BELA LUGOSI, SEÑOR DE LAS SOMBRAS

 

La mayoría de las biografías, artículos y obituarios consagrados a Bela Lugosi comienzan por el tejado, es decir, recordando sus presuntas últimas palabras («Yo soy el conde Drácula, el rey de los vampiros, soy inmortal»...) y asociándolas con el efecto vampírico con el que el Hollywood más depredador pudrió su robusta yugular. Sin embargo, Bela Blasko no fue solamente el alcohólico y drogadicto patético y acabado que compuso magistralmente Martin Landau en Ed Wood (que también), sino uno de las presencias más poderosas, magnéticas y hechizantes que jamás haya poblado una pantalla de cine.

Se puede decir que Lugosi, quien llegó al cine de terror porque en el INEM de la Fábrica de Sueños de los años veinte tal puesto estaba vacante por deserción general, fue la primera estrella del género (al margen de Lon Chaney Sr.) y el primer seductor maligno de la historia (rol tantas veces explorado, sobre todo en los noventa). El sex appeal del húngaro tuteaba en sus años de esplendor (desde el 31 al 36 aproximadamente) al de figurines como Clark Gable o Errol Flynn. Pero el sueño secreto de Lugosi no fue el conde transilvano (él mismo odiaba en secreto ser encasillado sistemáticamente como Drácula), sino formar una productora con los cimientos sólidos de su formación teatral sembrada en los escenarios de Budapest. Ser un actor «serio», respetable. No pudo ser (Lugosi era un manirroto compulsivo, los que le conocieron aseguraban que gastaba el dinero antes de ganarlo, como decía John Huston, lo cual abortó cualquier intento de vida empresarial, amén de familiar) y el actor tuvo que refugiarse en la morfina y en un contrato draconiano con la nefasta productora Monogram, culpable en parte de que su estrella se apagase definitivamente durante los años cuarenta. Al final, se vio obligado a  arrastrar penosamente la capa de Drácula por night clubs y cabarets de baja estofa, llegándose a alienar con su otro yo hasta límites nunca aclarados del todo. La leyenda a veces es una tentación irresistible aunque casi siempre se cobre un precio faústico...

En el terreno personal, Lugosi, como buen húngaro, era un tipo vehemente, impulsivo, supersticioso, mujeriego, visceral y contradictorio (aunque no tenía un duro, contribuyó activamente a la formación de asociaciones y espectáculos anti-nazis durante la Segunda Guerra Mundial y, aunque la política no le interesaba demasiado, contribuyó a la creación del sindicato de actores húngaro en 1919). Sus tres primeros matrimonios, fugaces y fatuos, apenas duraron semanas (o días). Encontró la estabilidad con Lillian Arch, que soportó veinte años sus depresiones y euforias y le dió su único hijo, Bela Jr. (quien no se cansa de honrar la memoria de su padre y defender su talento como actor y la gloriosa dignidad con la que afrontó todas sus películas, incluso los bodrios más infumables).

Hombre, aunque sumamente educado, de pocos amigos (al principio, únicamente la nutrida comunidad húngara de Hollywood), se le atribuyen enemistades legendarias y comprensibles. Por un lado, su «rival» Boris Karloff (quien se refería a él sistemáticamente como «poor Bela»), perfecto caballero y mejor actor que el soberbio Lugosi, quien no soportó el éxito de una película tan poco gótica y refinada como Frankenstein (papel que le fue ofrecido y el cual rechazó, interpretándolo unos años más tarde en Frankenstein y el hombre lobo). Y, por otro, mientras se diluía la envidia por el actor inglés dando paso a una camaradería extraña, Lon Chaney Jr., que osó poner sus sucias y ebrias manos sobre su Drácula en cierta ocasión (Son of Dracula, 1943).

Se dice que los clubs de fans de Bela Lugosi son casi tan numerosos como los de Marilyn Monroe o James Dean. Su mito ha inspirado y fascinado a generaciones enteras, que le han dedicado canciones, películas, documentales y hasta libros donde se demuestra con fotografías que aún sigue vivo, deambulando por Hollywood Boulevard, con su sombrero ancho, su bastón serpenteante y, por supuesto, su eterna capa. Su leyenda, mil veces distorsionada, estirada y esperpentizada, es utilizada hoy día para fines sociales, psicológicos, farmaceúticos (olvidando que, en su época, tal vez su adicción a la morfina y la metadona no le llegaba a la punta de la jeringuilla a todos los yonquis de Hollywood quienes, eso sí, nunca tuvieron el coraje de confesar públicamente su enfermedad) y hasta peregrinamente políticos (por ejemplo, el 20 de noviembre de 1998 apareció en las páginas de opinión de el diario «El Mundo», firmado por Erasmo, un articulito tópico a más no poder que decía: «El actor húngaro Lugosi comenzó interpretando espectros y vampiros y terminó confundiendo su propia sustancia con la de los zombis de sus guiones. Ni para dormir en su cripta se despojaba Bela del frac y de la transilvana capa de raso y acabó reclamando transfusiones de bloody mary. Dicen que, un día, se arrojó al vacío, sediento de fama y eternidad. No voló». Lo más inquietante es el título: A Aznar...).

Esta biografía, escrita siempre bajo el sabio y desmitificador consejo de Marcel Schwob («el arte de un biógrafo consistiría en valorar por igual la vida de un pobre actor y la vida de Shakespeare»), pretende un acercamiento, a veces riguroso, a veces subjetivo y a veces inevitable y ficticiamente mitómano y rumorólogo, a la vida y la obra del hombre que enloqueció (por culpa del éxito, de la ruina, del alcohol, de la droga y de los fantasmas de la libertad, del infierno y de sí mismo) sintiendo que «la lucidez es la herida más cercana al sol», que diría René Char. Por último, me gustaría agradecer la ayuda, puntual y sabia, de Johanne L. Tournier (tal vez el estudioso más fan y el fan más estudioso de Lugosi) a la hora de completar datos para este libro.

En fin, ya es hora de que crucemos el puente y dejemos que los fantasmas (y los licántropos, y los zombis y los ladrones de cuerpos del espacio y los pulpos de plástico...) vengan a nuestro encuentro...

 

 

CAPÍTULO 5

EL CREPÚSCULO DE LOS VAMPIROS

 

«Algún día, echaré la vista atrás y veré mi nombre en letras de neón apagadas. Entonces me preguntaré qué aterrorizará a la gente. Quizá la verdura o el beicon... ¿Quién sabe? Sea lo que fuera, será la vuelta del horror. Y yo... ¡volveré!»

 

(Bela Lugosi, 1939).

 

 

 

La nueva década de los nuevos terrores comenzaba de la mejor forma posible: en plena noche oscura de Walpurgis, en lo alto del monte Pelado, con todas las fuerzas del mal en concurrido aquelarre, gárgolas y ánimas en pena buscando su lugar en el purgatorio a los compases de Modest Mussorgsky. El sueño loco de Walt Disney y la lápida para todos los idealistas cinéfilos que soñaban con el reino de Oz en forma de dibujo animado omnipotente, capaz de reescribir la Biblia, inventar el cine abstrato o poner los cimientos a la odisea en el espacio. En Fantasía, Lugosi apareció y no apareció. Toda una profecía de lo que le esperaba de aquí al final de su vida (por supuesto, de aquí a la eternidad). Para el penúltimo número musical (Night on Bold Mountain/Una noche en el monte Pelado), Disney necesitaba alguien que pusiera rostro y maneras a la encarnación del Mal Absoluto, el terrible y apocalíptico dios negro: Tchernobog.

«Los personajes maléficos son los más importantes en nuestras películas. Lo controlan todo», declaraba Ollie Johnston, uno de los jefes de animación de Fantasía. El megalómano Walt no lo dudó un instante: Bela Lugosi. Daba igual seguir tirando la casa por la ventana alocadamente (por ejemplo, casi soltando cinco mil dólares a Igor Stravinsky por los derechos de su Consagración de la Primavera antes de caer que en Estados Unidos podía utilizarse su música gratis total o, por ejemplo, pagando similar cantidad al cineasta alemán Oskar Fischinger, inventor del cine abstracto gracias a sus experimentos de «filmar» sinfonías clásicas con figuras geométricas, para despedirle a los pocas semanas aduciendo «falta de coordinación en el trabajo»).

En concreto, a Lugosi le vino bien el sueldo (unos mil dólares) que le abonaron por ensayar muecas y gestos durante horas para que luego el dibujante jefe del episodio (un siniestro y visionario Vladimir Tytla) tirara el boceto a la papelera. Por fortuna, Bela ya había cobrado su cheque y Disney se encontraba enmarañado en terminar el rodaje sólo cuatro horas antes de su estreno estereofónico en Nueva York, por lo que Tytla le pidió a Wilfred Jackson (director de los dos últimos episodios del filme) que rehiciera el personaje con otro modelo para Tchernobog. Algunos apuntan a que fue el actor Nestor Paiva el sustituto. Otros, a algún ayudante del departamento de animación. Las malas lenguas, al propio Tytla. Misterio sin resolver.

Por lo visto, la «interpretación» de Lugosi, tan teatral como de costumbre, no casaba con la naturaleza pérfida y expresionista del demonio (algo que puede verse muy bien en la escena donde la sombra de su garra se alarga hasta el pueblo para despertar a las ánimas. Puro Nosferatu). Al menos, Drácula cobró su minuta. Pero la moraleja de la historia es precisamente ésa: en los cuarenta, a Hollywood (y sus cloacas) todavía le interesaba Drácula pero se había olvidado por completo de Lugosi. Querían recibir el hálito maligno que una vez insufló el conde transilvano (no importaba si era para una de dibujos o para un cóctel bufo de monstruos). La diferencia con lo que le esperaba a Bela Blasko sería que, en los cincuenta, no interesaban ni Lugosi ni Drácula. Tan sólo algo tan poco concreto como el actor que pone rostro a un villano de dibujos animados y que luego es mutilado en la sala de montaje. Si eso no es el principio del fin, que venga Tchernobog y lo vea.

 

Tras este arranque poco prometedor (aunque lucrativo), a Lugosi le volvían regularmente las esperanzas de encarnar un personaje «normal». La RKO le dió la oportunidad de ensayar frases tan poco diabólicas como («Hogar, dulce hogar», «Qué, ¿una partidita?» o «Cariño, ya estoy en casa») en la última de sus películas sobre The Saint, dirigida por Jack Hively y titulada The Saint’s Double Trouble. A pesar de (o seguramente debido a) los esfuerzos y de que su personaje no se llamaba doctor Terminus o alguna amenaza semejante sino, simplemente, «El compañero» («The partner»), el intento volvió a fracasar estrepitosamente. El público no quería a Drácula en pantuflas.

Por eso, para su siguiente película sacó la artillería pesada: la Universal, Boris Karloff y un título premonitorio: Black Friday. Por lo visto, la intervención de Karloff pendió de un hilo por culpa de su negativa tajante a interpretar un doble papel (de profesor Kingsley y Red Cannon). Al final, y gracias a la intervención de la clase noble del estudio (no hay que olvidar que Boris seguía siendo valor en alza), todo se resolvió: el doble papel (de profesor de literatura y gángster sanguinario y vengativo, metamorfosis resultante de un transplante de cerebro) pasaría a interpretarlo Stanley Ridges y Karloff se quedaría con el más jugoso doctor Sovak, personaje que en un principio estaba adjudicado a... Bela Lugosi. No importa. Bela, tan caballeroso como siempre, cedió su puesto (no sin algunas protestas, eso sí) y se quedó con el único papel importante libre del reparto: el gangster Eric Marnay. Lástima, porque su intención era componer un mad doctor completamente diferente al habitual (incluyendo la composición de anciano amable y sin rastro de pasado nazi, como en un principio se planeaba, que compuso Karloff y que se iba a convertir en su rol favorito en la década entrante). Otra vez será (eso pensaba, al menos).

 

Sobre esta cinta circula una leyenda reincidente: se dice que en los ocho escasos minutos en los que Lugosi salía en pantalla, estaba bajo los efectos de la hipnosis. Al parecer, Marley P. Hall, colega de confianza del húngaro e inductor de tales artes en su particular cosmogonía, obró tal técnica, patente sobre todo en la escena de su muerte. ¿Verdad o leyenda? Como siempre, ¿quién sabe? Aunque, según más de un testigo presencial, la artimaña fue más bien un truco promocional de la Universal que cualquier otra cosa. Sin embargo, la única verdad constatable de Black Friday, a parte de su gran calidad, es que Lugosi y Karloff no volvería a coincidir juntos en pantalla, al menos en una película de la Universal (ya que, por ejemplo, a las pocas semanas, los dos monstruos, junto a Peter Lorre, ¡por fin!, aparecerían juntos pero no revueltos en You’ll Find Out, un musical rancio de la RKO a la mayor gloria de un popularísimo programa de radio de la época: Kollege of Musical Knowledge, de Kay Kyser). La ironía del asunto es que, en el filme, ambos mitos no compartieron un solo plano...

Había acabado un ciclo importante. El techo estaba alcanzado. A partir de ahora, cuesta abajo. Irremediablemente. 

 

Cuando el mundo se volvía loco y dos se enamoraban en Casablanca, al este del Edén a mano derecha, al mismísimo Drácula le tocó fabricar vampiros en Devil Bat. Y vampiros diabólicos, por supuesto. Encima, el científico loco no pergeñaba fusiones en frío con nitroglicerina caliente ni dividía el átomo con aviesas intenciones. Ni siquiera una fórmula para la destrucción masiva «with a little help» de magia abracadabrante o vudú caribeño. Loción de afeitar. Tal era el auténtico «macguffin» de El vampiro diabólico, título estelar de una «nueva» productora independiente, la Producers Releasing Corporation (PRC), que olía a colonia de garrafón Monogram por los cuatro costados (lógico, ya que ambas tenían el mismo tronco que Powerty Row o Victory, aunque todas estas compañías eran de una precariedad perfectamente intercambiable. De hecho, a veces lo hacían).

Por su interés como filme-bisagra entre la época dorada y la época oxidada de Lugosi, dispongámonos a diseccionar laboriosamente los entresijos de la historia (que no tienen ni pizca de desperdicio):

Un mejunje revolucionario creado por el doctor Paul Carruthres (Lugosi) para la firma de cosméticos Morton y Heath y que resultó ser la mina de oro para sacar a la marca de la bancarrota. Sin embargo, el doctor Carruthres, en vez de hacerse asquerosamente rico con los derechos de tal invento y una ulterior participación en los beneficios, prefirió cederlos por la irrisoria suma de diez mil dólares.

Y ahí empieza a mascarse la tragedia. El científico se siente traicionado por las artimañas de Heath y sus tres maquiavélicos y asquerositos hijos (Roy, Tom y Mary) y clama venganza. ¿Cómo? Elaborando una nueva loción de frescura sin igual pero con un efecto secundario: atrae murciélagos sedientos de sangre. Sobre todo, uno del tamaño de un halcón fabricado en el propio laboratorio del doctor, como si de un Frankenstein zoológico se tratase.

–Es una nueva fórmula para una loción de afeitar. Huélela. Prueba unas gotas. Extiéndela por la parte tierna del cuello. Agradable, ¿no? –le camela al pobre Roy, que había ido a visitar, tras la fiesta de los Heath, al doctor para entregarle su primer chequecito de cinco mil dólares.

«Bonito cheque, ¿verdad doctor? Son ricos gracias a ti. Era tu dinero el que te han dado como un hueso arrojado a un perro fiel.» La voz en off de Lugosi va revelando su transformación de doctor Carruthres a míster Devil Bat-man. La metamorfosis, conocida, perfeccionada y corregida al dedillo por el húngaro desde las tablas chirriaban carcomidas en los escenarios de Budapest. Pan comido.

Seguidamente, el científico se dirige a su laboratorio, oculto tras una falsa pared y un pasadizo, y suelta al súpermurciélago:

–Esta noche tienes trabajo.

Hasta nueve bichos (¿?) salen por la ventana, precediendo al auténtico devil bat, que cae en barrena hacia el cuello recién perfumado de Roy, cuyo cadáver reconoce, ironías del destino, su propio verdugo:

–Nunca había visto nada igual. La vena yugular está cortada de cuajo –diagnostica con enorme frialdad.

El caso cunde con velocidad paralela al pánico, por lo que el redactor jefe del Daily Register de Chicago envía a Heathville (sí, sí, como el de los cosméticos Heath) al apuesto Johnny Layton, un reporter a investigar el círculo privado de Heath («el tipo que produce esos pringues para que las mujeres no usen agua y jabón»). A Johnny le acompaña un fotógrafo estúpido («Murciélago... ¿no habrán sido esos hombres leopardos africanos?»), patoso y perfectamente colocado de «contrapunto de galán» llamado One Shot McGuire (aunque en la versión española se traduce libremente «One shot», en vez de por «Único disparo», por «El certero»).

La pareja de chicos de la prensa inicia sus pesquisas, llegando a ser recibidos por un Bela Lugosi paseando quejumbrosamente en bastón y batín, en plena luz del día.

(En ese preciso momento, nuestra memoria se activa y visualizamos a Lugosi, decrépito, paralizado y carcomido por la morfina, partiendo suavemente el tallo de una flor. Pero no es Lugosi. Es Martin Landau, medio siglo más tarde, en la escena más emocionante de Ed Wood. ¿O sí lo es?)

Volvamos al pasado (quizá secándonos alguna furtiva y digna lágrima por el camino), donde el doctor Carruthres sigue su cruzada malvada dándole a probar la loción demoníaca a Tom, otro de los hijos de Heath:

–No creo que uses jamás otra loción distinta –le dice con media sonrisa.

Ahora salen del laboratorio cinco murciélagos y el grande, que aterriza como un saco de cuero encima de Tom, el cual lucha desaforadamente con la «bestia» exactamente igual como lo haría unos años después contra un pulpo de plástico en Bride of the Monster.

Los titulares de prensa se espantan ante la amenaza (con la silueta de un murciélago sobrevolando cada página de periódico como efecto especial) que, en su escalada criminal, secciona, esta vez, el cuello de Donald Morton. La alarma crece por segundos, mientras «El certero McGuire» busca su exclusiva fotografiando a un murciélago de trapo colgado en un cable rudimentario. Por la radio, un estirado «científico» («tal vez la mayor autoridad del mundo en vida animal», según anuncia el locutor), afirma que es imposible la existencia de un murciélago así, a la vez que desenmascara la treta del inútil fotógrafo al leer en el bicho una etiqueta de «made in Japan».

Por su parte, Johnny  quiere pillar al doctor Carruthres llevándole un frasco de su propia loción, extraída del cadáver de su última víctima y puesta en otro frasco para ver si el sospechoso pica y lo niega.

–Claro que lo reconozco. Lo fabriqué yo mismo. Posiblemente nigún científico pueda descifrar del todo su fórmula porque utilicé en su elaboración un ingrediente secreto de los lamas tibetanos...

El chafado periodista (ya free lance, puesto que el Register le mandó a la calle por su escasa efectividad) se presta a untarse loción en su propio cuello para demostrar su teoría. Minutos después, sufre el ataque del vampiro diabólico (quien, en su vuelo emite unos chillidos muy similares a los juguetes de goma de los bebés), matándole de un disparo.

El periodista lleva su presa a la policía, que le hace la autopsia:

–Posiblemente sea del Neolítico –suelta por la radio el científico de antes ante las risas de Lugosi («Imbécil. Pomposo ignorante»).

Pero a vampiro muerto, vampiro puesto. O fabricado. El doctor Carruthres cuelga como un bacalao a otro animalito y le aplica algunos pequeños rayos galvánicos (que recuerdan muy vagamente los efectos especiales de Frankenstein). Luego, le da a oler un algodón impregnado en la loción («¿Estás enfurecido, verdad?») y contempla, ebrio de maldad y sediento de venganza, el advenimiento de su segunda criatura demoníaca.

 

Un inciso vital. En ese momento, y solo en ése, empieza el declive de Bela Lugosi. Sin ánimo de malicia, cualquier observador objetivo notará un más que evidente parecido entre el rostro del mad doctor (cejas arqueadas, ojos desorbitados, boca empequeñecida por el estupor, gesto de chacota) y el de cualquier cómico perteneciente a esa estirpe de payasos (ni el menor matiz peyorativo en dicho término) que empezaba a proliferar en las pantallas de medio mundo (Totó, Abott y Costello y los posteriores Louis de Funes e incluso Jerry Lewis). Personalmente, el gesto exhibido por Lugosi en tal escena me trajo automáticamente a la cabeza a... Alfredo Landa. Y eso, en alguien que pretende dar miedo (aunque luego se pase descaradamente a la acera de la risa), es bastante revelador.

 

Cerrado paréntesis, sigamos. A continuación, el doctor visita al jefazo Heath para darle una nueva versión de la fórmula, quien le vuelve a restregar que en su día no quiso hacerse rico en vez de dedicarse a sus sueños científicos:

–¿Que si soy un soñador? Pues claro que sueño. Sueños que usted nunca comprendería.

–Sin embargo, nunca podrá controlar el destino de los hombres –le contesta Heath.

–Claro que puedo. Ya lo he demostrado. En tres ocasiones...

Glups. Ante tamaña metedura de pata, el doctor se disculpa con una sonrisita inocente y se larga con discrección, dejando muy mosqueado al patrón, que llama a la policía para alertarle sobre «el plan más diabólico que jamás un loco ha ideado». Demasiado tarde. Heath muere en las garras del vampiro. Más titulares en los periódicos. Más pánico. Sin embargo, a Mary, su hija, aún le quedan ganas de perfumarse («qué raro huele. Tal vez lo rellenó papá con una fragancia nueva antes de morir»). Frío, frío. Mientras que Johnny cotillea en el laboratorio del doctor, descubriendo el pastel, el segundo murciélago ataca a la hija de Heath, salvándose por los pelos. El ruido alerta al doctor, que también por los pelos no pilla al periodista fisgón en su catacumba maligna. Johnny vuelve a desafiarle pidiéndole que le rocíe con su loción para demostrar su inocencia. Lugosi acepta y salen juntos a esperar al supuesto asesino. De repente, Johnny echa un chorro de loción al cuello del profesor:

–¿Qué siente ahora que la lleva usted encima, como sus víctimas?

El doctor, aterrado, se teme lo peor. Y, efectivamente, lo peor ocurre: su propia criatura, el vampiro diabólico, ataca al príncipe de los vampiros, cercenando su yugular de acero:

–Me temo que es demasiado tarde para ayudar al profesor –sentencia el policía, que aún no se ha enterado de la mitad.

Mary y Johnny se abrazan mientras otra silueta alada anuncia el fin.

 

Hay algo irresistible en la decadencia, en el manto ocre del crepúsculo y la memoria de los días vencidos, en el poder otoñal. Los mejores westerns son aquellos en los que se ve caer plácidamente la tarde sobre Monument Valley, mientras Cable Hogue o Jeremiah Johnson comparten un pocillo de café con pastas o James Stewart recuerda en mitad de su viaje de retorno a ninguna parte quién mató a Liberty Valance. O cuando Robin Hood, calvo y canoso, se declara ante una Marian con patas de gallo («te quiero más que a mi sangre, más que al mar, más que al amor», como un par de años antes ya hicera casi letra por letra Bob Dylan en su Canción de boda, perteneciente a su disco Planet Waves. Cosas que pasan) con todas las hojas muertas del mundo bajo sus pies. «Las cosas que hemos visto», replicaba Falstaff a Maese Shallow entre campanadas a medianoche. Ah, la medianoche.

Bela Lugosi entró en el coma de la nostalgia, del crepúsculo, de la caída lenta, hacia 1940. También había visto muchas cosas en sus casi sesenta otoños. El balance no había sido malo del todo: dinero (poco y mal), fama, cierto poder, prestigio y, sobre todo, dulce terror. Sabía que todo se había fundido en negro demasiado deprisa, sí, pero, como le gustaba decir, «la vela se encendió por los dos lados, pero, ¡qué luz más bella dio!» ¿Quién le iba a decir al hijo del panadero que su nombre reluciría con neón propio en pleno corazón de Hollywood? Todo (o gran parte) gracias a Drácula, ya, pero... al fin y al cabo, al viejo vampiro aún le quedaban algunos buenos mordiscos que dar. Todavía no había empezado a amanecer...

 

Afuera, Estados Unidos bombardeaba Pearl Harbor. La Segunda Guerra Mundial amenazaba con teñir de bajas la armada hollywoodiense. De momento, James Stewart y Cary Grant fueron llamados a filas por el Air Corps, Robert Taylor por la Navy, se hizo «marine» y el marmóreo Victor Mature donó su cuerpo a los guardacostas. Lugosi, a pesar de ser ciudadano americano desde el 31 (curiosamente, el año cero de Drácula), se libra de su segunda gran guerra gracias a la provecta edad. Algunos bromistas apuntaron que, en realidad, Lugosi sí fue a la guerra, ya que, en 1942, el doctor (más mad doctor que ninguno de ficción) Lythe S. Adams propuso al presidente Roosevelt equipar murciélagos con diminutas bombas incendiarias y lanzarlos sobre las ciudades enemigas.

Increíblemente, el proyecto tuvo luz verde y se reclutaron diez millones de «vampiritos», colocándoles una bombita de doce gramos de peso en cada torso. Cada arma tenía capacidad de arder durante ocho minutos con llamas de unos veinticinco centímetros. Cada avión transportaría unos tres mil kamikazes devil bats, que debían ser arrojados (con paracaídas, claro) a unos trescientos metros de altitud. En el último momento se desestimó la dadaísta idea porque la bomba H era pelín más mortífera.

Sin embargo, no pierde el tiempo. Organiza a lo largo y ancho de Estados Unidos funciones teatrales, proyecciones de películas, recitales (haciendo gala de sus excelentes dotes oratorias) y espectáculos diversos en favor del Comité Húngaro Anti-fascista. Las recaudaciones se destinan a la Resistencia europea y a las víctimas del nazismo (qué poco recuerdan estos detalles poco vampíricos los «biógrafos» amarillistas y sepultureros, por cierto).

En la pantalla, Bela interviene hasta en cuatro películas más (amén de El vampiro diabólico). La mayoría, malas de solemnidad. La primera, The Black Cat, que poco o nada se parecía a su homónima de 1934. A pesar de tener el sello de la Universal, estar protagonizada de nuevo por Basil Rathbone y llevar la firma de nada menos que cuatro guionistas (tal multiplicidad suele ser siempre sinónimo de baja calidad), el filme se parecía aún menos al relato de Poe que su predecesor. A Lugosi le tocó en suerte (o en desgracia) interpretar a Eduardo, «el guardián de los gatos», que se paseaba felinamente por la «vieja casa oscura» (todo un subgénero) sin mediar casi palabra. Lo único memorable de la cinta fue la presencia siniestra de Gale Sondergaard en su único filme junto al húngaro.

Un mes más tarde (en mayo), Bela se pasó a Monogram, estudio cutre donde los haya (recordar Shadows of Chinatown y Sam «Jungla» Katzman, el mismo que vistió y calzó aunque refugiado en otras empresas «victoriosas») en el cual tuvo la poco feliz idea (obligado por, de nuevo, la precaria situación económica, eso también) de firmar un cruel contrato por nueve películas. La primera de ellas fue The Invisible Ghost, donde ni hay fantasma ni es invisible. Bueno, en realidad sí hay espectro: el de la señora Kessler (Polly Ann Young), muerta en accidente de tráfico (eso parece, el guión de los hermanos Martin tampoco lo aclara) y aparecida regularmente para atormentar y/o alegrar la rutina a su difunto marido (Lugosi). Tupido y respetuoso velo.

La siguiente del lote fue Spooks Run Wild, nueva ocasión para que Drácula desempolvase la capa y, bajo el humillante pseudónimo de «El monstruo» campase junto a su colega freak Angelo Rossitto (un simpático enanito muy solicitado en filmes de serie Z o peor de la época) a través de un castillo plagado de trampas y cosas raras.

Un digno paréntesis a semejante carnaval lo pone, en diciembre del 41, la Universal con uno de sus ultimísimos clásicos: El hombre lobo, vehículo de lucimiento de Lon Chaney Jr. y oportunidad de Lugosi para interpretar uno de sus papeles más «jugosos», según Curt Siodmak, guionista: su tocayo Bela «el gitano», el licántropo que infecta a Larry Talbot. Sin embargo, el rodaje fue una pesadilla. Pese a la voluntad conciliadora de Waggner, Lugosi se empecinó en interpretar al protagonista (tanto dentro como fuera de las pantallas). Dentro no lo consiguió y fuera casi. Siodmak, llegado a ese punto, calificó al actor como un «apestado».

 

El año siguiente tampoco iba a ser como para tirar cohetes. En abril, Lugosi volvería a ser el peludo Ygor en The Ghost of Frankenstein, secuela de secuela rodada bajo los auspicios de una Universal que empezaba a ser sombra de serie B de lo que fue. «Ygor resurrection», además, ya que, en la anterior película (Son of Frankenstein, recordemos), moría en brazos de Karloff. Ahora, sin embargo, monstruo y lazarillo disfrutarán de otra compañía: la de un licántropo (Lon Chaney, Jr.), también reanimado por culpa de un rayo. Juntos emprenden la búsqueda de Ludwing, segundo hijo del barón, para obligarle a transplantar el maquiavélico cerebro de Ygor en la cabezota indestructible de Frankenstein. Ludwing (papel interpretado por Cedric Hardwick), en cambio, pretende que el cerebro no sea el de Ygor sino el de un científico amigo suyo, víctima de la ira del moderno Prometeo. Pero Ygor hará cambiar los cerebros en el momento más inoportuno, desencadenando la tragedia.

A pesar de que la atmósfera viciada seguía teniendo idéntica electricidad ambiental que en La sombra de Frankenstein, que la retorcida trama entroncaba con la buena savia del fantaterror cuarentero y que Lugosi tenía más minutos de cámara que el anterior Ygor, The Ghost of Frankenstein es precisamente eso, un espectro tibio. Gran parte del encanto de tal vez el mejor secundario jamás interpretado por Bela queda diluido, empequeñecido. Sombra de una sombra.

Tras esta escapada a la Universal, de la que volvió a salir escaldado por culpa del choque de egos entre estrella y productor, Lugosi sigue cumpliendo religiosamente su contrato con Monogram. Aquí no había papeles secundarios. Letras gigantes. Exclamaciones hiperbólicas. Amazing. El mismo mes en que The Ghost of Frankenstein recibía claquetazo, comenzaba el rocambolesco rodaje de Black Dragons (que incluyó intentos de secuestro, desapariciones misteriosas de material y otras leyendas). Si el guión de Casablanca fue famoso por su naturaleza dúctil, maleable y hasta caótica, el que aquí escribió Harvey Gates le gana por varios cuerpos (y ahí se acaba la similitud, por supuestísimo). «Un hito menor en el cine incoherente», le calificaba con benevolencia “Filmax Magazine”. Con unos elementos dejados caer indiscriminadamente a modo de guión (desapariciones misteriosas, cadáveres que aparecen sin lógica alguna en sitios como la embajada de Japón o un riachuelo cualquiera, sabota           jes a los postres, asesinatos de quita y pon y demás juegos de manos), Lugosi encima debió cumplir doblemente con el embolado, interpretando al usual cara/cruz villano/víctima (Dr. Melcher/míster Colomb) y poniendo la mejor cara de póker que su dignidad le permitía. Por suerte, el rodaje duró poco (un par de semanas). Había que empezar otra película rápido.

La del mes siguiente (mayo del 42) fue The Corpe Vanishes (El ladrón de cadáveres, único título made in Monogram estrenado en España, por cierto), con otra ración de mad doctor para Lugosi (que ya estaba empatado con Karloff en batas blancas), en este caso un tal Lorenz, una especie de Robin Hood de la institución matrimonial que se dedicaba a robar el hálito a las novias a pie de altar (gracias a unas orquídeas hechizadas, que recuerdan bastante a la loción de afeitar de The Devil Bat) para insuflárselo a su maltrecha esposa (papel interpretada por Elizabeth Russell, en la vida real suripanta). Un momento estelar lo constituye la explicación de la mad couple a una periodista (Luana Walters) intrigada por sus hábitos matrimoniales:

–Efectivamente, dormimos en ataúdes, querida –le responde Lugosi con una mueca que da grima–. Mucha gente los encuentra mucho más cómodos que una cama.

El clímax (por decir algo) de la película llega cuando se descubre la «poeiana» escena del encantamientos (con todas las novias en estado comatoso yaciendo líricamente sobre el laboratorio) y ambos cónyuges se degüellan en un desenlace tan moralizador como paranoico. Mientras, las princesas prometidas salen del trance y, como si nada, regresan en brazos de sus petimetres tortolitos en busca de otros conjuros. En fin.

Pasado el verano, el mismo equipo técnico de The Corpse Vanishes (con Wallace Fox al frente en las tareas directivas, o eso decía él) se reunió en torno al aquelarre de la Monogram para «crear» Bowery at Midnight, un remake sin tapujos y sin permisos de The Dark Eyes of London, donde Lugosi volvía a interpretar un doble papel (el amable profesor de instituto Brenner de día y el pérfido gangster y criminal Karl Wagner de noche) en otra chapuza típica del estudio, que contenía escenas tan poco probables como el profesor reavivando a sus víctimas zombies en pleno síndrome de abstinencia (circunstancia que algún malicioso crítico aprovechó para lanzar paralelismos de mal gusto).

Un respiro a tanto desmán lo volvería a poner la Universal, quien, al mes siguiente e intentando exprimir el antiguo filón, llamó a su antiguo astro para protagonizar, junto a Lionel Atwill de nuevo, Night Monster, cinta, a pesar de todo (explicaciones peregrinas, desapariciones de personajes súbitas, topicazos...) digna, menospreciada y hasta ignorada por completo (al igual que su director, Ford Beebe, autor de The Phantom Creeps).

 

 

La última gran película de la Universal se rueda al año siguiente, en marzo de 1943. Era inevitable, viendo cómo concluye The Ghost of Frankenstein (y viendo las sabrosas recaudaciones que reportó), que el estudio le hiciese un nuevo estiramiento de piel al viejo y ajadísimo monstruo.

–Así que vamos a hacer Frankenstein Wolfs the Meat Man (Frankenstein lobea al hombre-carne, en macarrónico castellano) –le comentó escéptico y cachondo Curt Siodmak al productor George Waggner ante el gesto torcido de éste.

Pues sí. Con un argumento más o menos continuador (el licántropo Larry Talbot resucita gracias a un rayo de luna, viajando al hogar de Frankenstein en Vasaria, vía Maleva, para encontrar el secreto para volver a la normalidad, matando una doncella de camino. Mientras, el doctor Frank Mannering llega también a Vasaria para intentar persuadir a Talbot de que regrese a Inglaterra para someterse a tratamiento, cosa que rechaza, huyendo con Frankenstein del doctor, de la baronesa y de los lugareños aguerridos, que se encargaron de dinamitar la presa, el castillo y algunas cosas más), los productores pretendieron que, no se sabe si para ahorrar costes (a pesar de los taquillazos de Abbott y Costello, la reciente Las mil y una noches les costó un potosí), un solo actor encarnase a hombre lobo y Frankenstein. El problema era quién. La Universal tenía más o menos claro que Chaney tenía que seguir siendo el licántropo, aunque si Karloff se decidía... Además, Karloff juró y perjuró que no volvería a colocarse los tornillos y las cicatrices de la criatura jamás de los jamases (justamente al poco le tocaría hacerlo varias docenas de veces durante las 66 semanas que duró la gira teatral de Arsénico por compasión. Ya se sabe: nunca digas...)

«¿Y si se lo ofrecemos a Lugosi?», se oyó desde el fondo del estudio. Las cabezas se giraron y, sin molestarse a comprobar de qué boca había partido la osadía, hicieron cábalas. La Monogram no había dejado a Bela en situación de exigencia. Además estaba «lo de» la droga, sus frecuentes crisis psicológicas, sus nervios, su mujer e hijo... bueno, y por si fuera poco, al final de The Ghost of..., Ygor le donaba su cerebro al monstruo, así que... no hay más que hablar. Alguien recordó que, en 1932, el extranjero que no sabía una palabra de inglés rechazó el papel porque «no había diálogo en el personaje». Todos rieron.

 Eddie Parker y Gil Perkins visitaron a Lugosi en su barata guarida a las afueras de Hollywood, le contaron la película, le engolosinaron con un salario que luego se reduciría a la mitad y le aseguraron algunos gramos de vieja gloria. Bela les miró con ojos amarillos y respondió:

–Esta vez hablaré, ¿no?

Sí, habló.  Ése fue otro problema añadido. El diálogo de Frankenstein daba risa. No era tanto problema del guión de Siodmak (que cuando rodaba con su amigo Roy William Neill se sentía como un forajido...) sino la interpretación afectada como pocas de Lugosi. «No problema». El estudio cortó las líneas que le producían sonrojo y arreglados, aunque al ver la cinta uno no acabe de comprender del todo las motivaciones y algunos comportamientos de la criatura.

Tales desmanes se pudieron maquillar a base de casting, multiplicando los focos de atención para que el público no se prendase demasiado con Frankenstein (muchos espectadores despistados, además, ni se dieron cuenta que Lugosi era el monstruo...): además de, por supuesto, Lugosi y Chaney, Patric Knowles como el mad doctor Frank Mannering, encabeza el reparto. A poco distancia se sitúa Ilona Massey (la baronesa Frankenstein), que exigió que su nombre figurase al mismo tamaño que el de Knowles. Adució su profundo amor por el género de terror (concretamente, su presencia en The Invisible Agent el año anterior, junto a Peter Lorre). Waggner picó y la aupó en los títulos de crédito. Tras el rodaje, Massey no solo no volvió a rodar una película de terror sino que echaba pestes del género a la menor oportunidad...

También repetían gente de la Universal como Marin Ouspenskaya (Maleva la gitana), memorable en El hombre lobo, el gran Lionel Atwill (que hacía poco se había visto envuelto en un turbio escándalo sexual con menores) interpretando al mayor general de Vasaria y Dwight Frye (Frinz en Frankenstein, el inolvidable Renfield de Drácula y Rudi en Frankenstein Meets the Wolf Man), en su último papel meses antes de su muerte.

La película se lanzó a los cuatro vientos, conscientes los de la Universal del potencial público que atesoraba. Los carteles y pósters promocionales hacían hincapié en el famoso duelo final entre ambas criaturas desposeídas (aunque el dibujante no se esmeró mucho en el parecido físico de sus modelos), así como en la seductora y fatal imagen de Ilona Massey, amén de inmortalizar, gráfica y literariamente, las largas sesiones de maquillaje a las que el maestro Jack Pierce sometió a Chaney y Lugosi:

 

«Pierce se levanta a las tres de la mañana para empezar a trabajar. Sin embargo, con Bela Lugosi no tiene mucho que hacer, ya que éste se despierta una hora antes y se prepara él mismo su molde de maquillaje.»

«Su método particular consiste en un baño caliente, un poco de ejercicio facial y media hora de descanso. A continuación un masaje en cara, tronco y extremidades para que los materiales utilizados en el maquillaje no se derritan o estropeen.»

«Luego entra Jack Pierce quien, durante cuatro o cinco horas, consigue que Lugosi se parezca al terrible monstruo que podemos ver en las pantallas.»

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