El rostro de américa

 

A John Ford le preguntaron en cierta ocasión su definición del cine: «¿El cine?», cuentan que dijo. «¿Usted a visto caminar a Henry Fonda? Pues eso es el cine.» Por ese oscuro misterio de las cámaras, a Hank –como le conocían sus amigos, dentro y fuera de la profesión– le bastaba su presencia para hacerse dueño de la pantalla, de la situación, y reinar entre los actores y entre el público con una naturalidad desconcertante y con un estilo que parecía inexistente por su elegancia y su sencillez.

En una era de dioses y diosas hollywoodienses, Fonda se convirtió en leyenda por ser “uno de los nuestros”. Durante décadas representó la quintaesencia de la credibilidad; su personalidad limpia y fresca, la escasa profusión de gestos y su voz suave, sin disonancias, suscitaba la identificación y la comprensión. El hecho de que pudiera ser Abe Lincoln en un momento y el joven Frank James en otro no demostraba su versatilidad; mostraba simplemente que los espectadores podían creer todo lo que Hank quería que creyesen. Como ha observado Peter Bogdanovich, «cuando Henry Fonda dice algo, lo crees... Esta es una cualidad de las verdaderas estrellas y nadie la tiene más que Fonda». Hay una trascendente honestidad y sinceridad a su alrededor, tanto si interpreta a un sheriff o a un forajido, un abogado o un criminal, un profesor o un granjero, un presidente o un sacerdote.

Alto, delgado y parsimonioso, Hank caminaba con pasos característicamente largos y se movía con una plácida pero inconfundible autoridad, andares que sólo pueden ser calificados de felinos en su delicada deliberación. Como señaló un crítico, «no camina, flota». Su excepcional fotogenia hizo el resto. Sus ojos maravillosamente azules y el aspecto resuelto de su mandíbula, con una boca rematada por unos labios perfectamente dibujados que podía, cuando se abría en una sonrisa, contradecir brillantemente la tristeza que sugería su rostro, se equilibraban mutuamente. Uno de estos rasgos físicos te incitaba a desafiarle, mientras el otro te ablandaba, y al mismo tiempo te persuadían de que aquellos ojos habían visto vastos espacios, las grandes llanuras, barridas por el polvo. A estos atractivos, se sumaba una timidez inflexible y agresiva, y una inclinación por la contención que garantizaba la solidez de cualquier producto.

En contraste con la vehemente imagen del otro protagonista favorito de Ford, John Wayne, Henry representaba una calmada, preocupada decencia. La suya era una figura de razonada integridad, dirigida siempre a superar a sus oponentes utilizando la persuasión en vez de la fuerza, cuando era humanamente posible. Un ensoñador idealismo emanaba de su mirada profunda –de una pureza casi trasparente– y de su sonrisa forzada de héroe infeliz perseguido por el infortunio. Resultaba encantador cuando sonreía y conmovedor cuando su rostro reflejaba preocupación.Y se ha dicho que de todos los actores de cine, Fonda tenía el rostro más típicamente americano, rematado por un inconfundible acento del Medio Oeste, tan calmado y seco como las propias llanuras.

Apenas encarnó otra cosa que americanos, e incluso entonces nunca fueron personajes extravagantes. Siempre eran hombres creíbles. Y aunque hizo unos cuantos papeles épicos, viniendo de él nunca parecían ser más grandes que la vida. Sus interpretaciones, como su imagen en la pantalla, estaban construidas en torno a una honestidad sin pretensiones, un naturalismo aparentemente carente de arte ante el que se tenía la tentación de pensar que no interpretaba cuando lo hacía, sino que se limitaba a ser estatua ante la cámara, cuando en realidad escondía una gran cantidad de trabajo duro. «Mi objetivo», señaló una vez, «es que el público nunca debe ver girar las ruedas, no debe ver el trabajo que hay detrás de esto. Debe parecer sin esfuerzo y real». Fonda parecía no necesitar el gesto: le bastaba con mirar para ahorrar la retórica de la gestualidad, milagro que muy pocos han logrado en su oficio.

Henry también reconocía sus limitaciones: «No me piden que haga Shakespeare o clásicos de la Restauración, porque aún soy de Omaha, Nebraska. Nunca he tratado de apartarme de eso. Cuando lo he intentado, me he sentido falso y si me siento falso no es bueno. Soy del Medio Oeste y estoy orgulloso de ello... No creo que necesite disculparme por estar limitado». Era verdad. No lo necesitaba, porque eso era exactamente lo que le había convertido en una estrella. En el teatro mantuvo su magnetismo durante años. Y en el cine fue ascendiendo peldaño tras peldaño hasta situarse en ese especial Olimpo de las estrellas.

Su personaje en la pantalla solía ser inteligente, cauto, melancólico, solitario y a veces hosco, de decisiones lentas pero –llegado el momento– fulminantes. Era la encarnación del americano medio que se crece ante las adversidades. Sin embargo, había un lado más oscuro en su carácter, que raramente aparecía en la pantalla, aunque de vez en cuando le daban papeles antipáticos e incluso, al final de su carrera, de villano, una rareza en la filmografía de este lacónico actor de Nebraska; simplemente, Fonda era sinónimo de héroe.

De su rostro dijo una vez el novelista John Steinbeck que era «un cuadro de opuestos en conflicto». Quizá sea esa ambivalencia permanente la que le permitió, a través de una mirada penetrante en la que hay destellos de ambigüedad, encarnar con poder de convicción a esos aludidos “malos”, lleno de fría (y por ello doblemente brutal) violencia. El propio Hank era consciente de este aspecto menos amigable: «En realidad no me gusto a mí mismo. Nunca lo he hecho. La gente me confunde con los personajes que interpreto». Quizás por esa razón, sólo era realmente feliz cuando estaba trabajando: «Fui condenadamente afortunado por convertirme en actor... Actuar para mí es ponerme una máscara. La peor tortura que puede sucederme es no tener una máscara tras la que ocultarme».

John Ford proporcionó a Fonda algunas de sus mejores máscaras. Fue el serenamente heroico Wyatt Earp en la mítica Pasión de los fuertes, el pionero Gil Martin en Corazones indomables y el patético Tom Joad en Las uvas de la ira, cuyo poder emocional dio validez al ligeramente sospechoso populismo de esa película. El cineasta irlandés también hizo un astuto uso del lado más oscuro del actor, dándole el papel del arrogante coronel que lleva a sus hombres a una matanza en Fort Apache. Y no podemos olvidar que hizo de él, con una nariz postiza y mucho talento, nada menos que El joven Lincoln.

Camaleónico, Henry asumió un aspecto distintivo en cada película. Para Abraham Lincoln, llevó el pelo ondulado, enfatizando la angulosidad de su cara. Para Gil Martin, llevó coleta. Y para Tom Joad, una gorra subrayaba la severidad de la mirada de sus ojos azules. En las tres películas, Fonda encarnó una inmaculada integridad y nobleza. En Pasión de los fuertes, su Wyatt Earp es el epítome de la contención. En este filme y en Fort Apache, Hank llevó mostacho. La imagen hirsuta disminuye el candor juvenil de una década antes, y en Fort Apache acentúa la idea de un hombre ansioso por reclamar su estatus, así como por enmascarar alguna inseguridad escondida. Ayudado a subir a su caballo por un desconcertado Capitán York (John Wayne), el Coronel Thursday (Fonda) exige su sable de oficial y, entonces, ensalzando a York para que dirija el regimiento, se adentra en el cañón para unirse a sus acosadas tropas y morir con honor. Este último diálogo entre los dos hombres se revela en retrospectiva como un simbólico relevo de la antorcha de Fonda a Wayne en el universo de los westerns fordianos.

Con su aire de melancólica determinación, Henry era ideal para aquellas películas en las cuales un individuo solitario –a regañadientes pero tenazmente– se resiste al consenso: el único que protesta contra un linchamiento en Incidente en Ox-Bow, la conciencia discrepante en el arquetípico drama judicial Doce hombres sin piedad. Por otro lado, aunque careció del genio personal de un Cary Grant para el cine de suspense, estuvo soberbio en Falso culpable. El pesimista impacto claustrofóbico de este filme derivó en gran medida de la intensidad de su interpretación, convirtiéndola en una rareza entre las obras del cineasta británico que se ganaban las simpatías del público más allá de un nivel superficial. También sabía hacer comedia, aunque aquellas que se cruzaban en su camino raramente valían gran cosa. Las tres noches de Eva fue una chispeante excepción, con Hank conservando una atractiva solemnidad frente a la astuta aventurera Stanwyck.

Dos veces en su carrera abandonó Hollywood: para irse a la Marina durante la guerra, y después, entre 1948 y 1955, para volver a su primer y eterno amor, el teatro. En esa época dijo que estaba cansado de interpretar escenas para el equipo de cámara. No era esnobismo, simplemente el deseo de actuar para un público de pago. Sólo la insistencia de Ford le atrajo de nuevo para llevar a la pantalla su éxito de Broadway “Mr. Roberts”. Irónicamente, los dos hombres discutieron vehementemente durante el rodaje, llegando incluso a las manos, y cerrando con ese triste episodio un capítulo esencial de la historia del cine.

Los años sesenta y setenta no fueron especialmente brillantes. Los papeles nunca le faltaron, pero las películas eran cada vez más aburridas, con Fonda completando estólidos cameos en la piel de figuras autoritarias. Sergio Leone, sin embargo, le ofreció el rol más oscuro de su carrera en Hasta que llegó su hora. Henry lo interpretó hasta el límite, acribillando a indefensos niños de nueve años con evidente entusiasmo, y lo hizo sin perder la credibilidad, un milagro para un actor de sus características. Su último filme, En el estanque dorado, le dio su largamente esperado Oscar al Mejor Actor y su primer buen papel en años. La dignidad de su interpretación, y la de Katharine Hepburn, rescataron la cinta del burdo sentimentalismo, convirtiéndola en una emotiva oración de despedida.

Cuando le preguntaban por la longevidad de su carrera, Hank señalaba que siempre había tratado de evitar quedar encasillado. «Es divertido para mí como actor hacer diversos papeles y no quedarme anclado en ninguno. Es probable que quedes encasillado si tú lo permites, porque si eres bueno en una cosa, te pedirán que lo hagas una y otra vez. Así que me he resistido a eso. Después de Escala en Hawai me ofrecieron muchos papeles de teniente de la Marina, pero ninguno de ellos era tan bueno, así que fue fácil decir que no. He tenido suerte. He podido escoger.»

Según cuentan aquellos que le vieron en Broadway, Fonda era tanto un maestro del escenario como de la pantalla. Pero para el mundo en general, Henry era una estrella de cine, una referencia que le provocaba un pequeño escalofrío. «Nunca ha sido un secreto que prefiero trabajar en el teatro», decía. «Es un medio mucho más gratificante y satisfactorio. Para mí las razones son obvias: en el teatro te preparas a fondo con ensayos y pruebas fuera de la ciudad. Después, cuando estrenas en Broadway, empiezas por el principio e interpretas la obra hasta el final, consecutivamente, construyendo emoción sobre emoción.»

¿Cómo pudo un hombre con tan poca pasión aparente por el cine aparecer en ochenta y cinco filmes y ganarse una reputación como uno de los actores más destacados del mundo? ¿Cómo era posible para un hombre que no tuvo preparación en el arte de actuar y no pensó en ser actor hasta que lo intentó a los veinte años, cómo era posible ser tan bueno? No tenía una tradición familiar en la que fijarse, pues la suya difícilmente podría haber sido una familia menos artística. La respuesta es muy simple: Fonda era un actor, y realmente amaba ser un actor. Puede que le disgustasen algunas de sus películas, pero había otras de las que se sentía orgulloso y sabía que su éxito en la pantalla incrementaba su prestigio en el teatro.

Henry también era pragmático sobre su trabajo en el cine. Nunca rechazó un papel, no importaba lo mala que fuese la película; pero hizo la mayor parte de sus filmes porque sabía que era necesario para mantener su nombre vivo y proporcionarle los ingresos que le permitían darse un gusto sobre el escenario. Además, estaba bien pagado y le permitía mantener un envidiable estilo de vida, aunque nunca fue una criatura social y evitaba las fiestas que tienden a ser una parte vital de la vida de Hollywood. Era un hombre tranquilo, aficionado a la pintura y a los grandes silencios. Entre los equipos de las películas y los trabajadores del teatro prefería ser llamado Hank y no Mr. Fonda, y a cualquiera que le daba el “tratamiento estelar”, le recomendaba que se “tranquilizase”.

Estrella desde su primer filme, Henry mantuvo su categoría estelar durante cuarenta y seis años, un logro del que ningún otro actor puede presumir. Los únicos otros contendientes para la longevidad, James Stewart y John Wayne, accedieron al estrellato más tarde que él. Sin leyenda ni aureola que le sirviese para acceder a los grandes titulares, tuvo, con todo, la carrera más extensa, variada y duradera que ha conocido Hollywood, e incluye creaciones de irrepetible talento junto a otras que son simplemente buenas o aceptables; pero eso sí, nunca malas: siempre había en su bocamanga una carta escondida que daba a sus creaciones menos estimulantes un toque de distinción y un destello de vigor. Y todo lo hizo con aparente sencillez.

Demócrata convencido, Fonda fue siempre un hombre liberal que evitaba las camarillas políticas y artísticas. Aparentaba ser el hombre perfecto. Pero tenía su lado oculto, sus demonios interiores, que salían a la luz en sus tormentosas relaciones con sus dos famosos hijos y en su larga serie de matrimonios fracasados. Padre infeliz, marido sin suerte, actor encumbrado, gloria mítica en vida, Hank fue el último superviviente de una generación de grandes divos, a los que acabó por desplazar a base de constancia y talento interpretativo.

Todas las leyendas de la pantalla han operado dentro de estrechos márgenes, para establecer imágenes con las que el público pueda identificarse fácilmente. Y, dentro de su campo, Henry ha dejado un cuerpo de trabajo inalcanzable para casi cualquier actor. Aunque él sólo estaba satisfecho con un puñado de sus roles cinematográficos, hay unas dos docenas de los que debería sentirse extremadamente orgulloso. Es más, Tom Joad, Abe Lincoln, Wyatt Earp y Mister Roberts están incuestionablemente entre los personajes inmortales de la pantalla.

Fonda llegó al final de su carrera consciente de que una docena de sus muchas películas forman parte del recuerdo de millones de personas. Aunque el resto –comedias ligeras, dramas pasionales, documentales propagandísticos– sólo sirvieron para rellenar una biografía artística de primera magnitud.

 

Juan Tejero

7 de marzo de 2005