaban dinero y otros que oficiaban de «marchantes».
—El señor Viola me ha dado
un bodegón para vender.
Pero, sobre todo, Luis
informaba de cine.
El señorito Rodero va a
hacer algo con el señorito Forqué. Y van a hacer una versión para el
extranjero, con desnudos. Se refería, claro, a José María Rodero y a José María
Forqué.
Solíamos darle alguna
propina que él rechazaba.
—No, por favor, don Luis.
Nada de dinero. Cómpreme un décimo para el Niño y basta.
A veces hacíamos algún
pase privado de alguna película prohibida, cuya copia caía por casualidad en
nuestras manos. Como el limpiabotas se enterase, la salita se llenaba como por
arte de magia... la magia de Luis el limpiabotas, que se llevaba una propina
nuestra y otra de sus patrones, de la CIA o quienes fueran.
—Van a poner una película
prohibida. Rusa, nada menos.
Luego, podía suceder que
la película no fuera rusa, ni prohibida, pero daba igual. Luis «el limpia» ya
se había trincado su «comisión» y nosotros teníamos una excusa para seguir
hablando de cine y, sobre todo, para ver algo que sonara a ilegal; por ejemplo,
Éxtasis,
de Gustav Machaty, con el desnudo de Hedy Lamarr.
Con respecto a mi decisión
de ser director de cine, todo el mundo se sorprendía cuando yo les confesaba
que el Don Quijote
de Pabst fue, precisamente, mi «¡ábrete, sésamo!». Es una película llena de
canciones. Feodor Chaliapin interpreta a Don Quijote. Físicamente, el papel le
va como Dios, pero él, que era un famoso bajo de ópera, se larga de repente,
interrumpiendo la acción... unas romanzas mortales de necesidad, y en ruso,
además. (Mucho me temo que esa película fuera la precursora del terrible Hombre
de la Mancha). Las imágenes eran muy impactantes, pero
insuficientes para que yo tomara una decisión de la que me he arrepentido
algunas veces.
Son las servidumbres del
entusiasmo juvenil y de la ignorancia.
Quizá esa ignorancia fue
la que me impulsó a presentarme a la escuela de cine: el Instituto de
Investigaciones y Experiencias Cinematográficas (IIEC). Hice mi examen de
ingreso en la especialidad de realización. La convocatoria había atraído a
muchísima gente, sobre todo ante el señuelo falaz que suponía que «director de
cine, igual a chavalas y pasta». Pero la verdad es que casi ninguno sabía un
pijo de cine. No sabían de cine ni siquiera como espectadores. Pero en aquel
grupo estábamos Juan Antonio Bardem y yo, que éramos dos pedantuelos, hablando
de Kulechov, Pudovkin y todo eso, y otro joven pintoresco, Florentino Soria,
que llegaría a ser, más tarde, secretario general de Cinematografía, a pesar de
lo cual entendía mucho más que los otros jerarcas del cine.
El examen fue muy difícil:
quedó claro que los profesores sólo querían aprobar a la gente seriamente
interesada por el oficio; es decir, los tres que he mencionado y pocos más.
Entre los profesores también había algunos que sabían de lo que hablaban
—Carlos Fernández Cuenca y Carlos Serrano
de Osma, por ejemplo—. Debían de pagarles una miseria, porque muy pronto
empezaron a faltar a las clases. Pero no nos importaba demasiado: la escuela
nos servía de punto de encuentro y, además, hacíamos prácticas: unas
peliculitas en dieciséis milímetros que escribíamos y montábamos con unas
viejas moviolas de aficionado. Estas miserias nos parecían un lujo en tiempos
de penuria, cuando casi nadie podía permitirse el menor dispendio. En el primer
curso, hacíamos una película entre cuatro alumnos, pero, en el tercero, había
un solo realizador. Los equipos técnico y artístico estaban formados por
alumnos de otras especialidades y por algún invitado especial de vez en cuando.
Así fue como cuatro
pipiolos —Bardem, Agustín Navarro, Florentino Soria y yo— tuvimos nuestra
primera oportunidad. La película estaba basada en una idea de Bardem y se
llamaba Paseo por una guerra antigua.
De hecho, la dirigimos Bardem y yo, pero no porque Navarro y Soria renunciaran,
sino porque no les dejamos. Ambiciosillos que éramos. Es la historia brevísima
de un joven que recorre los sitios en los que estuvo durante la guerra —era la
Ciudad Universitaria de Madrid— y donde perdió una pierna. El papel
protagonista lo hizo un verdadero mutilado amigo de Bardem. En ese rodaje él y
yo tuvimos la primera disputa importante. En la película jugábamos con los
sonidos de la guerra: un caza enemigo, por ejemplo, que sobrevolaba el paisaje.
Él dijo que, con que hubiera una buena nube y el sonido del avión pasando,
bastaba. Yo prefería que la nube fuera un cirro que daría la impresión, por un
instante, de ser un avión. Si lo rodábamos al ralentí, daría la sensación de
velocidad. Discutimos por aquello... violentamente. Y casi llegamos a las
manos. Se hizo como quería Bardem. A los profesores les gustó mucho la
película, a pesar de todo, y uno de ellos, Serrano de Osma, nos contrató a los
cuatro «autores» para un largometraje profesional que iba a rodar de inmediato
en Ibiza. El proyecto no llegó a cuajar, al menos con nosotros. Pero, a partir de
entonces, a Bardem y a mí nos consideraron los talentos oficiales de la
escuela.
Cifesa, la compañía más
importante en aquel tiempo, organizó unos galardones para premiar las mejores
películas de los alumnos. Fuimos seleccionados, pero, por un estúpido error de
nuestro profesor, a mí me suspendieron en el examen escrito, con lo cual
quedaba excluido del premio. El examen que nos había puesto Serrano de Osma
versaba sobre un artículo de una revista que hacían ellos mismos: Cine
Experimental. Yo, que había estado un mes en cama, con
ictericia, en Valencia, me había leído y releído la revista cien veces y me
sabía aquel artículo de memoria. Pero, precisamente por sabérmelo al pie de la
letra, Serrano decidió que lo había copiado y me relegó al último puesto de la
clase. Sólo gracias al padre de José María Elorrieta, el director, que era
amigo de mi padre y profesor en la escuela, me dieron un aprobado casposo, y
gracias.
Estuve más cabreado que
una mona durante unos días. Pero reaccioné enseguida. No iba a dejarme vencer
por el primer contratiempo. Ya cambiaría yo el curso de ese destino que
aparecía poblado de malos presagios y zancadillas.
Había sido algo supersticioso de crío, pero estaba
evolucionando rápidamente: me hice mucho más supersticioso. Mi primer amuleto
fue una estampita de la Virgen, regalo de mi madre. La llevaba en la cartera y
para mí nunca tuvo una connotación beata. Era mi amuleto, mi pata de conejo.
Simplemente, no podía pasar por debajo de una escalera y no digamos nada de los
ofidios, cuya sola mención podría originarme irreversibles catástrofes. Portaba
también ábacos y, sobre todo, bolas de madera que, como todo el mundo sabe, son
antídotos eficaces contra el infortunio y ahuyentan a los gafes. Lo peor de los
gafes es que son difíciles de detectar. En general, tenemos la frívola idea de
que la causa y el efecto son en ellos casi inmediatos; es decir, aparece gafe,
cae cornisa, rompe crisma... Ese gafe es el más obvio y el menos dañino, sobre
todo si no eres tú el que recibe el golpe de la cornisa en el cráneo. Esos
gafes son los más intrascendentes. Pero hay otros que provocan cataclismos,
riadas o plagas con su sola presencia.
—Luis, has pillado un
catarro de espanto.
—Ya lo sé. Es que ayer
comí con un gafe.
—Y olvidaste tus bolas de
madera.
—Me dejé la cartera en
casa y las bolas se escaparon por un extraño agujero en el bolsillo del
pantalón.
—¿Y qué vas a hacer ahora?
—No te preocupes. Tengo
doscientas bolas en un armario. Me las hace un tornero.
Saqué del bolsillo del
pantalón dos bolas de madera algo mayores que las del guá y bastante pesadas.
—Lo malo es que, con el
paso del tiempo, hacen agujero en el bolsillo, las muy zorras. Si se te
pierden, estás jodido.
Mi amigo, joven como yo,
me miró, incrédulo.
—¿De verdad crees en el poder
de esas bolas?
—Claro que sí.
—¿Por qué te preocupas? A
ti te va bien.
—¿No te jode? Porque llevo
las bolas.
—¿Y por qué son tan
gordas?
—Para que no se me
pierdan. Deberías buscarte unas.
—Regálame unas pocas.
—No se pueden regalar. Da
mal fario.
La historia común de Bardem y Berlanga nació de
nuestro encuentro en la escuela de cine. Pronto, en aquel pequeñísimo mundo,
nos convertimos en la vanguardia. Éramos los «renovadores». Pero no llegamos a
inquietar al cine oficial... En el tercer curso, hicimos un corto cada uno: el
de Bardem era un ejercicio de estilo, muy interesante, pero no fue entendido y
le suspendieron a pesar de que tenía cosas muy superiores a la media de los
otros alumnos. Yo hice El circo, que
trataba del montaje de un circo ambulante desde que sus gentes llegan al solar
para instalarlo hasta que empieza la primera función. A mí, en aquellos
tiempos, me apasionaba el circo; por eso elegí ese tema. Por cierto, un buen
día descubrí que ya no me gustaba y que, además, me parecía un rollo de muerte.
Mi film era sencillo y al alcance de cualquier hijo de vecino.
Herido en su amor propio,
Bardem abandonó la escuela y empezó a buscarse la vida en el terreno
profesional.
Un grupo de gente bastante
inteligente y misteriosa, compuesto básicamente por Paulino Garagorri, un
filósofo vasco, discípulo de Ortega y Gasset y de Julián Marías; Leonardo
Martín, guionista y escritor, y un aparejador del Ayuntamiento de Madrid con pasta,
habían formado una productora de cine con la intención sanísima de hacer algo
más digno que lo que hacían otros productores peseteros. Se pusieron en
contacto con Bardem y conmigo para escribir un guión sobre una idea nuestra.
Trabajamos mucho y la cosa tenía muy buena pinta. Se titulaba La
huida, pero la censura prohibió el guión porque el
protagonista que era un minero sin trabajo, cometía un robo, tenía un encuentro
con la Guardia Civil y resultaba herido. Siendo el protagonista, no podíamos matarlo
por lo menos hasta el final de la película. Pero la censura dijo que la Guardia
Civil no falla nunca —el actor Manolo Morán al enterarse dijo: «Ni que todos
los Civiles fueran el conde de Teba» (campeón mundial de tiro en aquella
época)—.
Ante aquella catástrofe,
que nos dejó chafados a Bardem y a mí, los productores anularon el proyecto e
hicieron Día
tras día, con Antonio del Amo como director. A
nosotros nos emplazaron para hacer otra película, que ya teníamos más o menos
en cartera: Esa pareja feliz.
La verdad es que se tardó otro siglo en ponerla en marcha.
Bardem y yo la preparamos
como si fuéramos a construir la torre Eiffel: dibujos, alzados, detalles tan
poco relevantes como a qué altura había que poner la cámara en cada plano, el
objetivo, los grados que debían tener las panorámicas, etcétera, todo debido al
atracón de prepotencia que habíamos adquirido en las clases de Serrano de Osma
y Antonio del Amo y sobre los libros de Kulechov, Eisenstein, Pudovkin y demás
genios, rusos sobre todo. Llegamos al acuerdo de que yo fuera el responsable de
la dirección técnica y Bardem, quizá por ser hijo de actores, de la puesta en
escena y similares. Nos vigilábamos el uno al otro para que cada uno se
limitara a su cometido. A menudo surgían los celos y las disputas. Él parecía
mucho más seguro que yo. Rodando, Bardem daba la sensación de saber cómo debía
ser la película, aunque era todo farfolla. Nos pusimos quisquillosos y
tiquismiquis. Bardem daba por buenas cosas que creía ordenadas por mí, para no
vejarme, y yo aceptaba lo que pensaba que eran ideas de Bardem y no me atrevía
a oponerme. Nunca fueron temas fundamentales, pero sí dañinos. Fernando Fernán
Gómez, el protagonista de la historia, interpretaba a un electricista de cine,
un «eléctrico», como se dice en el argot cinematográfico. El primer día,
Fernando se presentó en el plató ya vestido de obrero y con una boina
espantosa. Yo se la habría quitado porque le iba como un tiro y parecía más
bien un barquillero del Retiro. La llevó puesta gran parte del rodaje. Yo
sufría cada vez que le veía aparecer con aquello, pero callaba, cada vez con
más esfuerzo. Por fin, Bardem me dijo:
—¡Anda que la mierda de
boina que le has encasquetado a Fernando...!
Yo salté, indignado:
—¡Cínico! ¡Tú le has
puesto esa porquería!
Lo cierto es que la
encargada de vestuario se había confundido y le había encasquetado una boina de
paleto de zarzuela. Para más inri, al contárselo a Fernán Gómez, éste se echó a
reír:
—Me parecía espantosa,
pero creía que la habías elegido por alguna razón inconfesable.
¡Lo que me faltaba
escuchar! Yo, que he sido siempre muy despistado y metepatas, perdía un tiempo
precioso eligiendo las palabras y hasta los gestos para no exacerbar las tensas
relaciones con Bardem. Pero no lo conseguía.
En el guión había una
escena esperpéntica de «cine dentro del cine». Un decorado bastante cutre
representaba el salón del trono de la reina de Castilla. Lola Gaos, que hacía
de reina, tenía que lanzarse al vacío desde una ventana, diciendo con
grandilocuencia: «¡El honor de Palencia lo exige!». Fernán Gómez y otro actor
la cogían en una lona, pero la lona era muy ligera y la pobre reina podía darse
una buena morrada contra el suelo del decorado. La escena presentaba algunas
dificultades. Podía ser muy divertida si se lograba el ritmo adecuado. Los
otros actores, que representaban a los cortesanos antiguos y a los técnicos de
rodaje, tenían que seguir con la mirada la caída de la reina y luego mirar al
actor que hacía de director de la película. Bardem quiso hacer un cameo: era el
técnico que tomaba el sonido del plano. Tenía que estar algo apartado con su
magnetófono. Empezamos los ensayos. Toda la acción salía muy bien... menos el
final, cuando aquellos actores de tres al cuarto tenían que mirar hacia el
supuesto director: otro actor modesto. Yo quería una reacción rápida y
divertida. Todos oían la caída y debían mirar al «director». La acción no me
gustaba, así que grité un par de veces:
—¡Mirad al director!
¡Mirad al director!
Nos pusimos a rodar. Todo
fue bien hasta el momento final. Yo grité:
—¡Mirad al director! ¡Al
director!
Bardem se cargó la escena.
No se había enterado de nada, pero irrumpió corriendo en el plano, gritando con
ira, mientras se daba palmadas en el pecho:
—¡El director soy yo! ¡Yo!
Cuando se dio cuenta de su
metedura de pata, pidió perdón respetuosamente.
Estos desencuentros, que
eran frecuentes, hicieron que el rodaje no tuviera la necesaria armonía, el
clima relajado y amistoso que habíamos soñado. La película fue desigual: ni
todo lo buena que decía Bardem, ni todo lo mala que pensaba yo. Lo que sí es cierto
es que trataba de cosas... más cercanas, naturales, divertidas, distintas a las
que se filmaban por aquel entonces. En todo caso, se estrenó después de ¡Bienvenido,
Mister Marshall! Fuimos tratados decentemente por la crítica,
la censura nos dejó en paz y nos la clasificaron... ni bien ni mal sino todo lo
contrario. Fue considerada una obra menor y, en justicia, lo era aunque, en
comparación con algunos coñazos de aquellos tiempos, resultaba una obrita
maestra.
Ahora, mientras repaso con Jesús Franco esta sucesión
de recuerdos, me doy cuenta, una vez más, de lo caótico y contradictorio de mis
actos y de mis sentimientos. Estoy intentando dar coherencia y lógica a unos
sucesos que son en sí mismos incongruentes. Y es que soy una puñetera
contradicción, y estoy harto de luchar, sin razones para ello. Puede que ése
sea el origen de mi apatía, más aparente que real. Me he apasionado y me
apasiono aún en la búsqueda de una perfección que no debe de existir aunque no
estoy seguro ni siquiera de eso. Abandono y prosigo, casi simultáneamente. He
vivido y vivo un tiempo de frustraciones, engaños y mentiras, de promesas
incumplidas. Desde los tiempos ya bastante lejanos de la dictadura, es decir,
cuando empecé mi carrera de «hacedor de películas», siempre he intentado, vanamente,
ser sincero, contar historias de nuestra tierra sin actitudes dogmáticas o
docentes. Pero eso no lo quiere nadie. Todo el mundo quiere que tomes partido.
Pero, para mí, tomar partido es renunciar a la libertad. Bardem me llamó
siempre «el señorito monárquico» porque me apetecía llevar un sombrero de
fieltro; después fui fascista porque no era comunista, comunista porque no era
fascista, pornógrafo porque me apasiona el erotismo, escapista porque no me
creo las monsergas doctrinales. La censura se ha cebado siempre conmigo. He
mantenido años y años una lucha sorda con aquellos que decidían lo que podías
hacer o decir. Pero esta trifulca de sordos siempre la gana el que tiene el
mazo en la mano, y ése no era yo precisamente. Tuve deseos de abandonar, porque
muchas veces basta una palabra o una omisión para que tu modesto castillo de
naipes se vaya al carajo. Y, como padezco de verborrea, tampoco he sabido
expresarme con claridad ni ser convincente. Hasta la llegada de la democracia,
no pude hacer una película como yo quería. Después, tampoco. En aquellos
tiempos de la dictadura, por lo menos, conocías al enemigo. El general Franco
salía bajo palio de todo lugar al que acudiese y ofrecía un blanco perfecto,
pero nadie se atrevió a liquidarlo ni con armas ni con películas.
Habría seguido en ese
estado de molicie extraña, pero todos los cinéfilos que nos rodeaban querían
que Bardem y yo hiciéramos una película. Bardem, desde luego, pensaba que no
debíamos perder un segundo. Escribía guiones de modo compulsivo y lo tenía todo
más o menos previsto para lanzarse a un par de vorágines a la semana.
Y hete aquí que una
jovencita tonadillera de las muchas que inundaban nuestro cine y nuestro teatro
se ligó a un señorito fino, adicto al régimen, un antiguo cura. Con métodos
fácilmente imaginables, la joven consiguió que aquel ex cura llegara a la
conclusión de que debía producirle una película de esas que daban mucho dinero
en Andalucía... y en ningún sitio más. El prohombre, que había ya «probado» las
dotes artísticas de la muchacha, contactó con un viejo amigo de Valencia,
comunista de pro y muy ligado al cine, y le pidió que pusiera en marcha el
proyecto. A él le bastaba con que su pupila luciera el palmito y cantara cinco
o seis canciones. No es que el mecenas fuera Creso, pero podía levantar una
pasta y, además, por sus buenas relaciones con la curia podía obtener un
crédito sindical. A nadie le tembló el pulso por esta alianza contra natura, ni
siquiera a los hombres del Ministerio. Como la chica, al mirarse y hacer muecas
ante el espejo por la mañana, no sabía bien si lo suyo era la tragedia o la
chirigota, el prócer encargó al comunista dos historias diferentes, a elegir.
El comunista, a su vez, encargó a otro «comunista» —Juan Antonio Bardem— y a un
«señorito de sombrero monárquico» —yo— la elaboración de las dos historias. Y
la comedia gustó mucho más que el drama. Y decidieron hacer una comedia muy
graciosa, con canciones de Valerio y Ochaíta, muy pegadizas.
La productora se llamaría
Uninci. El prócer ex cura, Joaquín Reig, eligió bien al ejecutivo, Ricardo
Muñoz Suay, quien, a su vez, eligió junto al productor valenciano bien a los
guionistas y directores, Bardem y yo. Y así nació, en 1952, ¡Bienvenido, Mister Marshall!
No voy a hablar aquí de la
gestación del film, que fue lenta, agónica. Siempre me ha ocurrido lo mismo...
Si tenías la suerte de que un productor te contratara para hacer una película,
tú pensabas: «Ya está: preparamos la producción y ¡a rodar!». Tenías tu guión
matizado y tu reparto, estudiado hasta el papel más pequeño. No me daba cuenta
de que todo esto, para el productor de entonces, no era más que el principio de
un proceso angustioso de financiación, de acuerdos con bancos, ministerios,
sindicatos, idas y venidas, tiras y aflojas. Todo esto suele escaparse al
trámite normal de los negocios y entran en juego los intereses egoístas de unos
y otros. En general, esas gestiones soterradas, esta búsqueda de la «pela» para
la producción y para el bolsillo de alguno es un mundo paralelo y secreto que
el pobre o los pobres directores nunca llegamos a conocer. En el caso de ¡Bienvenido,
Mister Marshall!, Bardem y yo veíamos el film retrasado una y
otra vez.
Con el distanciamiento que
produce el paso del tiempo, no me queda más remedio que agradecer a aquellos
productores su audacia por lanzarse al ruedo, por creer en mí, por considerarme
capaz como director de conseguir un film que funcionara, que gustase a la gente
o, al menos, al Ministerio y, sobre todo, a nuestra «madrina», la joven estrella
del «cuplé».
Después vendría el último
examen: la «docta» opinión del inquilino de El Pardo. A él le pasaban todas las
películas en su cine particular y privadísimo, cosa que me extraña al comprobar
que ningún otro presidente de Gobierno se haya interesado, para bien o para
mal, por el cine. Un leve comentario elogioso del tirano te podía convertir en
el John Ford ibérico. Una palabra desdeñosa del «redentor» podía hundirte en la
clasificación hasta el infierno de la tercera categoría y en el ulterior ostracismo.
Lo peor es que el cine le gustaba muchísimo; prácticamente se lo veía todo. En
aquellos días de censuras caprichosas y opiniones gratuitas, el proyeccionista
de El Pardo y el del Ministerio se convirtieron en personajes influyentes cuyos
consejos podían ser decisivos en tu carrera. Se cruzaban llamadas secretas y
mensajes coercitivos.
—No le ha gustado. Ha
tosido más de lo normal.
—Por favor, dime en qué
secuencias ha tosido más.
—Chico, me pones en un
brete... En fin, yo cortaría lo del cuartel; sobre todo, lo de Fernando Rey. Ya
sabes que no le cae nada bien.
Luego, el proyeccionista
le soplaba al director o al productor la opinión de la Junta o cualquier
comentario irónico; sobre todo, de Wenceslao Fernández Flórez, su miembro más
influyente y un crítico feroz de las películas que veía.
—¡Mira...! ¡Ése se cree
que ha inventado el cine!
Había unos programadores
especiales para El Pardo. Hacían una preselección de las películas, siempre
buscando complacer al general. Alguno de estos hombres llegó a ser director
general de Cinematografía. Bastaba con que el pequeño «rey» comentase con el ministro
de turno:
—Ese chico parece muy
enterado.
Enterado... ¿de qué?
Porque, además de las aviesas intenciones políticas, aquella gente no sabía un
carajo de cine ni de arte ni de literatura. Todos estaban allí elegidos a dedo
porque eran afines al régimen. Todo esto, con un mínimo de rigor, habría
bastado para que nosotros, intrépidos aventureros, huyéramos de aquel arcano
que era nuestro cine. Pues no: nos lanzábamos a la vorágine atraídos hacia el
abismo a pesar del canto de aquellas sirenas casposas y perdularias.
En aquellos compases de
espera interminables, iban cayendo muchas cabezas importantes del proyecto,
desde tu actor favorito para un papel —forzado por la vida a aceptar una
escuálida tournée en provincias— hasta el técnico que se pasaba al No-Do.
«Compréndeme: el Pelargón de mi niña es lo primero». Porque podías, eso sí,
firmar contratos aceptables, pero nadie te daba ni un puñetero duro hasta un par
de semanas antes de rodar, cuando aquellos «visionarios» tenían la pasta en el
bolsillo. Pude soportarlo pignorando dos de los tres pinos que nos quedaban en
Valencia, pero Bardem no tenía pinos. Nos habían asignado unas acciones de la
productora del film y él decidió vender su parte de Uninci: así se convirtió en
un simple asalariado. Nadie del grupo pudo tolerar aquella deserción: le
pagaron una mierda y se quedó fuera del proyecto. Luego intervino Miguel
Mihura, porque deseábamos que participara. Nos dijo no sé si por pereza que el
guión era perfecto y no necesitaba añadidos, pero le dimos tal lata que nos
hizo diálogos maravillosos en dos o tres escenas y cuando escuché la letra de
la canción Americanos, vienen a España con
alegría creí que la letra de la canción era suya y no
de Ochaíta.
Me convertí en el único
realizador del film, a petición de todos, pero luego no me agasajaron con nada
postinero.
No voy a hablar aquí, por
demasiado conocidas, de las mil vicisitudes del rodaje, de cómo todos, o casi
todos, se pusieron contra mí, se aprovecharon de mi inseguridad, de mis
dificultades para comunicarme con el equipo. Me convertí en la comidilla de las
tertulias. Algunos técnicos o el operador, Manuel Berenguer, hablaban pestes
del rodaje y, sobre todo, del director. Me vi acosado por todas partes. Pero no
conocían mi tozudez de mula, ni mi fe en aquella peliculita, en aquella extraña
comedia folclórica y esperpéntica. Sólo Félix Fernández y Elvira Quintillá me
defendieron hasta el final, y también los productores rechazaron todas las
rebeliones del equipo contra mí.
Durante ese rodaje
nacieron los dos apelativos que me seguirían toda la vida; uno malo, éste de
Mister Cagada, con el que me bautizó todo el equipo porque al terminar cada
plano decía «¡Vaya cagada!» y el de El Fanfarrón Negativo, que fue la
definición que hizo Bardem de mí por lo de mis pesimismos, de los que, según
él, yo alardeaba. Así como la significación del primero es bien sencilla, la
del segundo se refiere a mi dificultad para admitir que algo pueda estar bien
de verdad. Por ejemplo, si he rodado un plano que a todo el equipo le encanta,
yo, que sé más o menos cómo lo querría, le encontraré todos los defectos que
los demás no ven.
Nadie pensó que podría
soportar aquella tensión y aquella hostilidad. Todos estaban convencidos de que
no aguantaría hasta el final. Pero aguanté, haciendo el menor caso posible a
los ataques contra mi persona.
Rodábamos en Guadalix, un
pueblo de la sierra, a unos cincuenta kilómetros de Madrid. Con las carreteras
de entonces y los coches de entonces, estábamos a una distancia casi inhumana.
El equipo lo formábamos unos treinta técnicos, más los actores, el maquillaje,
el vestuario, etcétera. El poco entusiasmo de todos convertía el rodaje en una
tortura digna de la Gestapo. Casi todos los habitantes del pueblo hacían de
extras y, aunque cobraban una miseria, era tres veces más de lo que podían
sacar faenando en el campo y, naturalmente, fueron los que con más entusiasmo
trabajaron y, cosa curiosa, los que mejor interpretaron sus papeles de todos
los no profesionales que han actuado en todos los rodajes en que pedíamos a
los vecinos del lugar que hicieran de extras. Llegué a pensar que los
antepasados de aquella gente de Guadalix serían unos cómicos de la lengua que
acosados por el hambre decidieron aposentarse en aquel pueblo que garantizaba
el condumio. No tenían ninguna prisa por que el chollo acabara. Llegó un
momento en que pareció que aquel rodaje iba a durar eternamente, que se iba a
convertir en la vida cotidiana de un grupo heterogéneo de gentes indiferentes a
mi esfuerzo por seguir adelante. No había podido imaginar —nadie me lo había
enseñado— que dirigir una película era una especie de epopeya y el realizador,
más que un Eisenstein o un Pabst, tenía que ser un capitán Acab, un Cid
Campeador con ribetes de Fouché, Talleyrand, Joe Louis y Paulino Uzcudun. Nadie
me había informado y ahora me sentía solo ante el peligro: toda aquella
lucha... por un hijo medio anormal y canijo. Pero era mi hijo y lo defendí
hasta el final, porque yo sí creía en él. No hice concesiones, ni caí en
ninguna de las trampas que por malignidad o simple estupidez me tendían
continuamente. Cuando por fin terminamos el rodaje, la tensión se relajó mucho.
Había película, llena de lacras y torpezas, pero quizá se pudiera convencer a
un distribuidor de que la estrenara en Madrid.
Se hizo una proyección
privada para Cifesa, pero el gran jefe, Vicente Casanova, se fue al cabo de
media hora, lamentando que le hubieran hecho perder su tiempo.
Pero... no sé si por la
benéfica influencia de los amuletos o, sobre todo, por la estampita de la
Virgen de los Desamparados de mi madre, algunos empezaron a pensar que aquella
comedieta no era tan mala como creían. Hasta tenía gracia, a ratos.
Se hizo un pase gratuito
para las gentes de la escuela de cine en una gran sala: el cine Callao, de
Madrid. La proyección fue un éxito de clamor. Cuando, unos días más tarde, fue
premiada en el Festival de Cannes, con mención especial al guión, la película,
que estaba a punto de ser retirada del Capitol antes de la semana de
proyección, se convirtió en el mayor éxito del cine español. Entonces, todo
fueron alabanzas y parabienes de los mismos que se habían burlado de la
película y, sobre todo, de su artífice principal: aquel pesado inseguro y sin
autoridad que se llamaba Berlanga. Este éxito, que quizá en un país normal
habría significado el espaldarazo y la carta blanca, en nuestro país sólo
sirvió para que mi nombre se pudiera pronunciar sin sonrojo en el entorno de la
industria cinematográfica y para que se me aceptara como posible realizador en
nuevos proyectos.
Sólo la escueta opinión
del caudillo de las Españas podía ensombrecer mis perspectivas futuras si le
disgustaba la película. Cuando algunos ministros del Gobierno insistieron en
que yo era un anarquista, un bolchevique y un comunista, él se limitó a decir:
—Berlanga no es un
comunista, es mucho peor que eso: es un mal español.