-LAS ACTRICES DE LUBITSCH-

 

La espalda de Jeanette

 

Jeanette MacDonald no corresponde al concepto tradicional de la gran actriz, ni siquiera al de actriz cinematográfica. Su voz de cantante de opereta, su actuación encantadoramente amanerada, el ritual de la ropa interior de encaje al que Lubitsch la somete desde EL DESFILE DEL AMOR: todo está pasado de moda sin que llegue a irritar de verdad. Bajo la dirección de Lubitsch, sin embargo, Jeanette es capaz de una creación realmente cinematográfica de su papel, de una forma de modernidad destinada a desaparecer en las operetas que pronto la enfrentarán con el barítono Nelson Eddy para la MGM.

La personalidad de MacDonald fue una creación lubitschiana, y LA VIUDA ALEGRE, la última película en la que colaboraron juntos, está enteramente concebida como un homenaje a la complicidad que los unía. El cineasta impuso la actriz a un Maurice Chevalier reticente (que quería a Grace Moore) y que tenía motivos para serlo: por una vez se veía reducido a un papel de compañero a pesar del primer puesto celosamente conservado en los títulos de crédito. La larga secuencia del reservado en Maxim’s, una de las más bellas demostraciones de puesta en escena de toda la obra de Lubitsch, debe mucho a tres momentos escénicos de Jeanette MacDonald.

Danilo (Chevalier) ha atraído a Sonia (MacDonald) al reservado robándole el zapato; ella se sienta encima del diván para que vuelva a calzarla. Mientras él obedece, hay un primer plano de Jeanette MacDonald, estática, cerrando los ojos. Él le besa la mano. Vuelta al mismo primer plano de la joven, bajo una iluminación difuminada, como brumosa, sólo atravesada por el destello de las lentejuelas que cubren su vestido: parece haber pasado a un nuevo grado de éxtasis. Pero, mientras cierra los ojos aún más intensamente, un ligero fruncimiento de ceño viene a perturbar la progresión del deseo. El primer plano del principio nos mostraba a Sonia a punto de sucumbir. El segundo, a través de esa crispación que se dibuja, de una respiración que se intensifica, deja la puerta abierta a múltiples matices: deseo creciente, pero también angustia ante la pérdida del control de sí misma, miedo a pasar al acto, vergüenza de entregarse a un hombre al que se supone que ella debe venderse (para conocerle se ha disfrazado de chica ligera), desesperación por no poder impedirlo, conciencia de las consecuencias de este instante fatídico (¡puesto que está muy enamorada de él!).

Danilo se levanta para apagar una primera luz. Deja a Sonia sentada, de medio perfil, el rostro orientado hacia delante. Le seguimos. Cuando vuelve junto a ella, la pose de Sonia ha cambiado visiblemente. Su perfil se ha vuelto hacia la derecha del encuadre e inclinado hacia abajo. La actitud inmóvil es de estatua: es la pose tradicional de la reflexión, pero quizás también del abatimiento. Además, Sonia vuelve a levantar la cabeza con dificultad y dirige sus ojos hacia la izquierda del encuadre, mirando la puerta como si previera marcharse. En ese mismo plano se levanta, y la cámara la sigue, encuadrando su espalda ampliamente escotada. Danilo, que permanece fuera de campo, apaga otra lámpara. La luz se vuelve más tenue mientras Sonia detiene su marcha. Su espalda nacarada se eriza bajo el efecto del deseo o de un escalorfrío y las lentejuelas de su escote brillan todavía más.

El primer plano de Sonia nos da lugar a leer. La plasticidad de su pose muda nos da lugar a ver. Su espalda crispada nos da lugar a imaginar. En tres momentos Jeanette MacDonald cubre la gama entera de lo que una actriz puede ofrecer a un papel. La cámara, indisociable de la actuación de la intérprete, realza y suspende la emoción. Mientras que la interpretación teatral se presenta de un bloque, la actuación cinematográfica consigue yuxtaponer los toques y las invenciones sin fundirlos. Lubitsch, que había sido hombre de teatro, lo sabía muy bien. Podía ocurrirle que dejara pasar una interpretación monolítica como la de todos los actores de REMORDIMIENTO. Pero en SER O NO SER, donde lo teatral se inserta dentro de lo cinematográfico, la percepción de Lubitsch se convierte en un fascinante juego de espejos: el vaivén de lo uno a lo otro significa la oscilación entre lo natural y la representación.

 

Criaturas lubitschianas

 

Ernst Lubitsch, como muchos grandes cineastas, era un Pigmalión. Utilizaba la cámara para expresar su deseo hacia las “creaciones” que filmaba. En los tiempos de las estrellas del cine mudo, creó cinematográficamente a Ossi Oswalda y a Pola Negri, aunque esta última se negó a admitirlo; en los tiempos del sonoro, les sucedieron Jeanette MacDonald y Miriam Hopkins. Se trata de cuatro personalidades procedentes del teatro, que Lubitsch remoldea completamente para la pantalla. No borra en absoluto su teatralidad, que es una base de trabajo, sino que la amalgama con la imagen que forja de la actriz.

Ossi Oswalda representará a menudo a chicas que fingen ser otras que no son: adoptando la identidad de un autómata en LA MUÑECA, disfrazándose de chico en ICH MÖCHTE KEIN MANN SEIN. Pola Negri se consideraba actriz trágica (CARMEN), pero Lubitsch la emplea con frecuencia en papeles que favorecen lo desmesuradamente cómico (EL GATO MONTÉS). Con todo, sabrá guiarla en composiciones más matizadas, como en MONTMARTRE o LA FRIVOLIDAD DE UNA DAMA. Una vez alejada de Lubitsch, Pola Negri se dejará a menudo invadir por sus tics de teatro sin poder justificarlos. Lo mismo ocurrirá con Miriam Hopkins, con frecuencia insoportable, incluso incapaz, sin Lubitsch, de crear un personaje sensual o simpático. Bajo su férula resulta sin embargo deslumbrante; Lubitsch destaca en ella una picardía cuyo fantasma ha ido persiguiendo desde Ossi Oswalda. Su estilización teatral, que Lubitsch se niega a reprimir, se convierte en componente esencial del personaje: sus actitudes excesivas y sus inflexiones dramáticas no en vano forman parte del distanciamiento irónico de UN LADRÓN EN LA ALCOBA y sobre todo de UNA MUJER PARA DOS.

De las actrices creadas por Lubitsch, Jeanette MacDonald es una de las pocas que carecen de picardía. Incluso Pola Negri presentaba lados bufonescos en EL GATO MONTÉS. Con MacDonald el cineasta realza (para ridiculizarlo mejor en su momento) un comportamiento serio y un espíritu de decisión que contrastan con sus manierismos de cantante de opereta. Mientras que resulta claramente autoritaria en EL DESFILE DEL AMOR, estricta con las convenciones en MONTECARLO, y tal vez demasiado afectada en UNA HORA CONTIGO, en LA VIUDA ALEGRE es grave y ligera, conmovedora e irresistiblemente cómica. Cuando, después de haber languidecido mucho tiempo en ropa de luto y haber intentado en vano olvidar al inoportuno –pero seductor- Danilo, súbitamente decide dejarse llevar –pues “toda viuda tiene sus límites”-, consolida con un humor soberano el motivo lubitschiano del capricho.

 

Imágenes recibidas

 

En oposición a las intérpetes que él mismo modeló, Lubitsch se vio utilizando actrices que, antes de trabajar con él, se habían establecido en la imaginación de las masas, ofreciendo un universo ya codificado. Para el narrador económico y alusivo, la estrella establecida reúne un sistema de referencias perceptible para una gran parte del público, y es, pues, susceptible de aligerar el relato y enriquecer al personaje sin sobrecargarlo. Así, cuando Lubitsch emplea por segunda vez a Claudette Colbert, en LA OCTAVA MUJER DE BARBAZUL, ella es una estrella. Mientras que en EL TENIENTE SEDUCTOR perseguía en ella su eterno fantasma de niña traviesa, en esta segunda película da por sentado que la actriz se había convertido por aquel entonces en la encarnación del encanto continental. No desdeña el recuerdo de bufonadas pasadas (el beso encebollado o las caricias finales a Gary Cooper atado), pero en lo esencial es la imagen sofisticada y chic de Colbert la que le ayuda a crear el personaje de Nicole de Loiselle. Oponiendo su perspicacia y su espíritu “europeos” a Cooper, en el que cristaliza una idea de americanidad (de apariencia simple y sólida, pero incubando la neurosis), Lubitsch aviva la guerra conyugal y la refuerza con una batalla cultural que anuncia NINOTCHKA y SER O NO SER.

Greta Garbo impone su melancolía e incluso su severidad al universo lubitschiano. En NINOTCHKA, aunque fuese la intención inicial de la producción, el realizador no juega contra esa imagen; saca partido de ella. Todo lo que se dice del pasado de la heroína (la anécdota del lancero polaco que había querido abusar de ella y a quien ella dio una lección –“Compadeced al lancero polaco. Al fin y al cabo, yo aún estoy viva.”) se enriquece con el pasado cinematográfico de la vedette. La escena del estallido de risa es tan fuerte que el público percibe al mismo tiempo la liberación del personaje y de la actriz Garbo.

ÁNGEL es el más bello ejemplo de esa clase de interpretación. El resorte de la película es la herencia de un pasado guardado en silencio y al que sin embargo se alude sin cesar. Marlene Dietrich, confrontada por única vez con un papel de dama inglesa, era entonces portadora de la imagen cinematográfica de la que Sternberg la había dotado: en resumen, una metáfora de la prostitución. Este pasado se sobrepone al personaje de Lady Barker y autoriza lo implícito, lo no dicho, un juego al borde de lo escabroso: la secuencia del reencuentro entre lady Barker y la gran duquesa, tan cargada de referencias dudosas, funciona en parte gracias a ello. Lubitsch puede así preservar su distancia y su elegancia filmando, sin que lo parezca, el reencuentro de dos compañeras de burdel. Dietrich, glacial y marmórea como de costumbre, encontró ahí, por mucho que le pesara, uno de sus más grandes papeles. Lubitsch supo, como ningún otro, dar a los tics de la estrella un sentido, incluso una necesidad: voz baja como en un aliento, mirada vuelta hacia abajo, orlada de pestañas palpitantes, cejas arqueadas, congeladas en una perpetua interrogación... El comienzo de la película demuestra a la perfección cómo Lubitsch utiliza para su provecho la imagen preexistente de Marlene Dietrich.

Los párpados de Lady Barker

 

Lady Barker se permite una escapada parisina, viajando de incógnito. Se aloja en un hotel de lujo bajo el falso nombre de madame Brown. El recepcionista le pide el pasaporte: ¿Será descubierta?

La llegada de lady Barker a la recepción se encuadra desde el mostrador, el recepcionista aparece al margen, a la izquierda del encuadre. El rostro impávido de la guapa mujer queda ensombrecido por un sombrero ladeado que le disimula un ojo. Con ese único ojo mira fijamente al empleado y le pide una habitación. Sólo le quita de encima la mirada para bajar su famoso párpado e inscribirse en el registro. En ese momento, a través de un primerísimo primer plano, uno siente emerger por detrás de su impasibilidad una turbación naciente: el rostro se alza un poco y aparece el segundo ojo. Rápidamente mira de lado, luego parpadea y vuelve a orientar la cara hacia abajo. Este tic de actriz basta para que Lubitsch esboce el matiz de inquietud pasajera que se adueña del personaje: el rostro liso e impermeable que exhibe no es más que una máscara...

El juego de miradas de Marlene Dietrich continúa en el plano siguiente. Tras la firma en el registro y un inserto de dicha firma (“Mrs. Brown”), se retoma el encuadre precedente. Lady Barker vuelve a mirar fijamente al recepcionista, aparentemente para devolverle la pluma, pero en realidad con la intención de imponerle su autocontrol recuperado. Él le pide entonces el pasaporte. Sin inquietud aparente, ella baja los ojos hacia su bolso, que ha colocado sobre el mostrador; suspende el movimiento murmurando una frase de cortesía acerca de la dificultad de los viajes, luego baja ya sin vacilar la cabeza para sacar el pasaporte de su bolso. El espectador percibe lo que ve el recepcionista, es decir, una mujer mundana de una desenvoltura imperturbable; pero por el conocimiento que tiene de Marlene Dietrich, la estrella, es capaz de leer el embarazo que expresan los movimientos progresivos de sus ojos y del rostro que se inclina. El impacto de este juego de párpados es tan fuerte que Lubitsch podrá permitirse en el plano siguiente no mostrar más que la espalda de la actriz, entregando la mirada (sin duda imperiosa y cortés) que ella dirige al recepcionista enteramente a la imaginación del espectador. Todavía de espaldas, lady Barker sale del encuadre mientras que el hombre compara meticulosamente el nombre en el registro con el del pasaporte. De repente ella reaparece por la izquierda del encuadre y sorprende al empleado preguntándole si hay algún problema; él levanta lentamente los ojos y le asegura lo contrario. Esa mirada que Lubitsch persiste en ocultarnos, ¿ha explicado al hombre la situación y le ha intimado a guardar el secreto?

En su elección de actrices, Lubitsch aspira sobre todo a la perfecta adecuación entre una intérprete y un papel. El caso contrario le interesa raramente. Pero sí puede recurrir tanto a intérpretes que carecen de una verdadera imagen o cuya aptitud todavía no se ha explotado (Merle Oberon, Claudette Colbert en la época de EL TENIENTE SEDUCTOR) como a estrellas de talento confirmado (Carole Lombard, Margaret Sullavan). Se interesa tanto por el maniquí elegante (Kay Francis) como por el “fruto verde” (Jennifer Jones).

 

Nos acordamos más de las actrices lubitschianas que de sus actores, aun de los más dotados, a riesgo de ser injustos. Estando Maurice Chevalier caducado, Herbert Marshall y Melvyn Douglas olvidados, Gary Cooper mejor servido en otra parte, conservaremos en la memoria el resplandor de las estrellas femeninas, nutridas por la mirada sensual de Lubitsch. En una película cuyo punto débil reside en la interpretación (REMORDIMIENTO), Nancy Carroll impone su sensibilidad pese a un diálogo de cierta mediocridad. Y en una película que, al contrario, es un fuego artificial de actores desde el más grande hasta el más ínfimo papel (SER O NO SER), Carole Lombard hace olvidar con su encanto natural que en el guión no representa más que el satélite de Jack Benny, ofreciendo una interpretación de una asombrosa riqueza. La habilidad de Lubitsch para con las actrices se reveló muy pronto: Henny Porten, que podía resultar patosa, es con él perfectamente adecuada y cómica en un doble papel que convierte sus defectos en cualidades (LAS HIJAS DEL CERVECERO). Consigue que brillen las actrices apagadas (Irene Rich, prodigiosa en EL ABANICO DE LADY WINDERMERE) o dulzonas (May McAvon en la misma película, y Norma Shearer, arrebatadora en EL PRÍNCIPE ESTUDIANTE).

¿Cuál es su secreto? Se cuenta que tenía la costumbre de representar sistemáticamente, a través de la mímica, todos los papeles, desde el más importante hasta el más insignificante, a fin de mostrar a cada actor lo que esperaba de él. Cuando se actuaba con Lubitsch había que adaptarse a su idea del papel y entregarse a su concepto del conjunto: parece que el realizador jamás dejó que ningún intérprete escapara a su control. Es evidente que para Lubitsch la interpretación de los actores no es un elemento independiente que la cámara se limitaría a registrar. Con él una escena de actor, y no digamos de actriz, no se representa delante de la cámara sino con la cámara.

La mirada de Klara

 

Una secuencia de EL BAZAR DE LAS SORPRESAS ofrece un ejemplo de esa relación privilegiada entre actriz y cámara: Lubitsch dirige aquí por primera y única vez a Margaret Sullavan, actriz hipersensible siempre al borde del quebrantamiento, que dota al personaje de Klara Novak de una credibilidad y una vulnerabilidad inesperadas.

En su obra Romantic Comedy, James Harvey observó que la cámara jamás atrapaba directamente, por así decirlo, la mirada de Klara. A través de este recurso Lubitsch sugería su perpetua incomodidad, su inestabilidad existencial y su huida patética de la realidad. Este juego al escondite resulta flagrante en la secuencia en cuestión.

Kralik (James Stewart) visita a Klara que está en cama, víctima de una depresión: plano de conjunto, con la cámara colocada al lado de la cama, Klara tumbada de perfil en el borde izquierdo del encuadre y Kralik de pie, cara a nosotros. Él la mira, ella está ensimismada. En el siguiente plano, él se ha sentado y Klara queda encuadrada de medio perfil: su mirada oscila de derecha a izquierda, y sólo reposa brevemente sobre Kralik cuando él se declara responsable de su indisposición. Un plano más cercano, con Kralik de espaldas y Klara de frente, tampoco consigue captar su mirada, que huye obstinadamente hacia la derecha del encuadre, ¡como si la cámara la incomodara! El montaje que sigue alterna los ejes que se acaban de describir, con las mismas dificultades para detener la mirada de Klara. He aquí, sin embargo, que su tía abre la puerta para entregar a la joven una carta portadora de buenas noticias. La puerta está frente a la cama y, por lo tanto, frente a Klara. Lubitsch nos sorprende entonces adoptando repentinamente el punto de vista subjetivo de este tercer personaje. Al hacerlo, retiene la alegría de Klara atrapando por primera vez, pero de manera muy fugaz, su mirada. Unos segundos más tarde, la cámara se coloca de nuevo en el sitio que ocupaba al principio de la secuencia: una vez más se le ha escapado la mirada de Klara.

Sea la actriz a la que dirige frágil como Margaret Sullavan, impasible como Marlene Dietrich o afectada como Jeanette MacDonald, Lubitsch siempre logra que su actuación concuerde a la vez con la verdad del personaje y la intensidad del momento. La cámara es el instrumento ideal para ajustar esta correspondencia, imprimirle su respiración, subrayar detalles cruciales. La mirada de la cámara justifica la interpretación de la actriz, magnetiza su presencia, registra su carisma y a veces, mejor aún, hace que resulte indispensable para la vida de la película.