Introducción

Mi fascinación hacia Alfred Hitchcock empezó hace más de treinta años, cuando yo era un escolar y él estaba convirtiéndose rápidamente en una institución internacional. Cada vez más cerca de la cúspide de su popularidad a principios de los años cincuenta, estaba dándonos una película -y algunas veces dos- al año, y parte del encanto de esas películas era localizar su fugaz aparición en la pantalla cruzándose con un actor o tomando un tren. Por aquel tiempo, como si quisiera extender su voluminosa presencia directamente hasta nuestras salas de estar, se convirtió en el anfitrión de su propia serie semanal de TV. Con sus casi inexpresivas descripciones de las conductas más antisociales, me daba la impresión de ser alguien venido de otro mundo, un país donde el crimen era una rutina y la traición la respuesta típica de una persona a otra. Al mismo tiempo, su rostro te contemplaba desde los escaparates de las librerías, donde colecciones de relatos eran etiquetadas como antologías de Hitchcock. Su presencia tocaba todos los medios del espectáculo y la comunicación; difícilmente pasaba un mes sin que apareciera una entrevista a Hitchcock en los periódicos locales y las revistas nacionales.

Veinte años más tarde --en 1975, para ser exacto-, lo conocí personalmente por primera vez. Me invitó a que fuera a verle durante el rodaje de Family Plot / La trama (Family Plot, 1975), su largometraje número cincuenta y tres... y, tal como resultaron las cosas, el último. Yo estaba a punto de completar un libro acerca de sus películas, y él consiguió encontrar un poco de tiempo entre escenas para responder a algunas preguntas técnicas. Luego, un año más tarde, reconoció amablemente la publicación de mi libro El arte de Alfred Hitchcock invitándome a almorzar. Por aquel entonces, él ya estaba firmemente establecido como una leyenda, y mi admiración hacia él estaba también firmemente establecida. La admiración prosiguió sin diluirse en absoluto durante sucesivos encuentros y almuerzos. Pero en esas ocasiones discutimos tan sólo de lo que Hitchcock deseaba discutir, y yo tenía la impresión de que él dirigía las conversaciones de la misma forma en que dirigía sus películas... incluyendo tan sólo lo que deseaba incluir, para revelar tan poco como fuera posible de sí mismo y tanto como fuera posible de los demás. Siempre se mostraba cordial, pero había una cautelosa frialdad en sus modales, como si temiera un repentino desenmascaramiento de sus auténticos sentimientos, cuidadosamente ocultos. Esto, como aprendí rápidamente en base de anteriores investigaciones, era una impresión que dejaba también a menudo en colegas y asociados que lo conocían de años. Su figura cultural popular más pública se encerraba muy fácilmente dentro de una secreta concha cuando alguien mostraba interés en los niveles más profundos de su trabajo, o en su entorno o familia o vida interior o algunos largos períodos de su carrera. En tales ocasiones, era muy propenso a cambiar discretamente de tema.

Cuando murió en 1980, le pedí a su hija, Patricia Hitchcock O'Connell -que hablaba también en nombre de su achacosa viuda-, acerca de la posibilidad de una biografía autorizada. Muy cortésmente, me comunicó la intención expresada por su padre de que no se efectuara ninguna otra investigación o trabajo acerca de su vida, y que en consecuencia la familia no iba a cooperar activamente con o contribuir a la preparación de un libro así. Esto, por supuesto, encajaba con la obsesiva pasión de Hitchcock por el secreto. Pero, después de todo, se trataba de una figura de renombre mundial, un hombre rico y poderoso; su carrera había reportado millones, y su presencia seguía fascinando e invitando a la reflexión. En lo que a mí respecta, corno un admirador de su arte había leído y catalogado durante más de una década montones de artículos y entrevistas, que ofrecían alarmanternente contradictorias afirmaciones sobre su vida, y enormes lagunas que había que llenar.

De modo que me dediqué al trabajo. Supe inmediatamente que Alfred Hitchcock había sido un notablemente pobre corresponsal, y que casi no le habían sobrevivido cartas personales. Como tampoco había redactado ni diarios ni blocs de anotaciones... un hecho que reflejaba su profunda incapacidad de comunicarse a nivel personal. Está falta de fuentes primarias escritas pareció al principio una frustrante omisión. Pero a medida que iban emergiendo los hechos, se hizo evidente que las películas de Hitchcock eran a todas luces sus diarios y sus blocs de anotaciones, y que su casi maníaca pasión por el secreto era un medio deliberado de desviar la atención de lo que esas películas eran realmente: documentos sorprendentemente personales. A medida que proseguía mi trabajo -primero en Inglaterra, donde pasó la mitad de su vida, y luego en América-, me decanté hacia los documentos públicos, registros familiares y del condado, archivos escolares y notas de estudios, así como hacia todas aquellas personas que lo habían conocido profesional y socialmente, artistas y escritores y actores que habían trabajado con él. Con excepción de un pequeño número de personas y unos importantes estudios cinematográficos, la gente se sentía más libre después de su muerte de evocar sus recuerdos, de contribuir con datos que me llevaban un poco más lejos. Gradualmente, fue apareciendo una imagen compleja, más misteriosa que ninguna de las historias que él había elegido reflejar en sus películas.

 

Marzo de 1979

Periodistas y fotógrafos, aficionados al cine y buscadores de autógrafos, y huéspedes del Hotel Beverly Hilton, se congregaron en el vestíbulo durante toda la tarde, y a las cinco y media del 7 de marzo de 1979 los recepcionistas y los botones descubrieron que sus tareas de rutina se habían hecho casi imposibles. El hotel, en la intersección de los bulevares Wilshire y Santa Mónica en Beverly Hills, California, estaba completamente lleno, y durante todo el día había una sensación cada vez más clara de que estaba a punto de producirse un acontecimiento importante que quedaría registrado para la posteridad.

A lo largo de toda la tarde, fueron estratégicamente situados armazones de tres metros de altura con focos de enorme vatiaje desde la puerta principal del hotel y a lo largo de toda la entrada hasta el gran salón de baile; kilómetros de gruesos cables negros conectaban generadores a cámaras y a luces y a tableros de control; máquinas grabadoras y montadoras y micrófonos eran desembalados y probados. Directores técnicos supervisaban a carpinteros y electricistas; hombres y mujeres jóvenes de los estudios de televisión estaban dirigiendo el tráfico dentro y fuera; y miembros del comité organizador del banquete estaban efectuando los ajustes de último minuto en la disposición de los asientos.

Mil quinientas personas iban a asistir a la ceremonia de aquella noche, y muchos millones, gracias a la tecnología, iban a poder ver por televisión una versión grabada y montada del acto dentro de aquella misma semana. Dentro del salón de baile, habían sido dispuestas ciento cincuenta mesas para una cena de cuatro platos, y se había construido un pequeño escenario, con un podio para oradores, y dominándolo todo enormes fotografías de estrellas de cine en una gran variedad de decorados y situaciones dramáticas.

A las seis, como a una señal, los primeros automóviles se detuvieron a la entrada del hotel, y los espectadores curiosos -retenidos por cordones de terciopelo y guardias vestidos de azul- tensaron sus cuellos para ver el desfile de aquellos que acudían a una cena de trescientos dólares el cubierto. Como mayordomos en un banquete real, varios jóvenes entre la multitud iban gritando en voz alta los nombres de los invitados que iban llegando; eso no era enteramente inapropiado, puesto que una gala de Hollywood ha sido durante mucho tiempo el más próximo paralelo americano a la aparición de testas coronadas. « ¡Aquí está James Stewart!... ¡Ingrid Bergman!... ¡Cary Grant! ... » Y Charlton Heston, Jane Wyman, Olivia de Havilland, Barbra Streisand, Michael Caine, Mel Brooks, Walter Matthau, Diana Ross, Christopher Reeve... La lista comprendía tanto los más veteranos ciudadanos de Hollywood como los rostros más nuevos de las series populares de televisión.

Durante aquella cálida y seca noche el American Film Institute iba a presentar su séptimo Premio a la Labor de una Vida. Todo el mundo aguardaba la llegada del ilustre ganador, pero, como de costumbre, éste saboteó sus esperanzas. Había sido discretamente escoltado al interior del hotel mucho antes aquel mismo día, e instalado en una suite del séptimo piso.

Los coordinadores del acontecimiento estaban tremendamente inquietos, porque cuando habían anunciado la elección de Alfred Hitchcock, en otoño de 1978, éste se había negado durante meses a cooperar con las ruedas de prensa y las entrevistas, y había declinado su ayuda a los complejos preparativos de seleccionar fragmentos de películas y enviar invitaciones especiales a colegas y actores. También se había negado a divulgar sus preferencias acerca de cómo manejar muchos detalles cruciales relativos a la grabación. Durante enero y febrero, sus signos vitales fueron chequeados profesionalmente cada dos días... mucho más a menudo que la costumbre de una vez por semana de los últimos cuatro años. Con un marcapasos en su corazón desde hacía casi cinco años, y con una no menguante afición al alcohol sin diluir, su preocupación por una vida tranquila e íntima era comprensible. De modo que retrasaba cualquier implicación de su persona con un acontecimiento que podría alterarle.

«Consideraba la velada como su necrológica», según David Freeman, un escritor que trabajaba con Hitchcock por aquel entonces, «Y no deseaba asistir al funeral.» Aunque sólo uno de los anteriores galardonados había muerto, había para Hitchcock algo terminal en un premio a la labor de una vida, algo que lo marcaba para la innombrable realidad de la muerte... una realidad que él había intentado disipar, como por magia simpática, en todas sus películas. No deseaba ninguna alusión, ni siquiera a través de un homenaje a su carrera, a su ya no remoto declive. « Tenía setenta y nueve años y sesenta kilos de sobrepeso», diría Freeman. «Estaba en la recta final, y lo sabía. Pero no deseaba que los demás lo supieran también.» Finalmente, unos días antes de la cena, aceptó reluctante ver a los representantes de la prensa y responder a las preguntas del personal del Instituto.

Por la mañana del 7 de marzo, Alma Reville Hitchcock, su esposa y más frecuente colaboradora a lo largo de cincuenta y tres años, leyó en el Los Angeles Times que no se esperaba que ella asistiera al acto porque, tras varias apoplejías, se hallaba parcialmente paralizada y postrada en la cama. Pequeña y frágil, siempre había parecido más delgada aún al lado de las enormes dimensiones de su marido, y la efermedad había minado a todas luces sus ener i . gias. Pero como había hecho durante décadas, logró que su notable testarudez la ayudara físicamente, y decidió en aquel mismo momento asistir; a primera hora de la tarde la enfermera de la casa la había ayudado a bañarse y vestirse, y estaba lista para partir mucho antes de que llegara el coche enviado a buscarles a su casa, que se hallaba tan sólo a quince minutos en automóvil del hotel.

Su marido la había precedido unas horas antes, porque todo el mundo relacionado con el acontecimiento había estado de acuerdo en que leyera su discurso de aceptación para las videocámaras por la tarde. La posibilidad de montar, corregir, y reordenar electrónicamente sus palabras quedaría así garantizado, y evitarían el riesgo del cansancio de Hitchcock por la noche. Además, sabían que tenía que ser mantenido lejos de las bebidas alcohólicas fuertes si querían que se mantuviera en buenas condiciones durante toda la velada. De hecho, no tuvieron un completo éxito en este aspecto, pese a su vigilancia. Un botones trajo un cubo con champán a su suite, y pese a las objeciones de los ejecutivos de los estudios que lo vigilaban durante todo el día, ordenó que el obsequio fuera entrado y abierto.

El primer atisbo de Alfred Hitchock que tuvieron los asistentes a la cena de aquella noche fue, como corresponde, en la pantalla... una imagen de Alfred Hitchcock tal como era un cuarto de siglo antes. Aquellos que ocupaban el salón de baile del Beverly Hilton y aquellos que vieron la televisión nacional cinco noches más tarde pudieron contemplar como inicio de la ceremonia a un caballero tranquilo de mediana edad... despierto, despreocupado, apenas un poco grueso. Sus palabras, recitadas en su habitual tono llano, medido, casi inexpresivo, habían sido extraídas de una antigua cinta en blanco y negro de una de sus presentaciones de su programa de televisión, pero encajaban perfectamente con la ocasión aquel 7 de marzo:

«Buenas noches, damas y caballeros... y bienvenidos al más tenebroso Hollywood. La noche trae la quietud a la jungla. Todo está tan tranquilo que pueden ustedes oír caer un nombre. Los animales salvajes han empezado ya a reunirse en las charcas para apagar su sed. Ahora es cuando uno tiene que estar particularmente alerta. El vicioso gorrón está al acecho, y el caluminador moteado puede agazaparse tras el tiesto de una palmera ... »

En las atestadas mesas del Salón de Baile Internacional se produjo una oleada de risas; luego, cuando fue anunciado el auténtico Alfred Hitchcock, nutridos aplausos dieron la bienvenida a su lenta salida por una puerta cercana al escenario. Lo que vieron no fue al genial anfitrión de la televisión, sino a un hombre aturdido y distraído, obeso y vacilante, avanzando lenta y dolorosamente por entre la multitud hasta la mesa de honor. Su evidente turbación se veía interrumpida ocasionalmente por un guiño hacia alguien a quien había reconocido, o hacia alguna atractiva mujer.

Se sentó en su lugar, con Alma a su derecha y Cary Grant a su izquierda, y saludó con una blanda inclinación de cabeza a los demás de su mesa: Ingrid Bergman, que había sido la estrella en tres de sus películas; Jarnes Stewart, que como Grant había protagonizado cuatro; Sidney Bernstein, que lo conocía desde sus primeros tiempos en el cine en Londres; Lew Wasserman, durante largo tiempo su agente y luego jefe ejecutivo de la compañía para la cual había rodado Hitchcock sus últimas seis películas. Durante toda la cena, el huésped de honor confió sus escasos comentarios únicamente a Alma. Permaneció sentado y comió y observó y respondió brevemente si algún compañero de mesa le formulaba una pregunta. Cuando se le acercaba alguien, se echaba hacia atrás como si lo aferrara un miedo mortal. Dio a todo el mundo la impresión de desear que lo dejaran solo a fin de observar los acontecimientos y admirar a las damas.

El y el resto de los mil quinientos comensales fueron servidos tan elegantemente como permitía la rapidez, puesto que el tributo, los parlamentos, la selección de films, y la presentación del premio venían después, y todo debía efectuarse y grabarse aquella noche. Nadie podía volver al día siguiente para efectuar otra toma, porque el escenario sería desmantelado y las enormes fotos retiradas apenas todos los invitados se hubieran marchado.

A las ocho y media todo estaba listo para el show, y empezó la grabación. John Houseman, un productor, escritor y actor con una larga carrera que en una ocasión se había cruzado con la de Hitchcock, presentó a la maestra de ceremonias, Ingrid Bergman. Esta dejó a un lado el guión que le habían preparado y condujo el programa con una admirable espontaneidad. Entre una selección de las películas del homenajeado, presentó a una serie de actores y escritores y directores, así como al embajador británico en los Estados Unidos, cada uno de los cuales pronunció unas palabras de formal alabanza hacia el indudable genio de Alfred Hitchcock como cineasta.

Pero cuando las cámaras giraron para registrar las reacciones de Hitchcock, no hubo ninguna respuesta, ninguna emoción evidente... tan sólo una mirada vacía. Nada apareció en la superficie, y era dificil saber lo que podía haber debajo de aquella mirada indiferente. Aquella noche Hitchcock era la cúspide de lo que había sido para el público durante toda su vida... un enigma. En años anteriores había bromeado más, pero ahora, con las debilidades causadas por la artritis, su corazón enfermo, y una feroz pasión hacia la comida y la bebida, su actitud era más sombría.

Su expresión indiferente no constituyó ninguna sorpresa para aquellos que habían estado asociados con él durante algún tiempo. Era un hombre cuyos auténticos sentimientos y miedos y anhelos, e incluso sus habituales reacciones cotidianas, resultaban difíciles de medir, y raras veces eran expresadas directamente. Eran controladas, calculadas, medidas, para conseguir el mayor efecto con el mínimo esfuerzo. Y las más profundas zonas de su vida interior se veían siempre refractadas por los ángulos y sombras de una narrativa fílmica, enfocadas y concentradas en una serie alternativa de imágenes violentas y tiernas.

Hasta 1979 había ido desgranando una serie de pequeñas anécdotas familiares que satisfacían a la prensa... una o dos acerca de los concienzudos métodos que aplicaba a la preparación de un film, una o dos acerca de las bromas pesadas que le gustaba gastar en los primeros tiempos. De sus padres y de su infancia no había dicho nunca casi nada, aparte una historia que proporcionaba una clara explicación a sus muchos films acerca de un hombre injustamente acusado de un crimen. Aquella noche contó una vez más la anécdota, pero sus palabras eran demasiado lentas y erráticas como para que los montadores pudieran utilizar nada excepto la versión de la tarde:

«Cuando no tendría más de seis años, hice algo que mi padre consideró que merecía ser castigado. Me envió a la comisaría del barrio con una nota. El oficial de servicio la leyó y me encerró en una de las celdas durante cinco minutos, diciendo: “Esto es lo que hacemos con los chicos malos”. Desde entonces, he llegado hasta donde fuera necesario para evitar el arresto y el confinamiento. Para vosotros, gente joven, mi mensaje es... ¡permaneced fuera de la cárcel! »

Este único acontecimiento infantil, insistió durante años y años, inspiró todo un bloque de trabajo cuyo motivo recurrente era el miedo a la prisión y al estar encerrado, el terror a la autoridad en el hogar y fuera de él. Aparte eso, un bosque de intimidad oscurecía el terreno de sus primeros años. Ya adulto, aparecía siempre la cultivada imagen del caballero burgués... un hombre sencillo, parecía, con una esposa y una hija y un sólo interés. Pero como el discurso grabado de aquel día, la imagen era una ilusión cuidadosamente montada.

Había en efecto muchos aspectos que conformaban el complejo carácter de Alfred Hitchcock. Estaba el poeta visual de la ansiedad y el accidente que evitaba ambas cosas y que, según muchos, merece un lugar junto con Kafka y Dostoievskí y Poe. Estaba el obsesionado técnico que trabajaba en el negocio del cine puro, intentando a lo largo de más de medio siglo hacer películas populares pero perfectas. Estaba el desvergonzado imitador de un burgués inglés. Estaba el publicista que se dedicaba a la mejora de su propia causa. Estaba el modesto hombre familiar que parecía encarnar los valores de la clase media pese a que él viajaba en primera clase. Estaba el mago, trabajando con luces y espejos con mano despreocupada y negro humor. Estaba el cronista de poco comunes estados emocionales. Estaba el excelente magnate comercial y el sufrido artista.

Su vida fue una incansable persecución de la mejor comida y vinos y comodidades y colaboradores, pero fue también una incansable búsqueda de la mujer ideal a la que adorar, el complemento perfecto del frustrado chico gordo que siempre se consideraba ser. Showman y artista, melancólico aislado y charlista divertido, gentil romántico e inflexible manipulador, se había convertido en un depositario de todo lo contradictorio que hay en la naturaleza humana. Sus sentimientos eran vertidos en la creación de sorprendentes imágenes, donde ponía sus desarticulados anhelos en labios de muchos personajes distintos; y sus más fuertes y auténticos impulsos -aquellos que corresponden a lo demoníaco y aquellos que corresponden a lo divino- eran transmutados del caudal de su propia frustrada y contradictoria vida.

Esto explica parcialmente por qué era tan reticente con respecto a esa vida, porque unos pocos hechos mencionados imprudentemente podían conducir a la gente a seguir sus huellas. Era mejor repetir unas cuantas bromas una y otra vez, mejor contar la clara explicación psicológica de la celda en su infancia, mejor dar la impresión de una rígidamente adecuada vida profesional y privada, donde todo era tan pulcro como un esquema de producción de una película. Ni siquiera la vida presumiblemente más encantadora es tan encantadora, por supuesto, y desde el principio la de Alfred Hitchcock estuvo de hecho jalonada de decepciones, sorpresas desagradables, interpolaciones de caos y crueldad.