La entrevista 


Todas las temporadas de mi carrera como niñera 
arrancaban con una ronda de entrevistas tan surrealmente 
idénticas que a veces pensaba si las madres no se habrían 
pasado unas a otras un manual secreto en la Asociación 
de Padres en el que se les dice cómo hacerla. Esta 
toma de contacto inicial era tan repetitiva como un ritual 
religioso y me daban tentaciones de, justo antes de que la 
puerta se abriera, arrodillarme, hacer una genuflexión o 
decir: «¡Que empiece la función!». 

Ningún otro acto representaba este trabajo con mayor 
exactitud, y siempre empezaba en un ascensor más 
bonito que la mayoría de los apartamentos neoyorquinos. 

La cabina forrada con paneles de nogal me asciende 
lentamente, como un cubo en un pozo, hacia una posible 
solvencia. A medida que me acerco al piso indicado inspiro 
profundamente; la puerta se abre ante un pequeño 
vestíbulo que da paso, como mucho, a dos apartamentos. 
Toco el timbre. Experiencia de niñera: ella siempre espera 
a que llame al timbre, a pesar de que el vigilante de seguridad 
del portal la ha avisado de mi inminente llegada 

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y probablemente esté esperando detrás de la puerta. De 
hecho, es posible que lleve esperando ahí desde que hablamos 
por teléfono hace tres días. 

El oscuro vestíbulo, decorado con un sombrío papel 
Colefax y estampados de flores de Fowler, siempre tiene 
un paragüero de latón, un grabado de caballos y un espejo, 
en el que realizo una última comprobación rápida de 
mi aspecto. Parece que me hayan aparecido manchas en 
la falda durante el viaje en tren desde la escuela, pero por 
lo demás estoy muy bien: dos piezas de punto, falda de 
flores y unas sandalias imitación de Gucci que compré en 
el Village. 

Ella siempre es menudita. Su pelo es siempre lacio y 
fino; parece que siempre inhala y nunca exhala. Siempre 
lleva unos carísimos pantalones deportivos, zapato bajo 
de Chanel, una camiseta de rayas francesas y chaqueta 
blanca de punto. Pro-bablemente, unas discretas perlas. 
En siete años y tropecientas entrevistas el modelo «soy 
una mamá muy sencilla con mis pantalones deportivos 
pero imponente con unos zapatos de cuatrocientos dólares
» no ha variado. Y es sencillamente imposible imaginarla 
haciendo algo tan poco digno como lo que hace falta 
hacer para quedarse embarazada. 

Sus ojos se clavan directamente en la única mancha 
de mi falda. Me ruborizo. Todavía no he abierto la boca 
y ya estoy en desventaja. 

Me hace pasar al recibidor, un espacio inmenso con 
el suelo de mármol reluciente y paredes gris champiñón. 
En el centro hay una mesa redonda con un jarrón con 
flores que parecen a punto de morir, pero que no se atreven 
a marchitarse. 

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Ésta es mi primera impresión del Apartamento que 
me recuerda una suite de hotel: inmaculada pero impersonal. 
Hasta el dibujo infantil solitario que veré más tarde 
sujeto con cinta adhesiva a la nevera parece sacado de un 
catálogo. (En los superfrigos con revestimiento de color 
personalizado no se pegan los imanes.) 

Se ofrece a recogerme la chaqueta, mira con desdén 
el pelo que mi gato me ha dejado pegado para darme 
suerte y me ofrece algo de beber. 

Lo correcto es que yo diga: «Un poco de agua me 
vendría bien». Pero muchas veces tengo la tentación de 
pedir un whisky escocés, sólo para ver cómo reaccionaría. 
Luego me invita a pasar al salón, que varía del esplendor 
aristocrático al funcionalismo de Ethan Allen, 
dependiendo de lo antigua que sea la fortuna familiar. 
Me señala el sofá donde de inmediato me hundo un metro 
entre los cojines, convertida en una niña de cinco 
años sepultada entre montañas de cretona. Ella se yergue 
por encima de mí, tiesa como una vara en una silla que 
parece terriblemente incómoda, con las piernas cruzadas 
y una sonrisa tensa. 

Ahora empezamos la verdadera entrevista. Dejo 
con torpeza el vaso de agua húmedo en un posavasos al 
que parece que habría que poner un posavasos. Ella está 
abiertamente radiante de felicidad al comprobar que mi 
etnia es evidentemente aria. 

—Bueno —arranca animada—, ¿cómo es que acudiste 
a la Asociación de Padres? 

Ésta es la única parte de la entrevista que se parece 
en algo a una conversación profesional. Vamos a hacer 
filigranas por evitar ciertas palabras, tales como «niñera» 

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y «cuidado de niños», porque serían de mal gusto y nosotras 
nunca, pero nunca, admitiríamos que estamos hablando 
de la posibilidad de que yo trabaje aquí. Éste es el 
Sagrado Pacto de la relación madre-niñera: hablamos de 
un placer, no de un trabajo. Sencillamente estamos «conociéndonos 
un poco», de la misma manera como me 
imagino que una prostituta y un cliente hacen sus negociaciones 
mientras intentan no cargarse la atmósfera. 

Lo más cerca que llegamos a la idea de que yo hago 
esto por dinero es el tema de mi experiencia como niñera, 
que yo describo como un hobby apasionante, muy similar 
a la cría de perros guía para ciegos. A medida que 
progresa la conversación, me convierto en una experta 
en desarrollo infantil, que intenta convencernos a ambas 
de la necesidad de satisfacer mi propio espíritu criando a 
un/a niño/a y participando en todos los estadios de su 
crecimiento, un simple paseo al parque o a un museo se 
convierte en un viaje de gran valor sentimental. Cito divertidas 
anécdotas de mis pasadas ocupaciones refiriéndome 
a los niños por sus nombres: «Todavía me maravilla 
el progreso cognoscitivo que experimentaba 
Constance con cada hora que pasábamos en el foso de 
arena». Me noto parpadear y me veo a mí misma girando 
el paraguas al estilo Mary Poppins. Ambas nos quedamos 
unos instantes en silencio, imaginando mi estudio empapelado 
con dibujos pintados con los dedos y diplomas de 
doctorado de Stanford. 

Ella me mira expectante, preparada para mi demostración. 


—¡Me encantan los niños! Me encantan sus pequeñas 
manitas y pies y los sándwiches de mantequilla de caca


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huete y que se me pringue el pelo de mantequilla de cacahuete 
y Elmo, me encanta Elmo, y tener el bolso lleno 
de arena y jugar al corro, ¡nunca me canso!, y la leche de 
soja y las mantitas de bebé y la interminable lluvia de preguntas 
para las que nadie tiene respuesta, quiero decir, 
¿por qué el cielo es azul? ¡Y Disney! ¡Disney es mi segunda 
lengua! 

Las dos oímos la canción En un mundo nuevo como 
fondo musical cuando le aseguro que cuidar de su hijo 
sería, más que un privilegio, una aventura. 

Está abrumada, pero aún quiere llegar más al fondo. 
Ahora quiere saber por qué, si soy tan fabulosa, quiero 
cuidar de su hijo. Vamos a ver, ella lo ha parido y no 
quiere cuidarlo, ¿por qué iba a hacerlo yo? ¿Estoy pagando 
la financiación de un aborto? ¿Es para fundar un 
grupo de izquierdas? ¿Cómo es posible que ella haya tenido 
tanta suerte? Quiere saber qué estudio, qué pienso 
hacer en el futuro, qué pienso de los colegios privados de 
Manhattan, a qué se dedican mis padres... Respondo con 
todo el sentimiento y la mayor desenvoltura de la que 
soy capaz, tratando de inclinar la cabeza levemente como 
Blanca Nieves cuando escuchaba a los animalitos. Ella, 
por su parte, prefiere adoptar una pose más Diane Sawyer, 
esperando respuestas que le confirmen que no estoy 
allí para robarle el marido, las joyas, las amigas o su hijo. 
Por ese orden. 

Experiencia de niñera: en ninguna de mis entrevistas 
se han comprobado mis referencias. Soy blanca. Hablo 
francés. Mis padres son universitarios. No tengo 
piercings visibles y he ido al Lincoln Center en los dos últimos 
meses. Estoy contratada. 

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Se levanta con renovadas esperanzas. 

—Permíteme que te enseñe la casa... 

Aunque ya hemos entrado en contacto, ha llegado 
el momento de que el Apartamento juegue su baza más 
fuerte. Cuando entramos en ellas, las habitaciones parecen 
sacudirse el polvo ellas mismas para añadir aún más 
brillo a las superficies ya cegadoras. Este Apartamento 
ha nacido para que lo recorran. Cada habitación, enorme, 
se conecta con la siguiente mediante una serie de 
minipasillos, con el espacio justo para contener un original 
enmarcado de éste o de aquél. 

Con independencia de que lo que tengan sea un bebé 
o un adolescente, durante el recorrido nunca se descubre 
el menor vestigio de un niño. De hecho, no existe 
el menor vestigio de nadie: ni una sola fotografía familiar. 
Más tarde descubro que todas están discretamente encerradas 
en marcos de plata de Tiffany y hábilmente arracimadas 
en un rincón del cuarto de estar. 

La ausencia de un par de zapatos tirados o de un sobre 
abierto hace que resulte difícil creer que el escenario 
por el que me conduce sea tridimensional; parece un 
apartamento como del Potemkin. En consecuencia, cada 
vez me siento más incómoda y más insegura de cómo demostrar 
el asombro que se espera de mí sin decir: «Sí, ñora, 
qué bonito qu’és tó esto; amos que sí», con un fuerte 
acento barriobajero y acompañado de una reverencia. 

Afortunadamente, ella está en movimiento perpetuo 
y no se presenta la ocasión. Se desliza en silencio delante 
de mí y me sorprende lo frágil que parece su complexión 
en contraste con el recargado mobiliario. Fijo la 
mirada en su espalda mientras pasamos de una habita


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ción a otra, en las que se detiene brevemente para hacer 
un gesto circular con la mano y decir el nombre de la estancia, 
y yo asiento con la cabeza para confirmar que, 
efectivamente, es el comedor. 

Durante el recorrido, dos informaciones me tienen 
que quedar muy claras: 1) que pertenezco a un nivel inferior, 
y 2) que tengo que estar en alerta máxima para que 
el niño o niña, que también pertenece a un nivel inferior, 
no raye, rompa, manche o estropee un solo elemento del 
apartamento. El guión codificado de esta comunicación 
es como sigue: ella se vuelve y «menciona» que realmente 
no tendré que hacer ningún trabajo de casa y que Hutchison 
«prefiere» jugar en su cuarto. Si existiera la justicia 
en el mundo éste sería el momento en que se tendría 
que dar a las niñeras unas barreras de las de cortar carreteras 
y una pistola de dardos adormecedores. Estas habitaciones 
están destinadas a convertirse en la maldición 
de mi existencia. A partir de este momento, más del noventa 
y cinco por ciento de este apartamento no será más 
que el decorado borroso de carreras, súplicas y órdenes 
terminantes del tipo «¡¡Deja la lechera de porcelana de 
Delft!!». También estoy a punto de conocer más clases 
de líquidos limpiadores que tipos de suciedad supiera 
que existían. Será en la despensa, guardados en una estantería 
alta encima de la lavadora-secadora, donde descubra 
que la gente importa de Europa detergentes especiales 
para la taza del váter. 

Llegamos a la cocina. Es enorme. Con unos cuantos 
tabiques podría albergar fácilmente a una familia de cuatro 
miembros. Ella se detiene y apoya una mano de uñas 
perfectas en la encimera, adoptando una pose familiar, 

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como un capitán al timón a punto de dirigirse a la tripulación. 
Sin embargo, yo sé que si le preguntara dónde está 
la harina, el resultado sería media hora de búsqueda 
entre utensilios de cocina sin estrenar. 

Experiencia de niñera: puede que en esta cocina 
consuma montones de agua Perrier, pero nunca ha comido 
en ella. De hecho, a lo largo del trabajo nunca la 
veré comer nada. Aunque no es capaz de decirme dónde 
está la harina, probablemente puede localizar los laxantes 
en el armario de las medicinas con los ojos cerrados. 

El frigorífico está siempre a reventar de verdu-ras 
frescas meticulosamente troceadas guardadas en Tupperwares 
y al menos dos paquetes de tortellini de queso 
frescos que su hijo prefiere sin salsa. (Lo que significa 
que en la casa no hay ninguna salsa tampoco para mí.) 
También está la sempiterna leche orgánica, una botella 
de vino Lillet abandonada, mermelada Sarabeth y montones 
de ginkgo biloba refrigerado («para la memoria de 
papi»). El congelador está hasta arriba del secreto inconfesable 
de mami: congelados de pollo y polos. Al mirar el 
contenido del frigo pienso que la comida es para el niño; 
los condimentos para los mayores. Uno puede imaginarse 
una comida en la que los padres meten palillos en un 
bote de tomates desecados Grace’s mientras la criatura se 
empapuza una orgía de fruta fresca y comida congelada. 

—La verdad es que las comidas de Brandford son 
bastante sencillas —dice señalando los alimentos congelados 
mientras cierra el congelador. Traducción: pueden 
darle de comer esa mierda los fines de semana con la 
conciencia tranquila, porque saben que yo le prepararé 
comidas macrobióticas de cuatro platos entre semana. 

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El día llegará en que mire los coloristas envases del congelador 
muerta de envidia, mientras recaliento el arroz 
salvaje de Costa Rica para mayor seguridad digestiva del 
crío de cuatro años. 

Abre la despensa (que es lo bastante grande como 
para ser la casa de veraneo de la familia de cuatro miembros 
que podría vivir en la cocina) y revela un nivel de 
provisiones como para el holocausto nuclear, como si la 
ciudad estuviera en peligro permanente de ser saqueada 
por una banda de fanáticos de la comida sana de cinco 
años. Está a tope de toda clase de zumos envasados, leche 
de soja, leche de arroz, galletas orgánicas, barras de cereales 
orgánicas y frutos secos orgánicos que se le hayan 
ocurrido al nutricionista consultado. Los únicos productos 
con aditivos son los de una estantería de galletas 
Goldfish variadas, entre las que se incluyen las sin sal y 
las poco populares con sabor a cebolla. 

En toda la cocina no hay ni rastro de alimento lo bastante 
grande para llenar la mano de un adulto. A pesar 
del mítico «coge lo que quieras», pasarán unas cuantas 
noches de famélicas cenas a base de pasas antes de descubrir 
la balda superior, que parece estar protegida por 
trampas y cubierta de polvo, pero contiene los muy codiciados 
regalos de gourmet que han sido abandonados a 
su suerte por mujeres que consideran que el chocolate es 
como una granada en la caja de Pandora. Bombones de 
Barney, trufas de Saks, chocolatinas de Martha’s Vineyard, 
cosas todas que devoro como una adicta al crack en 
el cuarto de baño, para evitar que el crimen quede grabado 
por una posible cámara de seguridad. Me imagino 
que luego emiten la grabación en Hard Copy: «Niñera 

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(borracha de delirio) es descubierta rasgando el envoltorio 
de celofán de unos Godivas de la Pascua del 92». 

Es en este momento cuando empieza con las Reglas. 
Ésta es una parte muy agradable del proceso para 
cualquier madre porque es su oportunidad de demostrar 
cuánta dedicación y esfuerzo ha supuesto criar a su criatura 
hasta el momento. Habla con una extraña mezcla de 
animación, confianza y convicción arrebatada: está muy 
segura de lo que dice. Yo, a cambio, adopto mi expresión 
más interesada pero compasiva, como si dijera: «Sí, por 
favor, cuénteme más, estoy fascinada», y «Debe de ser 
terrible para usted tener un niño alérgico al aire». Y así 
comienza la lista: 

Alérgico a los lácteos. 

Alérgico a los cacahuetes. 

Alérgico a las fresas. 

Alérgico al barniz con propano. 

A algunos cereales. 

No come arándanos. 

Sólo come arándanos si están cortados en rodajas. 

Los sándwiches tienen que estar cortados en horizontal 
y con corteza. 

Los sándwiches tienen que estar cortados en cuartos 
y SIN corteza. 

Los sándwiches deben cortarse mirando al este. 

¡Le encanta la leche de arroz! 

No come nada que empiece por la letra M. 

Todas las porciones tienen que estar medidas; no se 
le permite comida extra. 

Todos los zumos tienen que estar rebajados con 
agua y los tiene que beber en un vaso cerrado encima del 

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fregadero o en la bañera (preferiblemente hasta que 
cumpla los dieciocho años). 

Toda la comida se le servirá encima de un mantel de 
plástico, con una toallita de papel debajo del plato y con 
el babero puesto todo el tiempo. 

En realidad, «si pudieras desnudar a Lucien antes 
de comer y darle una regada con la manguera después, 
sería perfecto». 

NADA de comida ni bebida dos horas antes de acostarse. 


NADA de aditivos. 

NADA de conservantes. 

NADA de pipas de calabaza. 

NADA de pieles de ningún tipo. 

NADA de comida cruda. 

NADA de comida cocinada. 

NADA de comida americana. 

y... (aquí la voz asciende a un tono que sólo pueden 
oír las ballenas) 

¡NADA DE COMIDA FUERA 

DE LA COCINA! 

Yo asiento gravemente con la cabeza. Es totalmente 
lógico. 

—Dios mío, por supuesto —me oigo decir. 

Ésta es la Fase I para atraparme en el plan, para crear 
en mí la sensación de cohesión. 

—¡Estamos juntas en esto! ¡La pequeña Elspeth es 
nuestro proyecto común! ¡Y no le vamos a dar de comer 
nada más que judías mung! 

Me siento como una embarazada de nueve meses 
que acaba de descubrir que su marido piensa criar al niño 

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en el seno de una secta. Sin embargo, en cierto sentido 
me halaga haber sido elegida para participar en este proyecto. 
Acaba la Fase II: estoy sucumbiendo a la fascinación 
de la perfección. 

El recorrido continúa hasta la habitación más lejana. 
La distancia entre la habitación del niño y la de los 
padres siempre se establece en un rango entre muy lejos 
y realmente muy, muy lejos. De hecho, si hay otro piso, 
su habitación estará allí. No se puede evitar imaginar al 
pobre crío de tres años despertándose con una pesadilla y 
poniéndose un salacot y cogiendo una linterna para ir en 
busca de la habitación de sus padres, armado sólo con 
una brújula y un valor a prueba de bomba. 

La otra señal reveladora de que nos estamos acercando 
a la Zona Infantil es el cambio de decoración, de 
falso oriental desvaído a un estilo Mondrian de colores 
primarios o bien a colores pastel Bonpoint, muy Kennedy. 
En cualquier caso, Martha ha pasado por allí... en 
persona. Pero el efecto es extrañamente inquietante; obviamente, 
es la idea de un adulto de lo que es una habitación 
infantil, como evidencia el hecho de que todos los 
grabados de la primera edición de Babar, firmados, cuelguen 
por lo menos a un metro por encima de la cabeza 
del niño. 

Tras haber asimilado las Reglas, estoy lista para conocer 
al niño burbuja. Me dispongo a encontrarme con 
una unidad de cuidados intensivos completa, con cableados 
estilo Louis Vuitton IV. Imaginad mi sorpresa ante el 
torbellino que atraviesa la habitación hacia nosotras. Si 
se trata de un chico, el movimiento recuerda al del Demonio 
de Tasmania, mientras que si es una chica se pare


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ce más a una secuencia de los Mosqueteros, con dos piruetas 
y un grand jeté incluidos. El niño se siente impelido 
a esta actividad por una reacción pauloviana al perfume 
de la madre que se acerca. El encuentro se desarrolla de 
la manera siguiente: 1) El niño (acicalado como si le fuera 
la vida en ello) se lanza en línea recta hacia la pierna de 
su madre. 2) En el preciso instante en que las manos del 
niño se cierran alrededor de su muslo, la madre agarra 
hábilmente las muñecas de la criatura. 3) Simultáneamente, 
esquiva el abrazo uniendo las manos del niño que 
dan una palmada delante de su cara y se inclina para decirle 
hola y volverle la mirada hacia mí. Voilà. Ésta es la 
primera de múltiples representaciones de lo que yo llamo 
el «Reflejo Espátula». Posee tal ritmo y exactitud 
que me dan ganas de aplaudir, pero en lugar de hacerlo 
respondo a mis propios estímulos paulovianos ante sus 
caras expectantes. Caigo de rodillas. 

—¿Por qué no os vais conociendo un poquito?... 

Éste es el pie para que empiece la parte de la prueba 
que yo llamo «Juega con el Niño». A pesar de que todos 
sabemos que la opinión del niño es irrelevante, entro en 
un estado de actividad psicótico. Juego como si yo fuera 
el espíritu de la Navidad e incluso más, hasta que el niño 
alcanza un efervescente frenesí de interacción, con el estimulante 
añadido de la infrecuente presencia de la madre. 
El niño está educado en la teoría Montessori del juego: 
sólo se sacan los juguetes de su cubículo de nogal de 
uno en uno. Yo compenso la ausencia del caos infantil 
habitual con un despliegue de voces, pasos de baile y un 
conocimiento profundo de los Pokemon. En breve el 
niño me está pidiendo que le lleve al zoo, que me quede 

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a dormir y que me vaya a vivir con ellos. Éste es el momento 
en que la madre, que ha estado observando sentada 
en el borde de la cama con sus tableros de puntuación 
mentales, interviene para anunciar que «Ya es hora de 
despedirse de Nanny. ¿No te encantaría volver a jugar 
con Nanny otro día?». 

La asistenta, que todo este tiempo ha permanecido 
encogida en una mecedora de tamaño infantil en un rincón, 
le ofrece un sobado libro de cuentos en un débil intento 
de igualar mi despliegue de entusiasmo y retrasar 
el inevitable berrinche. Durante unos segundos se da una 
repetición del Reflejo Espátula en una versión ligeramente 
más sofisticada, que esta vez acompaña el desplazamiento 
de la madre y el mío propio fuera de la habitación 
y el golpe de la puerta, todo en una sola acción 
ininterrumpida. Ella se pasa la mano por el pelo mientras 
me conduce otra vez al silencio del apartamento con un 
largo y quejumbroso: 

—Bueno... 

Me da mi bolso y nos quedamos de pie en el vestíbulo 
al menos otra media hora, antes de que dé por concluida 
la entrevista. 

—Bueno, ¿y tienes novio? 

Éste es el pie de la parte de la prueba llamada «Juega 
con la Madre». Va a pasar la noche en casa: no menciona 
ni una inminente llegada del marido ni planes para 
salir a cenar. La escucho hablar de su embarazo, de Lotte 
Berk, de la última reunión de la Asociación de Padres, de 
la insoportable asistenta (abandonada a su suerte en la 

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Zona Infantil), de su maravilloso decorador, de la sarta 
de niñeras desastre que han pasado antes que yo y de la 
pesadilla de la guardería. Completada la Fase III: estoy 
realmente emocionada, no sólo voy a poder cuidar de un 
niño delicioso, ¡además tengo una nueva mejor amiga! 

Para no quedarme atrás, me oigo hablar en un intento 
de establecer mi estatus como persona de mundo; 
cito nombres, lugares y marcas. Luego, para no intimidarla, 
conscientemente me critico a mí misma con humor. 
Me doy cuenta de que estoy hablando mucho, demasiado. 
Parloteo sobre los motivos por los que dejé 
Brown College, por qué dejé mi última relación... y no es 
que sea de las que lo dejan todo, ¡no, no, no! ¡Una vez que 
me decido por algo, me atengo a ello! ¡Y tanto que sí! 
¿Le he hablado ya de mi tesis? Estoy revelando información 
que durante meses se sacará a colación repetidamente 
en torpes intentos de establecer una conversación. 
Pronto no hago otra cosa que cabecear y repetir 
«¡Claro, claro!», mientras tanteo a ciegas el picaporte de 
la puerta. Por fin, me da las gracias por venir, abre la 
puerta y me deja llamar al ascensor. 

Las puertas del ascensor se empiezan a cerrar pillándome 
a mitad de una frase y me veo obligada a poner 
el bolso delante de la célula fotoeléctrica para poder acabar 
un reflexivo comentario sobre el matrimonio de mis 
padres. Nos sonreímos la una a la otra y sacudimos las 
cabezas como autómatas hasta que la puerta se cierra 
compasivamente. Me derrumbo contra ella, exhalando 
por primera vez en una hora. 

Unos minutos después el metro recorre veloz Lexington 
devolviéndome a la escuela y al trajín de mi propia vida. 

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Me dejo caer en el asiento de plástico y las imágenes del 
prístino apartamento flotan en mi cabeza. Estas estampas 
se ven interrumpidas por un hombre o una mujer (a veces 
por ambos) que recorre el vagón mendigando unas monedas 
mientras arrastra todas sus posesiones materiales en 
una desgastada bolsa de la compra. Con la mochila apretada 
contra mi regazo y la adrenalina de la actuación normalizándose, 
las preguntas empiezan a aparecer. 

¿Cómo llega a convertirse una mujer adulta e inteligente 
en una persona cuyo estéril reinado se reduce a cajones 
de lencería ordenados por orden alfabético y sustitutos 
de la leche importados de Francia? ¿Dónde está el 
niño en esta casa? ¿Dónde está la mujer en esta madre? 

Y ¿cómo encajo yo en esto exactamente? 

Al final, en todos los trabajos llegaba un momento 
crucial en que el niño y yo parecíamos ser las únicas personas 
tridimensionales que se movían sobre los tableros 
de mármol a cuadros blancos y negros de aquellos apartamentos. 
Eso hacía inevitable que alguien cayera. 

Pensándolo con perspectiva, era una trampa desde 
el principio. Ellos te necesitan. Tú necesitas el trabajo. 

Pero hacerlo bien es perderlo. 

Que empiece la función. 

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