EL HOMBRE QUE SOÑABA

 

La verdad es un puzzle cuyas piezas nunca encajan. Sólo la ficción las ensambla. Olaro


 

DEDICATORIA

 

Advertencia

 

Éste es el libro que, probablemente, nunca debiera haber escri­to. Carmen Balcells, mi agente literaria, tuvo la culpa. Me sugirió que escribiera una autobiografía. Yo no tengo autobiogra­fía. Sólo huellas dactilares. La huella que todo escritor deja a su paso es la literatura. Y los sueños, el ADN delator. El resulta­do es, sin duda, azaroso. Me gustaría poder reducirlo a una sim­ple ecuación: Recuerdos + Sueños + Imaginación = Aventura Si la ecuación se verificase, éste sería un auténtico libro de aventuras. La aventura de escribirlo y la aventura de leerlo. Tam­bién un libro de viajes. Por sitios reales y por sueños verdaderos. A ratos, una historia de ficción. La vivida y la imaginada. Con personajes que existen o existieron, y conocí. Yo soy uno de ellos. En cierta manera, también podría ser una novela de amor desesperado. Por la belleza perdida, imposible de recuperar. Por personas que pasaron y no volverán. Por tiempos y lugares que nunca llegaremos a conocer. Tiempos extraños. Aún más


extraños que los extraños tiempos que nos ha tocado vivir. Salvo cuando la anécdota lo requiera, he procurado sosla­yar la mención de aquellos que conforman mi más íntimo en­torno, hijos, amigos y familiares, cuya presencia en un estricto relato de mi vida sería abrumadora e indispensable. Las reminiscencias fílmicas del título son reveladoras. El cine ha sido, para mí, la sombra más tangible de los sueños, y mis avatares para atrapar esa sombra en la luz de la pantalla, como todo combate con fantasmas, cobran un carácter irrisoria­mente épico. Por ingenuas que resulten, relataré alguna de las peripecias, iniciales y casi iniciáticas, que ese combate ha gene­rado. En cambio, apenas aludiré a los libros para evitar la re­dundancia de escribir sobre lo escrito y porque el acto literario no tiene historia. Se hace en solitario y sentado. Así mismo, he considerado oportuno comenzar por un recuento de fragmentos del diario que mi padre me escribió desde el día en que nací. Antecedentes donde mi memoria no alcanza. Contexto y punto de partida para las imágenes, sensa­ciones y avatares de un itinerario que se emancipa del orden y concierto habitual en biografías o novelas y da al traste con la unidad temática que suele capsular el libre acontecer. Los sue­ños forman parte del recorrido. La vida también. Y, al desper­tar, todo será recuerdo. Incluido el de un libro que, probable­mente, no debiera haber escrito y que, con seguridad, algunos no deberían leer.


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Dedicatoria Apenas la conocí. No sé ni cómo se llamaba. Casi no la recuer­do, pero no he podido olvidarla. Vivía en Maliaño, un pueblo cerca de Santander. Nadie quería acercarse a ella porque era pobre, desaliñada y se hacía pis encima. Yo tenía quince o dieciséis años. Depende de que fuera julio o agosto. Era septiembre. Estaba de vacaciones con mi padre y mis hermanos pequeños. Siempre fui el mayor. Solía hacer ex­cursiones en bicicleta, nadaba en el mar entre pedregosos espi­gones y jugaba al fútbol en prados de hierba alta con botas y ba­lón de reglamento, porque mis padres estaban separados y mi madre vivía con un famoso entrenador de fútbol. Las botas habían pertenecido a un jugador sueco, un tal Carlsson, y yo las engrasaba todos los días así como el balón de cuero, que infla­ba con la bomba de la bicicleta. También tenía una camiseta rojiblanca, que me venía grande. Estos pertrechos, por su bas­tarda procedencia, despertaban más murmuraciones que admiración y, desde luego, no contribuían a que jugara mejor, porque Carlsson no calzaba mi número y el balón, en hierba mo­jada, pesaba demasiado. Pero lo que hacía a cualquier hora era escribir una fábula épica con ínfulas románticas en flagrante contradicción con mis lecturas de serie negra, mis escarceos con el teatro del absurdo y cierto resabio existencialista. Dicho de otra manera, Victor Hugo había ganado la partida a Dashiell Hammett, a Samuel Beckett, a Jean-Paul Sartre y al sacrosanto balompié. No desvelaré la trama del relato en cuestión. Baste saber que, tiempo después, lo quemé con otros escritos de adolescen­cia. Y nunca me arrepentí. El caso es que, por aquel entonces, quería ser escritor y me aplicaba a ello en los lugares más insos­pechados, a la intemperie, emulando a los pintores impresionis­tas cuya obra y vida admiraba. Sobre mis rodillas, a modo de caballete, un cuaderno de espiral con tapas duras y hojas cuadriculadas hacía las veces de lienzo. El lápiz era el pincel y mi asiento una piedra o un tronco de árbol. Las frases cobraban color conforme las letras les daban vida. No importaba que sólo fuera literatura, el mundo real cedía ante el mundo imaginado, el entorno se esfumaba y el universo entero confluía en el papel garabateado. En una ocasión, mientras yo capturaba al vuelo las palabras con pulcritud de entomólogo y avidez de cazarrecompensas, aquella chica a la que todos rehuían vagabundeaba solitaria. Salí de mi ensimismamiento, y la vi. Huraña. Asustadiza y acechante al tiempo. Me observaba.


A distancia, para no molestar. Difusa por el contraluz del atar­decer. Permanecía inmóvil, una trémula quietud sólo alterada por la brisa intermitente que mecía el cabello y la mustia falda, demasiado larga y holgada. Cuando le pedí que se acercara, esquivó mi mirada y se fue. Tuvimos otro encuentro casual antes de vernos por última vez y creo que le hablé, aunque no sé lo que le dije ni si me contestó. Las sensaciones prevalecen sobre los hechos. A veces, los sentidos avalan recuerdos que la memoria no sustenta. Un acuoso reflejo es la línea que separa los hechos recordados de los imaginados, y el más leve soplo desbarata la frontera. No hay recuerdo que no tenga algo de fantasía ni fantasía que no se nutra de recuerdos olvidados. En las afueras de la memo­ria, sólo las sensaciones quedan. Me parece que fue en el paso a nivel, cerca del chalet don­de habitaban dos hermanas distinguidas cuyo padre agonizaba de cáncer en la habitación con ventana a la plaza. Siempre ce­rrada. Conmigo iban otros chicos de mi edad. En bicicleta. Des­montamos porque estaba a punto de pasar un tren. Ella espe­raba junto a la vía. Entreveo su postura dislocada por la timi­dez, avergonzada porque yo le había dirigido la palabra delante de los demás. O eso creo. Percibo su malestar y una especie de desconcierto por parte de mis acompañantes, mezcla de estupor y tácita reprobación. No en vano sus padres les habían prohi­bido tener trato con esa muchacha, como si la pobreza fuera un


delito y la infelicidad una enfermedad contagiosa. Se decía de ella que, cuando se ponía nerviosa, «se meaba por las patas abajo» y que era hija de madre soltera o de padres separados, como yo. Indeleble estigma para los prejuicios provincianos de la época. Hubiera querido hacerle saber que a mis ojos era mil veces mejor que todos aquellos hijos de papá en bicicleta, y casi tan distinguida, a su manera, como las dos hermanas cuyo pa­dre se moría al otro lado de la puerta en compañía de un cura que pasaba días y noches al pie del lecho, sin que se permitie­ra la entrada a nadie, ni siquiera al médico, mientras ellas, las hijas, alternaban con su madre, risueñas y discretas, como si no pasara nada. Puede que fuera sólo un paripé, pero requería valor. Y estilo. Sin embargo, ellas no me inspiraban piedad, ni lo pretendían, y la joven desamparada, aunque tampoco lo pre­tendiera, me infundía una desazonadora compasión. Quise ofre­cerle alguna ayuda que no ofendiera su orgullo, un gesto pro­tector, una palabra amable de despedida. Pero no lo hice. Pasó el tren, se alzó la barrera y nos alejamos pedaleando. Acabé el relato y se acabó el verano. Mi padre, mis herma­nos y yo estábamos sentados en el compartimiento de tercera, destino Madrid, cuando de improviso, segundos antes de que el tren arrancara, ella subió al vagón y, venciendo su enfermi­za timidez, me dio una pluma estilográfica chapada en oro, que había comprado, o puede que robado, para mí. Sobreponiéndome a la sorpresa, intenté rechazar el regalo, pero su mirada implorante me hizo comprender que debía


aceptarlo. Y así lo hice, sin tiempo para darle las gracias, por­que tuvo que bajar en marcha y, cuando me asomé a la venta­nilla, ya no estaba. No la volví a ver. No sé lo que habrá sido de ella. Pero, cincuenta años después, cuando escribo estas lí­neas que nunca leerá, siento su silenciosa presencia. Por eso quiero dedicarle este libro. Sea quien sea, esté donde esté. Y decirle también que tengo la sensación de haber encontrado la pluma dorada que daba por perdida.

 

G. S.

 

 

Primera edición: mayo, 2005 © 2005, Gonzalo Suárez © 2005,

Random House Mondadori, S.A. Travessera de Gracia, 47-49.

08021 Barcelona

 

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