Un caballero desea verle, doctor.

A través de la plaza el reloj tocó la media.

-¡Las diez y media! -dije-, ¡un visitante tardío! Há­gale pasar, por favor.

Aparté mis cuartillas y moví la pantalla de la lámpara; sonaron pasos en el rellano. Un instante después me había puesto en pie de un salto al ver entrar un hombre alto, del­gado, bien afeitado, de pelo recortado y piel tostada por el sol que me tendía ambas manos exclamando:

¡Mi viejo Petrie! ¡Seguro que no me esperaba! Era Nayland Smith, ¡y yo que le creía en Birmania!

¡Smith! -dije estrechándole las manos con fuerza-, ¡qué maravillosa sorpresa! Y, sin embargo..., qué le...

Perdóneme, Petrie -me interrumpió-. ¡No nos

pongamos al sol!

Y apagó la lámpara, sumiendo la habitación en la oscu­ridad. Me sentí demasiado sorprendido para hablar.

No dudo que creerá que estoy loco -continuó y, con la penumbra, le vi junto a la ventana atisbar hacia la ca­lle-; pero antes de que sea usted muchas horas más viejo sabrá que tengo muy buenas razones para ser precavido. Bien; nada sospechoso. Tal vez haya llegado el primero.

Y, volviendo al escritorio, encendió la lámpara.

¿Le parece suficientemente misterioso? -Se rió y

echó una ojeada ami manuscrito inacabado-. Un cuento, ¿eh? De lo que deduzco que el distrito goza de perfecta salud, ¿eh, Petrie? Bien, voy a darle algún material que, si el misterio inquietante en estado puro se puede vender, le po­drá librar a usted de tener que andar entre gripes, piernas rotas, nervios alterados y todo eso.

Le observé dubitativo, pero nada en su apariencia pa­recía justificar la idea de que sufriese alucinaciones. Le bri­llaban demasiado los ojos, desde luego, y parecía que ahora su expresión se había vuelto más agresiva. Saqué whisky y un sifón y dije:

-¿Ha tomado las vacaciones antes?

-No estoy de vacaciones -replicó; y se preparó con lentitud la pipa-. Estoy de servicio.

-¡De servicio! -exclamé-. ¿Es que le han traslada-do a Londres o algo así?

-Tengo una misión itinerante, Petrie, y no puedo sa­ber dónde estoy hoy ni dónde tendré que estar mañana.

Había algo de presagio en sus palabras y, dejando mi vaso sobre la mesa, sin haber probado el contenido, me di vuelta y le miré a los ojos.

¡Suéltelo! ¿De qué se trata?

Smith se levantó bruscamente y se quitó la chaqueta. Se arremangó la manga izquierda de la camisa y dejó ver una herida de feo aspecto en la parte carnosa del antebrazo. Estaba casi completamente cicatrizada pero tenía unas cu­riosas estrías alrededor, de una pulgada más o menos.

-¿Ha visto alguna igual antes? -preguntó.

-No exactamente -confesé-. Parece haber

sido una herida profunda.

¡Exacto! ¡Muy profunda! -exclamó-. Una púa mojada en veneno de hamadríada se metió ahí dentro.

No pude reprimir un escalofrío que me recorrió de arriba abajo al oír mencionar al más mortífero de todos los reptiles de Oriente.

-El único tratamiento que existe -continuó, vol-viendo a bajarse la manga-, es un cuchillo afilado, una ce­rilla y un cartucho roto. Me pasé tres días tirado en la selva infestada de malaria, delirando; pero, si hubiese dudado, todavía seguiría allí tirado. Y aquí está la cuestión: ¡no fue un accidente!

-¿Qué quiere usted decir?

-Quiero decir que fue un atentado contra mi vida y que ahora estoy siguiendo las huellas del hombre que ex-trajo aquel veneno, con extrema paciencia, gota a gota, de las glándulas venenosas de la serpiente, que preparó aque­lla flecha y que hizo que me la disparasen.

-¿Quién es ese malvado demonio?

-Un demonio que, si mis cálculos no fallan, está aho­ra en Londres, y que suele hacer sus guerras con armas tan agradables como ésta. Petrie, no he venido desde Birmania solamente en interés del gobierno británico sino en el de toda la raza humana; y creo de veras, aunque rezo por estar equivocado, que su supervivencia depende en gran medida del éxito de mi misión.

Decir que me había quedado perplejo no da idea sufi­ciente del caos mental que me habían creado tan extraordi­narias revelaciones, porque Nayland Smith había introdu­cido la fantasía de las junglas en la monotonía de mi vida cotidiana. No sabía qué pensar ni qué creer.

-¡Estoy perdiendo un tiempo precioso! -exclamó con aire decidido; y vació su vaso, levantándose-. He ve-nido directamente a verlo porque es la única persona en quien me atrevo a confiar. Nadie más que usted, excepto el gran jefe en el cuartel general, sabe que estoy en Inglaterra, o eso espero. Necesito alguien conmigo todo el tiempo, Petrie, es imprescindible. ¿Puede tenerme aquí y dedicar unos pocos días al asunto más extraño, le aseguro, que se le haya presentado nunca en la realidad o en la ficción?

Acepté de inmediato porque, por desgracia, mis debe-res profesionales dejaban mucho que desear.

-¡Buen chico! -exclamó estrechando mi mano con su impetuosidad característica-. Empezamos ahora mismo.

-¿Qué? ¿Esta noche?

-¡Esta noche! He pensado dejarlo, lo admito. No me he atrevido a dormir en las últimas cuarenta y ocho horas excepto a intervalos de quince minutos. Pero hay una cosa que debe hacerse esta noche, sin dilación. Tengo que pre­venir a sir Crichton Davey.

Sir Crichton Davey... de la India...

¡Está condenado, Petrie! A menos que siga mis instrucciones sin preguntas, sin vacilar, le juro por el cielo que nada podrá salvarlo. No sé cuándo recibirá el golpe, ni cómo, ni dónde, pero sé que mi primer deber es advertirle. Vamos hasta la esquina de la plaza a buscar un taxi.

Es extraño cómo la aventura se introduce en la mono­tonía cotidiana, porque, cuando aparece, casi siempre lo hace de forma inesperada y repentina. Hoy buscamos algo insólito y no podemos hallarlo: si no lo buscamos, nos es-pera en la esquina más prosaica del camino de la vida.

El recorrido de aquella noche, aunque supusiera la lí­nea divisoria entre la vulgaridad habitual y la más increíble rareza, aunque fuera el puente entre lo ordinario y lo outré, no ha dejado huellas en mi mente. El coche que nos condu­cía hacia el corazón del supuesto misterio me aburría; y al repasar mis recuerdos de aquellos días me pregunto si las avenidas bulliciosas por las que pasamos no estarían des-plegando ante mis ojos señales y portentos: advertencias.

No fue así. No recuerdo nada del trayecto y muy poco de lo que pasó entre nosotros (los dos mantuvimos un ex­traño silencio, creo) hasta que llegamos al final de nuestro viaje. Entonces:

-¿Qué es eso? -murmuró mi amigo con voz ronca.

Entre un grupo de curiosos desocupados que se apre­taban en torno a las escaleras de la casa de sir Crichton Da­vey tratando de atisbar por la puerta abierta, circulaban los agentes de policía. Nayland Smith, sin esperar a que el taxi se detuviese del todo junto a la acera, salió de un salto y yo le seguí sin perder un instante.

-¿Qué ha sucedido? -preguntó sin aliento a un guardia.

Este le miró, dudando, pero algo había en su voz y en su porte que imponía respeto.

Sir Crichton Davey ha sido asesinado, señor. Smith se echó atrás como si hubiera recibido un verda­dero golpe, y se apoyó en mi hombro con un gesto convulso. Su rostro palideció tras el intenso bronceado y sus ojos se llenaron de horror.

-¡Dios mío! -susurró-. ¡Demasiado tarde!

Se volvió con los puños cerrados y, abriéndose paso en­tre el grupo de mirones, subió de un salto las escaleras. En el vestíbulo, un hombre que era, sin duda alguna, miembro de Scotland Yard, hablaba con un criado. Otros miembros de la servidumbre circulaban, sin demasiado sentido, arriba y abajo, y la fría mano del miedo se había posado sobre to­dos ellos porque en sus idas y venidas miraban siempre por encima del hombro, como si en cada sombra se encerrase una amenaza, y parecían escuchar en busca de algún ruido que temiesen oír.

Smith llegó hasta el detective y le mostró su tarjeta. Después de mirarla, el hombre de Scotland Yard dijo algo en voz baja, asintió con la cabeza, e hizo un gesto con el sombrero en señal de respeto.

Unas pocas preguntas y respuestas breves y, en oscuro silencio, seguimos al detective escaleras arriba, caminando sobre la gruesa alfombra a lo largo de un pasillo cubierto de cuadros y bustos de antepasados, hasta entrar en una gran biblioteca. Había allí un grupo de personas, y una de ellas, en quien reconocí a Chalmers Cleeve, de Harley Street, se inclinaba sobre una forma inmóvil tendida en el diván. Otra puerta comunicaba con un estudio pequeño y, a tra­vés de ella, vi a un individuo que examinaba la alfombra a cuatro patas. El incómodo silencio impuesto, el grupo en torno al médico, la extraña figura que se arrastraba como un escarabajo por la habitación interior y el triste motivo en torno al cual se disponía toda aquella siniestra actividad formaban una escena que se quedó grabada indeleblemen­te en mi pensamiento.

Cuando entramos, el doctor Cleeve se enderezó, con un gesto pensativo.

-Si le soy franco, no me atrevo a aventurar en este momento una opinión respecto a la causa inmediata de la muerte -dijo-. Sir Crichton era adicto a la cocaína, pero hay indicios que no corresponden al envenenamiento por cocaína. Me temo que sólo podremos establecer los hechos después de la autopsia... Si llegamos a poder establecerlos -añadió-. ¡Un caso de lo más misterioso!

Smith se adelantó y se puso a conversar con el famo­so patólogo. Aproveché la oportunidad para examinar el cuerpo de sir Crichton.

• El cadáver estaba vestido de etiqueta, pero la chaqueta del esmoquin era vieja. Había sido un hombre de com­plexión enjuta pero fuerte, de rasgos finos, aquilinos, ahora extrañamente hinchados, lo mismo que los puños cerra­dos. Le levanté la manga y vi en el brazo izquierdo marcas de jeringa hipodérmica. De forma mecánica volví mi aten­ción al brazo derecho. No tenía marcas, pero en el dorso de la mano había una, débil y roja, un tanto parecida a la hue­lla de unos labios pintados. La examiné de cerca, traté in­cluso de limpiarla, pero era evidente que había sido produ­cida por algún proceso morboso de inflamación local, a menos que fuera una marca de nacimiento.

Me volví hacia un joven pálido, que había creído en-tender que era el secretario particular de sir Crichton, le hice reparar en aquella marca y le pregunté si era de naci­miento.

-No lo es, señor -respondió el señor Cleeve, que ha­bía oído mi pregunta-. Ya había hecho yo esa pregunta. ¿Le sugiere a usted algo? He de confesar que a mí no me dice nada.

-No -repliqué-. Es de lo más curioso.

-Perdone usted, señor Burboyne -dijo Smith diri­giéndose al secretario-; el inspector Weymouth le podrá explicar que estoy autorizado para proceder. Tengo enten­dido que sir Crichton fue... le atacó la enfermedad en este estudio, ¿es así?

-Sí. A las diez y media. Yo estaba trabajando aquí, en la biblioteca, y él en el estudio, como solíamos.

-¿La puerta de comunicación se mantenía cerrada?

-Sí, siempre. Estuvo abierta durante un minuto, o menos, hacia las diez y veinticinco que llegó un mensaje para sir Crichton. Se lo pasé yo, y desde luego parecía go­zar de buena salud como siempre.

-¿Qué decía el mensaje?

-No podría decirlo. Lo trajo un mensajero del dis­trito, y lo colocó sobre la mesa, delante de él. Sin duda, si­gue ahí.

-¿Y a las diez y media?

-Sir Crichton abrió la puerta de repente y se lanzó a la biblioteca dando un grito. Corrí hacia él, pero me hizo se-ñas de que retrocediera. Los ojos le brillaban de espanto. Nada más llegar a su lado cayó al suelo, retorciéndose. Pa­recía no poder hablar, pero cuando le levanté y le puse sobre el diván, balbució algo parecido a «¡la mano roja!». ¡Antes de que me diese tiempo de llegar al timbre o al telé­fono ya estaba muerto!

El señor Burboyne hablaba con un persistente tem­blor en la voz. Smith parecía encontrar algo confuso en la historia.

-¿No cree que se estaba refiriendo a la marca de la mano?

-No lo creo. A juzgar por la dirección de su última mirada, estoy seguro de que se refería a algo que estaba en el estudio.

-¿Qué hizo usted?

-Llamé a los criados y corrí al estudio. Pero allí no ha­bía absolutamente nada que no fuera lo habitual. Las venta­nas estaban cerradas con cerrojo. Trabajaba con las ven­tanas cerradas incluso cuando más calor hacía. No hay ninguna puerta más. El estudio ocupa el final del ala dere­cha, de manera que nadie puede haber entrado, mientras yo estaba en la biblioteca, sin que lo viese. Y si alguien se hu­biese escondido en el estudio más temprano (y estoy con-vencido de que es imposible hacerlo), sólo podría haber sa­lido otra vez pasando por aquí.

Nayland Smith se acarició el lóbulo de la oreja izquier­da como hacía siempre que meditaba.

-¿Y había estado trabajando aquí mucho rato? -Sí. Sir Crichton preparaba un libro importante. -¿Había sucedido algo inusual antes de esta noche? -Sí -dijo el señor Burboyne con perplejidad evidente-, pero entonces no le di ninguna importancia. Hace

tres noches, sir Crichton vino hasta mí, y estaba muy nervioso.